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miércoles, 8 de julio de 2009

Nota necrológica

Después de medio año lanzando botellas al mar sin que la marea me traiga ninguna por respuesta, este blog llega a su fin. Desde luego, mucho antes de lo que yo imaginé. Uno debería tener el coraje suficiente como para continuar su propio camino sin sentirse afectado por la manera en que actúan (o, en este caso, dejan de actuar) los demás miembros de nuestra especie. Gary Cooper lo hizo así en “Solo ante el peligro”, y no le fue tan mal. Pero un servidor no es –ya lo habrán adivinado– Gary Cooper. Ni mi guionista es su guionista.

En la “Declaración de intenciones” con que abría este blog (tan ingenua vista desde ahora que no puedo evitar el sonrojo) escribía lo siguiente: “Historia, Economía, Geografía, Economía del Desarrollo, Antropología, Politología, Derecho Internacional, Literatura, Filosofía Práctica… desde mil perspectivas distintas puede abordarse la realidad africana. Nadie es capaz de abarcar hoy todas ellas, ni siquiera una sola. Se me ocurre que un blog puede llegar a convertirse en instrumento idóneo para aunar una gran masa de información y de reflexión colectivas y avanzar –aunque sea un milímetro– en ese proceso fatigoso del conocer. Esto es lo que les pido a ustedes (suponiendo que haya alguien al otro lado de ese “ustedes”): que me ayuden a pensar criticando en todo momento lo que yo pienso; o sea: que pensemos juntos. En esto me declaro profundamente hegeliano: creo que el conocimiento avanza a base de contradicciones. Cuando uno piensa a solas, eso es en realidad lo que hace: piensa A; luego ve la sombra que no-A proyecta sobre A; entonces barrunta B; más tarde se hace consciente de las debilidades de B… y así ad infinitum. El blog abre la posibilidad de un pensamiento mucho más rico que el que un individuo solitario podría alcanzar nunca en su estudio. ¡Pensemos África entre todos! Creo que vale la pena”. Este pensamiento colectivo no ha llegado a cuajar. En consecuencia, este blog muere por consunción, como tantos africanos –por cierto– mueren cada día.

El fracaso lo atribuyo, en un 90%, a mi incapacidad para hacer atractivo el proyecto que les proponía. Ello se debe, sin duda, a una simple falta de talento de quien esto escribe: no hay más vueltas que darle, y no dedicaré ni una línea más a acumular aquí superfluas lamentaciones. Pero sí desearía, aunque fuera brevemente, explorar el 10% restante.

Creo que si este blog se hubiese ocupado de la pesca de la trucha o de los avatares de algún cantante famoso, habría generado –tal vez– algún tipo de respuesta. La falta de interés por los asuntos de África constituye, por desgracia, una realidad incontestable. ¿A quién importa lo que pasa ahí abajo, por desagradable que sea (o, precisamente, por eso mismo)? Yo veo esto como un síntoma. Creo que el perfil de una época se dibuja no sólo por lo que hace, sino por lo que deja de hacer. Y está claro que en un mundo donde la consecución del propio interés se ha convertido en el Único Mandamiento, la actividad de pensar en aquellos que apenas tienen nada ocupa un lugar poco relevante. Sencillamente, no hay tiempo para eso. Y, sin embargo, desde cierto punto de vista, es tal vez en lo que más deberíamos pensar. Y no solo por un legítimo sentimiento de simpatía hacia quienes sufren. África está aquí al lado, y las esquirlas de esa explosión silenciosa en la que el continente se deshace nos llegan todos los días a través del Estrecho. Si nos hemos vuelto incapaces de amar al prójimo, pensemos al menos en nuestro interés a largo plazo. Nos conviene que África prospere. En caso contrario puede que un día no muy lejano la explosión nos alcance de lleno. Estamos cometiendo una injusticia gigantesca con el continente. Y toda injusticia termina por pagarse.

Creía sinceramente (de ahí la ingenuidad) que la diferencia entre mi falta de talento y la importancia del tema era tan grande que todo lector debería haberse esforzado un poco en obviar aquella para centrarse solo en esta. No ha sido así. Por mi parte, seguiré pensando en África, si bien bajo otro formato inevitablemente más empobrecedor. Creo de verdad que el asunto merece todo tipo de reflexiones, a ser posible colectivas. En fin: si hay alguien ahí (siempre he albergado serias dudas al respecto), reciba un cordial saludo de mi parte. Adieu!

martes, 30 de junio de 2009

Philip Gourevitch: acontecimientos (desde julio/94)


Después de las matanzas, y una vez asegurado el dominio del FPR, se presentaba la ardua tarea de reconstruir el país. ¿Cómo hacerlo? Pues, en cierto modo, se trataba de otro país. En efecto, en aquel breve período de tres meses la población había sufrido una mutación radical. Por un lado, habían “desaparecido” unos 800.000 tutsis; por otro, habían regresado del exilio aproximadamente otros 800.000; además, se habían exiliado a distintos países (Zaire, Tanzania, Uganda, Burundi…) unos dos millones de hutus. En buena medida se trataba, pues, de un país diferente. La antigua distinción schmittiana amigo/enemigo, usada por el Poder Hutu para forjar a fuego un mundo escindido entre nosotros (hutus leales) y ellos (tutsis, hutus desleales) se había roto en mil pedazos, surgiendo un nuevo mundo no ya en blanco y negro sino, como en Sudáfrica, del color del arco iris. Según Gourevitch: “Había hutus con buenas referencias, y hutus sospechosos, hutus en el exilio y hutus desplazados, hutus que querían trabajar con el FPR y hutus anti-Poder Hutu que también eran anti-FPR y, por supuesto, subsistían las antiguas rencillas entre los hutus del norte y los del sur. En cuanto a los tutsis, estaba la gran variedad de antecedentes de los exiliados y sus correspondientes idiomas, y los supervivientes y los retornados que se consideraban entre sí con mutua desconfianza; estaban los tutsis del FPR, los tutsis no partidarios del FPR y los tutsis anti-FPR; estaban los de la ciudad y los ganaderos, cuyas preocupaciones como supervivientes o como retornados no tenían casi nada en común. Y, por supuesto, había muchas más subcategorías, que se entremezclaban con las otras y que en un momento determinado podían ser más importantes” (p. 245).

Además de la inmensa tarea de poner en funcionamiento una economía devastada, tres empresas titánicas aguardaban al gobierno del FPR: (1) Que los exiliados hutus volvieran a Ruanda –o, en el caso de las PID (personas internamente desplazadas)– se integraran en ella para (2) poder juzgar a los génocidaires e (3) intentar así el milagro de una auténtica reconciliación nacional. El problema, dice Gourevitch, no era el millón de muertos, sino “cómo los que tenían que vivir en su ausencia iban a lograrlo” (p. 189). La sangre todavía estaba húmeda. Se hacía necesario torcer la historia entera del país para ensayar una vuelta a aquel tiempo en el que las fronteras entre hutus y tutsis eran porosas y el mito camítico una simple proyección en la mente sobreexcitada de algún explorador.

1.- El regreso de los exiliados. Poblaban tanto los países limítrofes como el interior de Ruanda, y se hallaban recluidos en enormes campamentos subvencionados por agencias humanitarias. La dificultad radicaba en que en dichos campamentos se hallaban mezclados los inductores de las matanzas con otros miles de ruandeses cuya implicación en los crímenes había sido mucho menor o, a veces, inexistente. ¿Cómo separar unos de otros? No eran líquidos de distintas densidades. Los primeros usaban a los segundos como escudos humanos, prohibiéndoles el regreso. Además se beneficiaban de los recursos proporcionados por la ayuda internacional para comprar armas y preparar el regreso el país con la idea de “terminar la tarea” y “borrar las pruebas” (p. 292). Los refugiados en Zaire expulsaron incluso a los tutsis locales del norte y sur de la región de Kivu, con la aquiescencia de Mobutu (p. 289). Respecto a los refugiados en los campos interiores, también constituían una amenaza. Ante la incapacidad de la ONU para desmantelar estos últimos campamentos, el FPR intentó cerrarlos a su manera, lo que desencadenó el desastre del campo de Kibeho, “hogar del mayor número de génocidaires del núcleo duro” (p. 198): murieron allí unos dos mil hutus. En relación a los campos de Zaire, la ONU también se inhibió: jamás hizo “intento alguno de hacer una criba…; se consideraba demasiado peligroso. Dicho de otro modo, nosotros –todos los que pagábamos impuestos en los países que pagan al ACNUR– estábamos alimentando a la gente que parecía que iba a hacernos daño (o a nuestros agentes) si cuestionábamos su derecho a nuestra beneficiencia” (p. 281). También en este caso el FPR intervino directamente: ya que era Mobutu quien mantenía al Poder Hutu en los campamentos, había que acabar con Mobutu; la diminuta Ruanda, con la colaboración de la guerrilla de Laurent Kabila y los tutsis del sur de Kivu (los banyamulenges) acabaron en pocos meses con el dominio del dictador, desmantelándose así los campamentos y propiciando el regreso de los refugiados.

2.- Una vez de regreso a casa, ¿cómo identificar a los verdaderos génocidaires de quienes no lo eran? Pues en los crímenes habían existido distintos grados de implicación y, por tanto, de responsabilidad. Era necesario trazar distinciones que –en la terminología de Mahmood Mamdani– separasen “between the killers those enthusiastic, those reluctant and those coerced”. Según Gourevitch: “Nadie habló nunca de llevar a cabo decenas de miles de juicios por asesinato en Ruanda. A los expertos legales procedentes de Occidente les gustaba decir que ni siquiera EE UU, que tiene excedentes de abogados, podría hacerse cargo de la cantidad de casos pendientes” (p. 259). Parecía como si “auténtico genocidio y verdadera justicia fueran incompatibles”. Existía una falta enorme de recursos económicos y humanos en la Administración de Justicia y en la Penitenciaria. Finalmente se apeló el arrepentimiento voluntario: “si los culpables no podían ser castigados en toda regla y los supervivientes nunca podrían ser indemnizados adecuadamente, el FPR consideraba que el perdón era igualmente imposible, salvo si, por lo menos, los responsables del genocidio reconocían que habían hecho mal. Con el tiempo, la búsqueda de la justicia se convirtió en gran medida en una búsqueda de arrepentimiento” (pp. 260-261). La creación por parte de la ONU del Tribunal Penal Internacional para Ruanda, con sede en Arusha, no ayudó a solucionar el problema, e incluso se convirtió en un obstáculo, al no actuar de modo decidido contra la mayor parte de los génocidaires fugitivos.

3.- Separado de algún modo el trigo de la paja, no se podía olvidar que un genocidio es una idea, y que no sólo había que condenar conductas concretas sino la idea misma que las generó (“Lo que distingue el genocidio del asesinato, e incluso de los actos de asesinato político que siegan el mismo número de víctimas, es la intención. El delito es querer extinguir a un pueblo. La idea misma es el delito”, p. 211). Sólo mediante la erradicación de esa idea sería posible la reconciliación. Se trata de un mecanismo parecido al de la desnazificación. La opinión internacional presionaba para que este proceso se llevara a cabo lo antes posible, y achacaba su tardanza a la intención del FPR de ampararse en el recuerdo constante del genocidio para justificar sus desmanes. Ahora bien, como decía un superviviente: “La gente viene a Ruanda y habla de reconciliación. Es ofensivo. Imagínese hablar a los judíos de reconciliación de 1946.” (p. 250). Está claro que esta última tarea, con mucho la más difícil, tardará todavía muchos años, tal vez décadas, en llegar a conseguirse. Pero, como dice Kagame, “no tenemos alternativa” (p. 327). Un capítulo del libro de Gourevitch (el 20) está dedicado a narrar el regreso a su aldea desde el exilio del asesino hutu Jean Girumuhatse quien, entre otros, había matado a diez hijos y nietos de su actual vecina tutsi Laurencie Nyriabeza (que recibió también un machetazo y fue arrojada a una cuneta). ¿Fue culpable o se limitó a cumplir órdenes? “Aunque confiese, es un impostor. Miente cuando dice que sólo cumplía órdenes”, dice de él Chantalle, que perdió durante el genocidio a su marido y a cuatro de sus cinco hijos. La única forma de reparación parece aquí el olvido: se anhela el olvido “como un síntoma de recuperación mínima, la capacidad de reanudar la vida” (p. 331). Entre la justicia y el olvido Ruanda necesita una manera de seguir siendo. Simplemente de seguir siendo.

domingo, 21 de junio de 2009

Philip Gourevitch: acontecimientos (hasta julio/94)


El libro de Gourevitch se divide en dos partes. La primera trata de los antecedentes del genocidio y del genocidio mismo; la segunda, de lo que podríamos denominar “post-genocidio”: ese intento desesperado por hacer nación entre quienes unos meses antes habían sido verdugos (muchos de ellos forzados) y las víctimas que, de algún modo, lograron escapar de las matanzas. La primera parte –que es la que analizamos en el presente post– alterna en su desarrollo el punto de vista externo propio del cronista con otro en el que los sucesos históricos son contemplados a través de la mirada de personas concretas: la médico Odette Nyiramilimo y su marido, también médico, Jean-Baptiste Gasasira; el funcionario Bonaventure Nyibizi; el locutor de radio Thomas Kamilindi; y, sí, el célebre (por la película Hotel Rwanda) gerente de hotel Paul Rusesabagina. Ambas perspectivas, la externa y la interna, se complementan, y nos permiten obtener así una visión más vívida de los acontecimientos, que son contemplados no sólo como frías efemérides históricas sino como trozos palpitantes de existencias concretas.

Según el relato de Gourevitch, los primitivos hutus y tutsis “acabaron hablando la misma lengua, teniendo la misma religión, se casaron entre ellos y vivieron mezclados… compartiendo la misma cultura política y social” (p. 53), por lo que –según los etnógrafos– “no se puede hablar propiamente de hutus y tutsis como de dos grupos étnicos diferenciados”. Las diferencias procedían, más bien, de sus respectivas ocupaciones: el pastoreo (tutsis) o la agricultura (hutus). Dado el superior “valor añadido” de la actividad ganadera, pronto se produjo un predominio económico de los tutsis, lo que no tardó en traducirse –en una tiránica invasión de “esferas”, según la terminología de Michael Walzer– en un mayor poder político y militar para estos, lo que no impidió que el historiador Louis de Lacger señalara: “Los nativos de este país tienen el sentimiento genuino de formar un único pueblo” (p. 61). La colonización belga rompió esta secular armonía, otorgando a las élites tutsis “un poder casi ilimitado para explotar el trabajo de los hutus y para cobrarles impuestos”. Los belgas exacerbaron así las diferencias, conforme al dicho impuesto al tutsi: “O latigas al hutu o te latigamos a ti” (p. 63). A última hora, sin embargo, y poco antes de su retirada, los belgas cambiaron de bando y fomentaron la “revolución social” de 1959 por la que los hutus pasaron a ocupar las posiciones de privilegio que ostentaban antes los tutsis. Cuando Ruanda alcanzó la independencia en 1962 (bajo la presidencia de Grégoire Kayibanda) los tutsis eran ya una minoría discriminada y perseguida.

Desde entonces las matanzas de tutsis han sido una pauta recurrente: 1959, 1962, 1963-1964 (esta última, con unas 30.000 víctimas, fue calificada por Bertrand Russell como “la masacre más horrible y sistemática de la que hemos sido testigos desde el exterminio de los judíos por los nazis”), 1973, 1990… Estos “progromos” provocaron sucesivos movimientos migratorios de tutsis a los países vecinos, especialmente a Uganda, desde los que ensayaron (con diversa fortuna) sucesivas “invasiones” del país… las cuales desencadenaron nuevas matanzas en el interior en una espiral de nuevas violencias cuyo desenlace último –por ahora– fue el genocidio de 1994. Desde 1973 los destinos del país pasaron a manos de Juvenal Habyarimana quien, a pesar de algunos gestos cosméticos, continuó con la represión de los tutsis, si bien –hasta la guerra de 1990– con resultados menos letales. En este año se produce una nueva invasión del FPR desde Uganda y, en consecuencia, una nueva matanza de tutsis en el interior. Mientras tanto el “moderado” Habyarimana había sido arrinconado por un sector más duro del partido único (el MRND) aglutinado en torno a su esposa Agathe (el llamado akazu), quien –a través de periódicos como Kangura y de la emisora Radio de las Mil Colinas– exacerbaban el odio contra la minoría tutsi y contra aquellas facciones hutu que no comulgaban con los dictados del Poder Hutu. Surgieron milicias armadas (los interahamwe) entrenadas para el asesinato y despiece de tutsis. Las masacres se sucedían… hasta que, fruto de la presión internacional, el Presidente firmó en Arusha un acuerdo con el FPR para la formación de un gobierno conjunto. Un destacamento de la ONU (la UNAMIR) fue enviado para vigilar la transición. Pero ésta nunca llegó a producirse, al menos tal y como fue diseñada.

El 6 de abril de 1994 el avión en el que viajaba Habyarimana fue derribado. Cuatro horas después las matanzas se habían desatado por todo el país. Listas en mano, el ejército, la policía y los interahawne –con el apoyo, en cada distrito, de las autoridades municipales y algunos líderes religiosos– iban liquidando tutsis y hutus moderados. En 100 días murieron 800.000: a un ritmo de 10.000 al día, 400 a la hora, 7 por minuto. Gourevitch nos ofrece una mirada caleidoscópica a través de las experiencias de algunos supervivientes: Odette Nyiramilimo, Bonaventure Nyibizi, Thomas Kamilindi, Paul Rusesabagina. El riesgo de ser masacrado era constante. Tras el asesinato de diez soldados belgas, el grueso de las tropas de la UNAMIR recibió órdenes de abandonar el país, ante la consternación del general Dallaire. La comunidad internacional cerró los ojos ante la situación, mientras el exterminio se iba consumando a un ritmo frenético. Tan sólo el avance del FPR puso freno a las matanzas. Los miembros del Poder Hutu, amparados por masas de hutus inocentes, hallaron acomodo en campos de concentración de países vecinos, especialmente en Zaire, donde –con el apoyo de la "Operación Turquesa" orquestada por Francia, que cubrió la retirada– recibieron el apoyo inmediato y abnegado de todo tipo de organizaciones humanitarias.

martes, 16 de junio de 2009

La verdad oculta


El libro de Philip Gourevitch, publicado en España por Ed. Debate en 2009 (aunque escrito entre 1995 y 1998) arrastra un título intolerablemente largo y expresivo: Queremos informarle de que mañana seremos asesinados con nuestras familia, título que –luego nos enteramos– no es sino el fragmento de una carta que el 15 de abril de 1994 dirigieron en Mugonero siete pastores de la iglesia adventista de esa localidad a su superior, y en la que solicitaban ayuda para ellos y su grey. No hubo resultado, y al día siguiente murieron más de 2.000 personas en Mugonero, incluidos los siete pastores firmantes y sus familias. El superior, el pastor Elizaphan Ntakirutimana, y su hijo Gerard, director del hospital, no murieron, sino que organizaron y presidieron la carnicería. Los dos, por supuesto, se hallaban próximos al Poder Hutu.

El libro de Gourevitch es uno de esos libros del que los publicistas dirían que “no te deja indiferente”. Y no sólo por los espeluznantes sucesos que en él se narran. A este respecto, el autor trata de resistirse a la máxima periodística “la sangre vende” y, aunque no elude la descripción de sucesos truculentos, intenta que tales brutalidades no aparezcan siempre en un morboso primer plano. La no-indiferencia que produce el libro de Gourevitch se debe, pues, más que a la sangre, a la magnitud del reto que se plantea el autor, y cuyo desarrollo vemos desplegarse a lo largo del libro. Lo que Gourevitch pretende es, nada más y nada menos, que pensar lo impensable, es decir, comprender el genocidio. No contento con ver desde lejos (y por cámara interpuesta) las imágenes del volcán, Gourevitch decide viajar hasta el volcán mismo. Su propósito es, repetimos, descubrir la verdad. La verdad en sentido enfático. No contentarse con recurrir una vez más al cómodo expediente de “las típicas luchas tribales africanas”, sino ahondar en la historia de lo sucedido y en el quebrado testimonio de los supervivientes.

Ahora bien, buscar la verdad en este contexto no resulta tarea fácil. Dos dificultades principales se presentan a quien lo intenta:

1.- Que las razones –siempre generales– oculten o enmascaren el horror de lo particular. Sucede que, en la medida en que tendemos a comprender las razones de ese brote de mal absoluto que fue el genocidio ruandés de 1994, poco a poco dejamos de verlo. Las razones generales nos acercan a lo malo pero, al mismo tiempo, nos alejan: hacen que lo consideremos como algo natural, es decir, ni bueno ni malo. Necesario. Conocer es despojar a lo particular de su carácter distintivo para subsumirlo en un tipo abstracto. Pero con ello perdemos gran parte de lo que intentamos comprender. Parece, pues, como si ese mal que fue el genocidio sólo se mantuviera delante de nosotros en la medida en que decidimos ignorarlo; si nos acercamos para conocerlo, se disuelve en un conjunto de explicaciones que no hacen justicia a lo que en verdad sucedió. Es ese componente “inexplicable” lo que Gourevitch, de modo paradójico, intenta explicar. Aunque, como reconoce en la p. 188, “no hay nada que explique esto”. Señala el autor hasta 18 posibles factores explicativos que van desde lo más lejano (desigualdades de la época colonial, el mito camítico y la polarización radical bajo el dominio belga) hasta lo más próximo (las matanzas de 1959, la negativa de Habyarimana a que regresaran los refugiados tutsis, el extremismo del Poder Hutu, el adiestramiento para las masacres, la indiferencia del mundo exterior) para concluir lo siguiente: “Combinen estos ingredientes y tendrán una receta tan excelente para una cultura de genocidio que es fácil decir que simplemente estaba esperando para ocurrir. Pero el aniquilamiento fue completamente gratuito”.

2.- Que las razones –siempre simples– oculten o enmascaren la complejidad de lo sucedido. Para los filósofos resulta muy fácil determinar que la verdad de “ese cuervo es negro” se determina verificando si, en realidad, ese cuervo es o no es negro. Pero, ¿qué decir de acontecimientos como el genocidio de Ruanda? Millones de personas intervinieron en él, bien como víctimas o como verdugos. Cada uno mantuvo en él un grado mayor o menor de implicación. Todos se movieron por motivos diferentes. En su toma de postura se vieron más o menos compelidos por la fuerza de las circunstancias. En esos millones de decisiones no existe, por lo tanto, ningún patrón común. ¡Sería tan fácil concluir que todos fueron igualmente responsables de lo sucedido! Sin embargo, como señala Gourevitch, “abrazar la idea de que la guerra civil era una contienda general en la que todo el mundo estaba al mismo tiempo igualmente legitimado o carente de legitimación es aliarse con la ideología del Poder Hutu del genocidio como acto de defensa propia” (p. 191). Para el autor no puede diluirse la responsabilidad en una hobessiana “guerra de todos contra todos”. Hay que fijarla. Nada de hablar de violencia “endémica o epidémica” en la que “los muertos anónimos y sus anónimos asesinos se convierten en su propio contexto” y “el horror” se transforma así “en algo absurdo” (p. 195).

Gourevitch viaja. Habla con víctimas que han sobrevivido al genocidio, así como con sus frustrados verdugos. Entrevista a políticos y militares. No espera “capturar” la verdad, pero sí “ponerse en posición” de que la verdad –de algún modo– le dé alcance. Sabe Gourevitch que quien busca la verdad con un concepto prefijado de ella nunca la encontrará: se encontrará a sí mismo y a sus prejuicios (o, como dijimos en el anterior post, con su “ideología”). El libro de Gourevitch es, pues, además de un reportaje de investigación, un ensayo de epistemología. Lo que reclama es que la verdad existe, aunque en casos como éste sea casi imposible permanecer todo el tiempo a su altura. La verdad o la falsedad no son –como postulan ciertas corrientes postmodernistas– meras interpretaciones. La verdad está ahí, el mal también. Como señala el autor: “Mientras los debates académicos sobre la posibilidad de que exista una verdad o falsedad objetivas se sofistican a menudo hasta el punto de llegar al absurdo, Ruanda demostraba que esa cuestión es una cuestión de vida o muerte” (p. 270). Estoy seguro de que quienes sufrieron el furor de los machetes estarían de acuerdo con estas palabras.

sábado, 13 de junio de 2009

Que sais-je?


Esta entrada (y las siguientes) pretenden ser –la fotografía lo delata– un homenaje a Michel de Montaigne. Verdaderamente, ¿qué sabemos? Y, sin embargo, el nervio de la reflexión se dirige a resaltar ciertos obstáculos al conocimiento (o ídolos, como los hubiera llamado Francis Bacon) que en tiempos de Montaigne ni siquiera se sospechaban. Me refiero a los derivados de nuestra lejanía de los hechos. El mundo de Montaigne era un mundo de andar por casa: para muchos terminaba justo allí donde acababan los límites de su aldea. Nuestra “aldea global”, por su parte, sólo es aldea en tanto que metáfora: el volcán que estalla al otro lado de la cámara de TV permanece tan alejado de nosotros (o de MacLuhan) como supongo que lo estará Alfa Centauro. Y, sin embargo, lo vemos ahí crepitando, y por el simple hecho de verlo (ese río de lava, esas fumarolas) lo consideramos tan arraigado en nuestra experiencia como lo está el vecino a quien saludamos junto al ascensor, ese vecino que vertió un día el agua de regar sobre nuestro toldo recién comprado. Hablamos, pues, del volcán, y emitimos juicios sobre sus espasmos, cuando lo cierto es que del volcán nada sabemos: sólo de las imágenes que de él nos ofrece un desconocido y verborreico reportero (“por fin despierta el gigante dormido”, etcétera).

Ahora bien, si ya es difícil no equivocarse con vecinos o familiares, ¿qué decir de aquello que acontece a miles de kilómetros de aquí, y que sólo conocemos a través de conductos cuya fiabilidad se nos escapa? En relación a estos eventos de “alcance mundial” (de lo del toldo fuimos testigos, ¡ya lo creo que lo fuimos!) cobran especial relevancia no los hechos en sí (pero, que sais-je?), sino los canales a través de los cuales nos llega esa papilla de acontecimientos estrictamente mediáticos. Hasta el punto de que nuestra misión –si quisiéramos establecer una misión en medio de esa terra incognita de selvática ignorancia– sería no la de verificar los hechos (tarea ímproba) sino la de comprobar la fiabilidad misma del canal por el que los hechos se nos acercan y llaman a nuestra puerta. Pero, ¿contamos con recursos para hacerlo, en medio del ajetreo de nuestra vida cotidiana, toda llena de toldos mojados y macetas inundadas? Ante dos versiones contrarias vertidas sobre un mismo hecho por dos medios de comunicación diferentes, ¿con cuál de ellas nos quedaremos? Pues no valen aquí vagas soluciones de compromiso. Entre el perro o el gato no cabe, digamos, un perrigato.

Pero ¿qué sabemos de esos canales? Normalmente damos crédito tan sólo a los que se acomodan a nuestra ideología. Ahora bien, ¿qué fiabilidad hemos de otorgar a nuestra ideología en cuanto esclarecedora de asuntos donde lo que intervienen son hechos? Y antes que nada, ¿qué cosa es esa de nuestra ideología? ¿Cómo ha llegado hasta nosotros? ¿Quién la ha construido? ¿Con qué materiales? ¿Somos autores de ella o sólo sus víctimas? Dando crédito a las noticias que se ajustan a nuestra ideología (sea esto lo que sea), contribuimos a fortalecerla, pero hacemos al mismo tiempo un flaco favor a la verdad (sea esto lo que sea).

Entre los interesados por los avatares de África, conozco a muchos que han encanecido sumidos en una blanda ideología semi-infantil en la que cualquier acontecimiento es juzgado como el fruto de una lucha entre unos malos siempre malos (aunque hayan cambiado de nombre y de aspecto) y unos buenos siempre buenos (aunque también ellos, con el tiempo, se hayan transformado). Según esta ideología el mundo se divide, sin solapamientos, en fuertes y en débiles. El débil siempre tiene razón (por definición); el fuerte nunca la tiene (por la misma causa). Ahora bien, el fuerte es valorado por lo que hace, mientras que el débil lo es por lo que no hace pero podría hacer si el mundo fuera justamente como sabemos que no es. De este modo el débil siempre se movería (si pudiera hacerlo) por las mejores razones, mientras que el fuerte –que sí se mueve– lo hace impulsado por los motivos más vituperables.
Con todo esto los portadores de esta ideología se sienten muy confortados. Amigos incondicionales de los débiles, se moverían (si pudieran) por avenidas de amor y de justicia; pero no pueden moverse: esa mala gente se lo impide. De este modo la brecha entre ricos y pobres se amplía, África se muere no sólo por falta de comida sino de reflexión, mientras los lamentos de toda esta buena gente ahogan cualquier análisis serio de los hechos. Pues, ¿a quién importan los hechos? Están tan lejos de nosotros como aquellas fumarolas y, además, ya sabemos –lo dice nuestra revista, o la solapilla de ese libro de nuestra editorial (no hace falta leerlo entero), o nuestro autor preferido– quién lleva la razón aquí y quién no la lleva. Con esto el concepto de verdad se desmorona. La verdad es sólo lo que calienta nuestro corazón: pura redundancia. Ningún texto o testimonio va a hacernos cambiar, porque o bien confirma lo que ya sabemos o bien es visto como un intento de engaño por parte de “los de siempre”, un sucio ardid al que no hay que tomar ni siquiera en consideración.

Armado con estas certidumbres (desarmado por tanta incertidumbre) me he decidido a abordar una cuestión muy concreta. Por ejemplo: ¿qué pasa con Paul Kagame? ¿Fue un liberador del pueblo ruandés, el único capaz de poner freno al genocidio de 1994, o bien es un tirano vengativo, sediento de sangre hutu y autor intelectual de nuevos genocidios (además de expoliador del coltan congolés)? Habituado a leer críticas a su figura en ciertos medios de comunicación, me impresionó el retrato que hace de él John Carlin en Heroica tierra cruel (Ed. Seix Barral, 2004): “más generoso y más sabio” que Mandela, afirma Carlin. ¿Quién es, pues, Paul Kagame? ¿Cómo saber, entre las diversas fuentes de información, cuál de ellas dice la verdad? He decidido hacer acopio de libros sobre el tema: Gourevitch, Hatzfeld, Melvern… así como desempolvar –es marca de la casa– el artículo que Kapuscinski dedica al genocidio en Ébano (“Conferencia sobre Ruanda”). En ello estoy. Si estos testimonios se contradicen, y dada mi lejanía de los hechos, ¿a quién otorgaré la razón? ¿Apelaré a mi “ideología” para confirmar lo que ya "sé" antes de ponerme a leer nada? ¿Para qué leer, entonces? Verdaderamente, ¡qué se yo!

sábado, 30 de mayo de 2009

Una cuestión de fronteras


Divide y vencerás. El reparto de África (1880-1914), del historiador holandés Henri L. Wesseling (publicado en España por Ediciones Península en 1999), es un libro al que volveré a menudo a lo largo de este blog. Traza un recorrido minucioso por el proceso de partición colonial que tuvo lugar en África entre las potencias europeas a finales del siglo XIX y comienzos del XX. Como revela en las primeras páginas, Wesseling escoge –frente a enfoques más objetivistas– uno que prima, sobre otros mecanismos causales, el análisis de “las personas y sus motivaciones”. Esta decisión convierte su estudio en una narración de muy grata lectura, donde los protagonistas históricos aparecen dibujados con el mismo grado de detalle que si fueran personajes de novela (con todos sus bigotes y manías), lo que no significa que el autor deje a un lado su esmerado utillaje de historiador. Más bien lo que hace es seguir el viejo motto de “enseñar deleitando”, decisión que para un no-historiador resulta siempre de agradecer.

Sus más de 500 páginas –ilustradas con decenas de grabados de época (en uno de los cuales vemos, por ejemplo, a un pequeño y todavía inofensivo Hermann Goering posando junto a su padre, primer gobernador alemán en el África Sudoccidental)– están repletas de irónicos retratos y de muchísima erudición, y sería tarea vana (y, sobre todo, inútil) intentar hacer aquí un resumen, aunque fuera somero, de ellas. No obstante, el relato de los hechos aparece entreverado con reflexiones de alcance más general, y es a una de estas a la que quiero prestar una atención especial en este post. Se trata de la cuestión del trazado de las fronteras coloniales en África, y del peso a veces asfixiante que esas decisiones fronterizas –tomadas por diplomáticos con levita muertos hace ya tanto tiempo– ejerce sobre el momento presente, por ejemplo en Sudán, o en Casamance, o en los desolados campamentos de Tinduf.

Wesseling realiza una afirmación bastante osada: las décadas de colonización europea en África pesan mucho menos en la balanza de poder actual del continente que aquellos pocos años en que las principales potencias europeas (y algún rey ambicioso infiltrado entre ellas) trazaron los limes de lo que serían sus dominios africanos, y que coinciden prácticamente con las fronteras actuales de los países que emergieron tras la descolonización. Como dice en la página 23: “La época colonial en África duró poco tiempo, por término medio menos de un siglo… Sin embargo, las consecuencias de [la] partición han permanecido. En sentido político, el África actual ha sido creada por los europeos de entonces”. Lo que más sorprende a Wesseling de la partición no es el carácter artificial de las fronteras trazadas en las cancillerías europeas (“lo son casi todas las fronteras”, señala escéptico: “las fronteras no las decide la naturaleza, sino el poder, es decir, la política”), sino que dichas fronteras fueran dibujadas de antemano: “En Europa, primero se conquistaba, y luego se reflejaba el resultado en el mapa. En África, primero se dibujaba el mapa, y luego ya se vería lo que se tenía que hacer. Es decir: los mapas de la partición de África no reflejaban la realidad; la crearon” (p. 444).

No existen, pues, fronteras naturales (salvo en la mente de los más crédulos nacionalistas, para quienes las naciones brotan del suelo como chopos, y extienden sus ramas por doquier en busca de ese lebensraum que, según tipos como Hitler, necesitan para desarrollarse adecuadamente). Pero el artificio que supone la imposición de unas fronteras (en este bosque, en aquel valle) está vinculado de algún modo con un elemento más o menos “natural” (aunque sea en un sentido hobbesiano): la correlación de fuerzas de quienes quedan a uno u otro lado de las mismas. En África no sucedió así. Las fuerzas que se medían no eran las de los habitantes que poblaban el norte o el sur de un río; sino las de los lejanos dirigentes británicos, franceses o alemanes y su política europea de equilibrio de fuerzas. Así, el imperio colonial francés se explica, según Wesseling, como un intento de distraer a la opinión pública doméstica por el “robo” de Alsacia y Lorena llevado a cabo por parte de Prusia durante la guerra del 70. Las ambiciones de Gran Bretaña sobre Egipto (es decir, sobre Suez) estaban condicionadas por el interés preferente de la metrópoli hacia la “joya de la corona”: India. Lo que sería el Congo Belga, por las ambiciones desmedidas de un rey megalómano. Y así sucesivamente.

Toda frontera es artificial, sí, pero en este caso el artificio ni siquiera fue obra de sus protagonistas, sino de otros actores por completo ajenos a aquel escenario donde un paralelo rompía de pronto a una tribu por la mitad, o donde el lápiz de un técnico prusiano de Exteriores forzaba a vivir juntos a dos pueblos que se habían combatido durante siglos. Toda frontera es absurda, pues rompe el concepto mismo de humanidad en una multitud de fratrías que se enfrentan unas a otras por un quítame allá esas pajas. Pero las fronteras africanas son un absurdo elevado al cuadrado. Es como si el orden en que nos colocó el maestro en el aula el primer día en que llegamos a clase hubiera de convertirse en el orden que debe regular nuestras vidas ya para siempre. Gran parte del sufrimiento actual del continente se explica por este falso "orden" impuesto a sangre y fuego por quienes no tenían ni la más remota idea de lo que era África y de quiénes eran sus pobladores. El libro de Wesseling nos da buena cuenta de todo esto.

viernes, 22 de mayo de 2009

Justicia global. Thomas Pogge (y II)


Así pues, mientras que los hechos sociales acaecidos en el ámbito intra-nacional han sido analizados –por lo menos desde Rawls– desde ambos puntos de vista (el interactivo y el institucional), los hechos internacionales solo habían sido considerados hasta hace poco como efecto de la interacción de unos sujetos privilegiados: los Estados –y de aquellos que, en el ámbito exterior, parecen “encarnarlos”: los gobiernos. Al extenderse, gracias al concepto de justicia global, el enfoque institucional al campo de los hechos internacionales se vuelven “visibles” algunos elementos que hasta ahora habían pasado desapercibidos:

1.- En el terreno de los sujetos. Además de a los gobiernos, un análisis moral institucional de la política internacional debe prestar atención preferente a aquellos que sufren las decisiones que éstos adoptan: los pueblos. Ni siquiera el Rawls de The Law of Peoples ha dado este paso. Ahora bien, como dice Pogge: “nunca ha sido plausible que los intereses de los Estados –es decir, los intereses de los gobiernos– deban proporcionar las únicas consideraciones moralmente relevantes en las relaciones internacionales” (p. 103). El ejemplo con que ilustra esta idea resulta bastante elocuente. Si un gobierno dictatorial (digamos, la Nigeria de Sani Abacha) firma libremente un contrato de explotación de petróleo con el Reino Unido, el análisis moral tradicional (interactivo) nada tendría que objetar al respecto: los representantes de dos entes soberanos establecen un acuerdo válido que es necesario respetar. Ahora bien, la realidad es que el gobierno nigeriano es corrupto y opresivo, y que las ganancias obtenidas por la venta del petróleo, además de lucrar injustamente a sus dirigentes, contribuyen a reforzar su gobierno despótico. El análisis moral institucional resalta la injusticia de este acuerdo, que refuerza el poder de un dictador (al que el orden internacional confiere derechos de propiedad legalmente válidos sobre los recursos del Estado) y perpetúa la pobreza y el sufrimiento de quienes sufren sus desmanes.

2.- En el terreno de las responsabilidades. Cuando los Estados eran los únicos actores en liza en la escena internacional, los ciudadanos del Primer Mundo no teníamos por qué sentir una inquietud moral especial por el destino de los pobres del mundo (si acaso un dolor que no rebasaba nunca el ámbito de la propia conciencia, y que era sofocado a veces con el analgésico de alguna dádiva insignificante). En efecto: en la medida en que nuestros gobiernos –en sus relaciones con los gobiernos tiránicos del Tercer Mundo– actuaban de conformidad con las normas del derecho internacional, nos parecía que toda iba razonablemente bien. Con el nuevo enfoque de la justicia global, sin embargo, no sólo sale a la palestra el sufrimiento de los pueblos sometidos por dictadores megalómanos, sino también la cuota de responsabilidad que los ciudadanos del Primer Mundo tenemos en la firma de aquellos acuerdos por los que nuestros gobiernos –elegidos democráticamente con el poder de nuestro voto– perpetúan al sufrimiento de los pueblos sojuzgados. En suma: nosotros, queridos lectores, en la medida en que respaldamos las decisiones de nuestros gobiernos, somos responsables de la pobreza y del dolor de quienes mueren en África por causas evitables. Hay una cadena causal que conduce de un modo inexorable desde mi voto en la urna hasta la muerte por tortura de un disidente africano, pasando por los eslabones intermedios de mi propio gobierno (que firma acuerdos comerciales con gobiernos tiránicos) y del dictador para quien el concepto de “derechos humanos” es una suerte de intromisión cultural imperialista que hay que desoír.

3.- En el terreno de las instituciones globales. El orden institucional global causa, según Pogge, dos tipos de daños morales: daños directos, cuando un marco jurídico global injusto afecta directamente a la población; y daños indirectos, cuando las reglas del orden institucional global contribuyen a moldear conjuntamente el orden institucional en que viven los ciudadanos (o, en su caso, los "súbditos"). Dos ejemplos:
a) Daños directos. Las actuales reglas de la OMC permiten que los países ricos protejan sus mercados contra las importaciones baratas de países del Tercer Mundo. Sin estas medidas proteccionistas, los países en desarrollo podrían lograr un ingreso adicional de 700 mil millones de dólares cada año por sus exportaciones, casi 13 veces la suma anual de la ayuda oficial al desarrollo.
B) Daños indirectos. El mencionado más arriba. Los acuerdos comerciales con gobernantes despóticos de países en desarrollo hacen que éstos se afiancen en el poder.

Podría objetarse que es obligación de los gobiernos del Primer Mundo dar preferencia a los intereses de sus ciudadanos frente a los del resto de países (incluyendo los subdesarrollados). Pogge afirma que esto sería correcto en el caso de que las reglas de juego internacionales fueran justas. En tanto que el orden internacional global sea injusto, la actuación “parcial” de los gobiernos ricos es igualmente injusta. Y en la medida en que los gobiernos del Primer Mundo son elegidos democráticamente mediante el poder de nuestro voto, esa injusticia también nos alcanza a nosotros (como individuos) de lleno. Esta amarga enseñanza es la que nos deja nuestra primera incursión en el terreno de la Filosofía cuando la Filosofía deja de hablar de constructos tautológicos y se pone a pensar con rigor acerca del mundo que nos rodea.

sábado, 16 de mayo de 2009

Justicia global. Thomas Pogge (I)


Pero, ¿tienen los filósofos algo que decir sobre África? Pues parece que si: los filósofos siempre tienen cosas que decir, incluso cuando nadie les pregunta (especialmente entonces). ¡Es su modo de estar en el mundo! Hegel, por ejemplo, pensó algo acerca de África: dijo que África no tenía historia. Ni más ni menos. Ahora bien, si por historia entiende Hegel X y resulta que África está desprovista de esa X (según Hegel), resulta fácil concluir (para Hegel) que África no tiene historia. Con esto, sin embargo, Hegel no habla en absoluto de África, sino de X: un determinado concepto de historia (acuñado por el mismo Hegel) tan etnocéntricamente determinado como lo está para los nuer, por ejemplo, el concepto mismo de tiempo, marcado por el trasiego de los bueyes desde el campamento hasta la aldea y desde la aldea hasta el campamento (véase, por supuesto, Evans-Pritchard).

Pero no hay necesidad de remontarse a Hegel para espigar, en la obra de los filósofos, testimonios tan… (usaremos aquí el “principio de caridad” davidsoniano) oscuros referidos a África. Un buen amigo del continente, Laurens van der Post, acumula también en su libro El ojo oscuro de África (el propio título lo dice) un buen número de impenetrables… tinieblas. No siempre, sin embargo, desvarían los amantes de Sofía en sus elucubraciones, especialmente cuando huyen del ámbito de la metafísica. La veta mas interesante a este respecto es, a mi juicio, la del grupo de filósofos prácticos (Walzer, Rawls, Sen, Singer, Pogge…) que reflexionan desde un punto de vista ético acerca del desequilibro que desgarra al mundo actual entre una pequeña fracción desmesuradamente rica y otra, enorme, desmesuradamente pobre. ¿Qué tienen que decir a este respecto los filósofos, si es que (contradiciendo a gente como Morgenthau o nuestro “novedista” Kaplan) hay realmente algo que decir? ¿Debemos sentirnos moralmente responsables de la pobreza global?

Iniciaremos el repaso de esta problemática en compañía del filosofo alemán (residenciado en EEUU) Thomas Pogge, autor del libro La pobreza en el mundo y los derechos humanos (de 2002; editado en España por Paidós en 2005). Se trata de un libro lleno de muy variadas reflexiones (no en vano se trata de una recopilación de artículos), y al que pienso dedicar varias entradas a lo largo de este blog. Por ahora me limitaré a hacer una breve introducción a su pensamiento, tomando para ello como base un
artículo aparecido en el nº 19 (2º semestre de 2008) de la excelente “Revista de Economía Institucional”. Su título: “¿Qué es la justicia global?”. Me parece un buen modo de introducirnos en este poliédrico concepto.

Inicia Pogge su estudio con una doble distinción conceptual (la filosofía analítica no ha pasado en vano por este turbulento siglo XX):

1.- Es posible estudiar los hechos sociales desde una doble perspectiva; en consecuencia, también pueden tales hechos ser analizados moralmente desde un doble punto de vista. Conforme al primero de ellos, los hechos sociales son el resultado de las acciones llevadas a cabo por agentes individuales o colectivos; el análisis moral acorde con este punto de vista es llamado por Pogge interactivo. Conforme al segundo, los hechos sociales son el resultado “de la forma en que está estructurado nuestro mundo social, de nuestras leyes, convenciones, prácticas e instituciones sociales”; el análisis moral acorde con este punto de vista es llamado por Pogge institucional. El primer tipo de análisis moral ha llegado a identificarse con la ética; el segundo, con la justicia. Así, es posible enjuiciar moralmente la situación de Juan, el violador depravado, como fruto de las acciones que él y otros han ido realizando a lo largo del tiempo (enfoque ético); o también es posible enjuiciar moralmente la situación de Juan como efecto necesario de aquellas instituciones (o su falta) que le han empujado hasta ella (enfoque sobre la justicia).

2.- Cabe distinguir entre relaciones intra-nacionales e inter-nacionales. Tradicionalmente estos ámbitos han sido concebidos como separados. El primero estaba “habitado por personas, familias, corporaciones y asociaciones dentro de una sociedad territorialmente delimitada”; el segundo, por Estados soberanos. El análisis revelaba, en consecuencia, dos esferas aisladas de teorización moral: la justicia dentro de un Estado y la ética internacional (en términos de Pogge: el análisis interactivo, donde los sujetos son ahora los Estados). Pues bien, el concepto de “justicia global” viene a romper esta separación tradicional para extender el análisis moral institucional (es decir, el propio de la justicia) a todo el campo, tanto intra-nacional como inter-nacional. Es posible enjuiciar, pues, la política internacional no como una mera interacción entre Estados soberanos ajena a todo marco institucional, sino como un ámbito donde existen instituciones moralmente relevantes y donde los únicos sujetos susceptibles de valoración no son únicamente los Estados.

Algunas de las consecuencias prácticas que trae consigo esta perspectiva renovada las estudiaremos en el siguiente post.

domingo, 10 de mayo de 2009

Afropesimistas. El desilusionado desilusionado: Robert D. Kaplan (y V)


En este texto –“La anarquía que viene”– Kaplan se sitúa (y nos sitúa) frente a un nuevo escenario. No puede reprimir el autor cierta ansiedad, propia del periodista “de raza”, por adivinar en ese paisaje las líneas maestras del porvenir. En la última página se pavonea incluso de que una proeza semejante la consiguió ya hace varios años cuando, en plena caída del muro de Berlín –y mientras todo el mundo se dirigía a hurgar entre sus ruinas– , él supo profetizar que el futuro no estaba allí, sino en Kosovo. Ahora – mientras el rebaño de reporteros acude en tropel a Washington para ver cómo Rabin y Arafat se estrechan la mano – él sobrevuela Bamako en solitario, convencido de que “la noticia no estaba en la Casa Blanca, sino allí abajo” (p. 74). ¿Entorpece esta avidez por descubrir lo nuevo (este “novedismo”, que diría Giovanni Sartori) su visión de las cosas? ¿No se precipita al ver “signos” de su visión por todas partes?

El futuro que ve Kaplan desde su avión es un futuro lineal: lo que sucede ahora en África Occidental es “el punto de partida natural” para estudiar lo que será “el talante político de nuestro planeta en el siglo XXI” (p. 18); lo que acontece en las calles de Abiyan le permite “experimentar cómo pueden ser las ciudades americanas del futuro” (p. 19); el oeste africano constituye una “introducción apropiada a los problemas… que pronto deberá afrontar nuestra civilización” (p. 21). “África es un ejemplo de cómo serán las guerras, las fronteras y la política étnica dentro de pocas décadas” (p. 33). “Punto de partida”, “introducción”, “ejemplo”… existe una línea evolutiva que conduce inexorablemente desde el África actual hasta los EEUU –o, digamos, la España– de dentro de unas décadas. Así como los ilustrados estaban convencidos de que el modelo de civilización occidental se extendería inevitablemente por todo el orbe, iluminando la selva con sus luces, Kaplan sostiene que la actual anarquía que despedaza Sierra Leona (y a muchos de sus habitantes) acabará por invadir nuestras plácidas sociedades occidentales. Pero, ¿cómo será ese futuro cuyo perfil percibe Kaplan dibujado en el presente?

Pura anarquía. La mejor manera de caracterizarlo sería decir que se parecerá enormemente al pasado. Más concretamente: a esa porción del pasado que fue la Europa de las guerras de religión; sólo que agravado por la superpoblación y el estrés medioambiental. Durante los tres siglos que van desde la Paz de Westfalia a la caída del muro de Berlín han sido los Estados nacionales los agentes que –en base a alianzas más o menos estables– ha sabido mantener el orden en las relaciones internacionales. Con la desaparición de los Estados y su sustitución por otro tipo de unidades, piensa Kaplan que retornará a la escena mundial una especie de lucha de todos contra todos. Eso de cara al exterior. De cada al interior, con la creciente debilidad del aparato coercitivo del Estado se llegará –dentro de unas fronteras cada vez más inestables– a una confusión entre crimen y guerra (p. 65) y, en última instancia, a un retorno de la “naturaleza desenfrenada” (p. 33), un panorama dominado por la “selección natural entre los estados existentes”. Aquí entronca Kaplan directamente con Hobbes (de hecho, la cita que encabeza el libro son unas palabras de Hobbes: “Antes de que los nombres de justo e injusto puedan tener lugar, debe existir algún poder coercitivo”). Esta situación de pura anarquía (de resabios darwinianos), que es el presente de África, será inevitablemente nuestro futuro.

Pero, ¿cuál será el desencadenante de este apocalíptico desastre? Aquí Kaplan no tiene más remedio que refrenar su afán de pionero y reconocer que el Kennan de este nuevo escenario de postguerra fría no es él, sino un tal Homer-Dixon, quien ya en 1991 profetizó que las guerras y conflictos del futuro nacerán de la escasez de recursos, consecuencia a su vez del deterioro medioambiental y del desbocado incremento demográfico en los países pobres. Ese es el origen de toda la cadena de desastres que nos aguardan: desde la exacerbación de los conflictos étnicos hasta esos agujeros negros que son los “Estados fallidos”, el choque de civilizaciones, el caos y la violencia en las ciudades, etc, etc… Tal derrumbe tendrá lugar primero en el Tercer Mundo. ¿Por qué? Kaplan considera que la mayor parte de los mapas trazados por las potencias coloniales implicaron un precipitado injerto del concepto de Estado a una realidad abigarrada que se le resistía. Ahora, por las causas antedichas, esa realidad reclama sus antiguos derechos, surgiendo así un nuevo mapa del mundo: un mapa dinámico de diseños cambiantes, un holograma cartográfico, una “representación siempre mutante del caos” (p. 67).

Nos encontramos en este opúsculo con generalizaciones tan amplias que resulta difícil refutarlas de un modo concluyente. Está claro que muchos ejemplos las avalan, pero otros muchos las contradicen. Por ejemplo: en el año 1994 ocurrieron de modo simultáneo dos fenómenos contradictorios: el genocidio ruandés (síntoma de la anarquía que viene) y las primeras elecciones libres en Sudáfrica (fortalecimiento de las bases de un Estado que ahora sí era de todos). ¿A cuál de ellos habría que otorgarle más peso? Respecto al pronóstico que hace Kaplan sobre una creciente separación de la cultura negra norteamericana de la corriente principal de la política estadounidense (pp. 71-72): me limito a señalar la llegada de Obama a la presidencia de los EEUU. Y en cuanto a Pakistán, ¿es una primicia del futuro que nos aguarda o una “piedra en el camino” hacia la formación de una república kantianamente cosmopolita?

Creo que en el fondo Kaplan añora la Guerra Fría y sus fronteras diáfanas y endurecidas. Y es que, por terrible que sea la realidad, una frontera bien trazada nos hace sentir seguros (aquí los buenos, allí los malos). ¡Habría que decirle a Kaplan, sin embargo, que hay vida después de la Guerra Fría! Una vida que no tiene por qué ser el caos que él vaticina. Pienso que el futuro será en parte –igual que lo ha sido siempre– como queramos que sea. Frente el caos descrito por Hobbes surgió en la Europa de las guerras de religión la solución propuesta por el mismo Hobbes. Ante los nuevos retos planteados por un mundo globalizado, ¿por qué insistir en que la única alternativa a los Estados nacionales debe ser necesariamente la anarquía? Podrían surgir nuevas solidaridades interestatales en forma, por ejemplo, de grandes federaciones, o bien una estructura verdaderamente global capaz de domesticar ese far west donde Estados sin freno y multinacionales voraces campan por sus respetos. No quiero ser portavoz de un optimismo blandengue y tibiamente “wilsoniano”. Pero no veo por qué un pesimismo disfrazado de realismo tenga que ser la última palabra. Creo que Kaplan debería refrenar en parte su ansiedad por adivinar el futuro. El riesgo de querer ser original a toda costa consiste en que uno tiende a generalizar precipitadamente. En que uno toma en cuenta sólo aquellos casos que justifican las propias hipótesis, apartando a un lado los que las contradicen. Pero basta con abrir el periódico para detectar que hay muchas fuerzas, algunas de ellas intensas, que nadan en contra de esa corriente pavorosa descrita por Kaplan.

jueves, 23 de abril de 2009

Afropesimistas. El desilusionado desilusionado: Robert D. Kaplan (IV)


Ante Kaplan se presentan lo que los juristas llamarían dos “casos difíciles”:
1.- Por no haber apoyado la Administración Carter a un gobierno poco respetuoso con los derechos humanos (el Derg durante los años de su consolidación), se permitió la creación en Etiopía de un régimen sovietizante que algún tiempo después condujo a la muerte a cientos de miles de personas. Por lo tanto, ¿hubiera sido mejor apoyar entonces al Derg, aunque estuviese masacrando a parte de su población, para impedir que años más tarde asesinara a una fracción aún mayor de ésta? En términos generales: ¿debía apoyar EEUU en tiempos de la Guerra Fría a regímenes dictatoriales cuando estos vacilaban entre incorporarse a una u otra “órbita”, con tal de permitir que en el futuro el sufrimiento de sus poblaciones fuera menor?
2.- Por volcarse la Administración Reagan en la ayuda humanitaria a Etiopía, se posibilitó que el régimen sangriento de Mengistu se fortaleciera. En efecto, se produjo una especie de división del trabajo entre EEUU y la URSS: los soviéticos facilitaban armas al Derg para masacrar a las guerrillas de las poblaciones díscolas, mientras que los americanos facilitaban los alimentos con los que pacificar a esas poblaciones una vez conquistadas. La amenaza del Derg era: “o te rindes o te mato de hambre”. Ahora bien, como el no-matar-de-hambre dependía enteramente de la ayuda estadounidense, ésta sirvió en realidad de arma contra tigrés o eritreos. Por lo tanto, ¿hubiera sido mejor suprimir la ayuda humanitaria para conseguir así que una población hambrienta y desesperada se alzara contra el Derg en una revuelta incontenible? En términos generales: ¿debía EEUU en tiempos de la Guerra Fría proporcionar ayuda humanitaria a regímenes totalitarios enclavados dentro de la órbita soviética?

Nos enfrentamos en ambos casos a una terrible aporía. Si actuamos “bien” (si no apoyamos a un régimen dictatorial, si damos de comer a los hambrientos) causaremos en el futuro un mal mayor (un régimen “enemigo” e indiferente a los derechos humanos de su población). Si actuamos “mal” (si apoyamos a un régimen dictatorial, si no damos de comer a los hambrientos), causaremos en el futuro un bien mayor (un régimen “amigo” y más respetuoso con los derechos humanos de su población). El debate gira, por expresarlo en términos muy abstractos, acerca de la dicotomía entre “ética deontológica vs. ética consecuencialista (en su modalidad utilitarista)” o, dicho en lenguaje weberiano, entre “ética de la convicción vs. ética de la responsabilidad”. No hay duda de hacia qué extremo de la disyuntiva se inclina Kaplan. En el cálculo utilitarista, parece claro que 10.000 muertos ahora por apoyar a un régimen dictatorial son algo mejor que 1.000.000 de muertos luego por haber entregado ese régimen a la órbita soviética; o –produce escalofríos pensarlo– que 1.000.000 de muertos ahora por no alimentar a los que sufren hambre son algo mejor que sucesivas oleadas de millones de muertos en el futuro por mantener a un gobierno que no hace nada por modificar las políticas que provocan tales hambrunas. Ahora bien, ¿se puede jugar de este modo con la vida y la muerte de seres humanos, es decir, de lo que en términos kantianos son “fines en sí mismos”?

John Rawls –entre otros muchos– diría: “no”. Para Rawls el cálculo utilitarista que me permite sacrificar momentos actuales (el “mal” que el dentista me causa) por momentos futuros (el “bien” de que no me duelan las muelas) no es exportable fuera del ámbito individual. En su formulación clásica expresada en Teoría de la Justicia: “Cada persona posee una inviolabilidad fundada en la justicia que incluso el bienestar de la sociedad como un todo no puede atropellar”. Es decir, no se puede infligir ningún mal a una persona (y qué peor mal que la muerte) para conseguir un mayor bien a un mayor número de personas en el futuro (que no mueran). Ahora bien, Kaplan habla de política internacional. En efecto, en tiempos de la Guerra Fría toda política nacional en el Tercer Mundo era política internacional, pues las dos Superpotencias andaban siempre de por medio. Ahora bien, a falta de un monopolizador de la violencia legítima, en política internacional vale todo: nos hallamos aquí frente al hobbesiano estado de naturaleza. Rawls puede anteponer la justicia al bien en la esfera nacional porque en los estados constitucionales el monopolizador de la violencia legítima está limitado en su actuación por una estructura básica de derechos individuales que –en palabras de Ronald Dworkin– deben ser “tomados en serio”. En la escena internacional no sucede lo mismo. Así pues, tal vez la única forma de ser moral en este ámbito sea alguna versión de la denostada teoría utilitarista que intercambia pequeñas desutilidades presentes por mayores utilidades futuras.

La pregunta es entonces: ¿hasta qué grado puede permitirse el sacrificio de un número “x” de personas en aras del beneficio de un número “y” (siendo “y > x”)? Y también: ¿hasta cuándo puede prolongarse dicho sacrificio? Y, sobre todo: ¿quién decide cuánto sacrificio es necesario? ¿quién hace cálculos de este modo con el dolor y el placer de otras personas? ¿Tal vez –en tiempos de la Guerra Fría– el Departamento de Estado de EEUU? Como realista, como participante en ese juego de estrategia que para un realista es la política internacional, Kaplan tiene un objetivo básico: que gane su equipo. Como ser humano, parece tener otro objetivo distinto: la mayor utilidad para el mayor número. Según él tales objetivos no pueden entrar en contradicción: que un país pertenezca a la órbita occidental (y no a la soviética) mejora sustancialmente la situación de los derechos humanos de su población. Pero puede existir un intervalo de tiempo en el que sí se contradigan: cuando se apoya a un gobierno tiránico que duda entre entrar en una órbita o en otra. En este caso el cálculo utilitarista aconseja apoyar al gobierno tiránico. Mi pregunta es: ¿hasta cuándo debe prolongarse ese intervalo en que apoyamos a un grupo de asesinos con la esperanza de que pase a ser finalmente de los nuestros? ¿Y si la situación se prolongara mucho tiempo? ¿Seguiríamos respaldando al mal gobierno amigo únicamente porque es amigo, y no porque respete más que otros los derechos humanos?

Y es que aunque para Kaplan la pertenencia de un país a la órbita occidental garantice un mayor respeto a los derechos humanos (y, por lo tanto, el interés táctico de conseguir que así sea guarde con el fin moral una especie de “armonía preestablecida”), nosotros albergamos ciertas dudas. A veces parece como si Kaplan valorase el interés táctico al margen de su “consecuencia” moral, como cuando denuesta a EEUU por condicionar su ayuda a Somalia al abandono previo del Ogaden, mientras que la URSS sí que sabe velar por sus intereses: “Era un ejemplo clásico de Occidente siendo demasiado civilizado para defender sus propios valores… Por más desesperadamente que los soviéticos pudieran pretender desertar de Somalia después de convertirla en una potencia de la región, por lo menos actuaban en apoyo de sus intereses” (p. 262). Aquí el ingrediente moral se ve como un elemento inarmónico: un freno o limitación a la búsqueda del interés nacional. Lo mismo que en este párrafo: “Imagínese la reacción del público si la administración Reagan se hubiera negado –con la finalidad de derrocar al régimen [el Derg]– a suministrar a Etiopía ayuda de emergencia. Dadas las limitaciones impuestas por nuestra moral, los occidentales hicimos casi todo lo que pudimos” (p. 279). O este otro, en el que la ética es vista como mera “ceremonia”: “La estrategia de Carter hacía hincapié en los derechos humanos y la diplomacia. El Kremlin lo interpretó como un signo de debilidad. Moscú invirtió más de mil millones de dólares en armas para apoderarse de un país al mismo tiempo que EEUU no hacía nada salvo andarse con ceremonias” (p. 265).

Y volviendo al presente: ¿qué pasa con Eritrea? En el Epílogo de 2002 Kaplan defiende a Afewerki, pese a su falta de respeto por los derechos humanos, en base al siguiente argumento táctico: “… siendo la lucha contra el terrorismo una estrategia prioritaria para EEUU, una Eritrea estable y disciplinada constituye la base idónea para proyectar la influencia americana y ayudar a Israel en una región cada vez más inestable.” (p. 308). La pregunta es: ¿y qué pasa mientras tanto con los derechos humanos? Recomiendo a este respecto la lectura del
artículo aparecido en el número 535 de la revista “Mundo Negro” acerca de la situación en Eritrea. Tras esa lectura uno teme que la “x” del dolor actual aumente tanto que no haya ninguna “y” futura capaz de compensarla.

lunes, 20 de abril de 2009

Afropesimistas. El desilusionado desilusionado: Robert D. Kaplan (III)


3.- Sovietización de Etiopía. Según Kaplan, durante el período comprendido entre 1974 –año en el que se produce el derrocamiento de Haile Selassie– y 1978–año que supuso el estrellato definitivo de Mengistu (tras las preceptivas purgas de todos sus competidores directos)– el gobierno del Derg erigió en Etiopía un régimen calcado al de la URSS. Para ello se sirvió de dos armas principales, extraídas ambas del sangriento arsenal de la historia soviética: la política de reasentamientos y la política de “aldeanización” (o villagization). Kaplan traza un paralelismo explícito entre la política soviética de deportación de diversas nacionalidades “díscolas” y la implantada por Mengistu contra la población que sustentaba al FPLT, con la idea –en macabra metáfora utilizada por un delegado del Partido de los Trabajadores de Etiopía– de “desecar” la zona de agua (campesinos) para acabar con los peces (los guerrilleros tigrés). Por su parte, la política soviética llevada a cabo en los años 30 contra el campesinado ucraniano se constituye en precedente directo de la política etíope contra los kulaks oromos del centro y del sur del país. Respecto a esta sovietización introduce Kaplan una idea que me parece muy sugestiva: la influencia soviética sólo es determinante cuando atraviesa un cierto umbral. EEUU cometió un grave error de cálculo al no percibir esto: pensó que, al igual que los soviéticos habían salido unos años antes de Sudán y de Egipto, lo mismo sucedería ahora en Etiopía. Sin embargo, el kremlin había aprendido ya la lección de que –en palabras de J.F. Revel– “ningún país puede ser dominado permanentemente a menos que se le dé un régimen comunista forjado en el molde estándar soviético”. Esta vez los invasores estaban preparados para quedarse.

4- Predominio de factores nacionalistas, étnicos o religiosos sobre los ideológicos. No hay que confundir, sin embargo, sovietización con predominio efectivo de la ideología comunista. Así, en el caso de Etiopía los tres principales bandos en lucha eran comunistas: la guerrilla tigré (FPLT), la guerrilla eritrea (FPLE) y el gobierno del Derg; lejos de servir ello de engrudo, dicha ideología se derrumbó estrepitosamente ante los sentimientos seculares de rivalidad étnica, generando una especie de remake de la antigua pugna entre los amharas y las otras etnias. En el caso somalí (en un país donde las diferencias étnicas apenas cuentan) fue el factor nacionalista el que anuló al ideológico: el famoso irredentismo de las cinco estrellas impulsó al por entonces sovietizado Siyad Barreh a emprender una guerra contra la también sovietizada Etiopía por un trozo del desierto del Ogaden; la ideología tampoco sirvió aquí de freno al dominio de unos factores emocionalmente más apremiantes. En el caso del Sudán, por último, es el factor religioso el que alimenta una guerra de décadas entre musulmanes del norte y cristianos y paganos del sur.

5.- Desatención de los gobiernos africanos hacia sus poblaciones. En el caso etíope, ya hemos visto cómo el factor étnico divide a los “súbditos” (que no “ciudadanos”) entre elementos a tomar en cuenta y elementos prescindibles (y eliminables). En el caso sudanés señala Kaplan la presencia de un fenómeno más general: el desinterés que muestran en África los dirigentes citadinos hacia la mayoritaria población campesina. Los dirigentes gobiernan para contentar a aquellos que pueden arrebatarle el poder (las capas medias y educadas de las ciudades) y se desinteresan de aquellos que no pueden protestar, es decir, de las masas de campesinos ignorantes y empobrecidos. Como el hambre se ceba sobre estos últimos, es a los extranjeros a quienes corresponde ocuparse de ese problema. Así, el máximo responsable del CAD, órgano etíope encargado de canalizar la ayuda internacional, “presentaba una desconcertante ecuación moral entre los gobiernos ricos de Occidente y los pobres de solemnidad de su propio país. Era una fórmula que, en ocasiones, parecía eximir al gobierno etíope de cualquier obligación” (p. 59). Pero no sólo al gobierno: los propios etíopes de clase media muestran escasa solidaridad hacia sus hermanos campesinos. Es significativa a este respecto la anécdota con que se abre el capítulo 5: “Cuando un cooperante británico en Jartum dijo a una mujer sudanesa de clase media que millones de sudaneses se encontraban al borde de la muerte debido a una hambruna en el extremo oeste del país, ella exclamó: ¡Dios mío, estos jawayas [extranjeros blancos] van a tener que enfrentarse a una crisis! (p. 275)”. Kaplan escribe: “… a partir de las entrevistas que realicé en otoño de 1985 y primavera de 1986, comprendí claramente que la crisis no remordía la conciencia a muchos africanos que no pasaban hambre” (p. 276). A este respecto cabe recordar cuál ha sido la vendetta del actual presidente sudanés al-Bashir tras la condena dictada contra él por el Tribunal Penal Internacional: expulsar a los cooperantes extranjeros que mantienen con vida a gran parte de su población. Está claro que ese no es asunto suyo.

6.- Inviabilidad de la democracia en África. Ante las referidas “fracturas” económicas, religiosas y étnicas que asolan a las sociedades africanas, Kaplan deja entrever que la democracia en el continente no es posible (ni, tal vez, deseable). De ahí su preferencia por gobiernos duros, pero amigos de EEUU, a los que de algún modo pueda presionarse para que alivien las condiciones de vida de sus poblaciones. Así, el Sudan de al-Numeyri: “… durante por lo menos doce de los dieciséis años que Yaffar al-Numeyri se mantuvo en el poder fue, a juzgar por el pésimo nivel del continente, uno de sus mejores gobernantes… el estilo dictatorial de Numeyri fue generalmente benigno” (p. 221). Y ello se debió, por supuesto, al apoyo norteamericano. Tras el derrocamiento de Numeyri y la consiguiente pérdida de influencia de EEUU (eclipsada temporalmente por la hegemonía libia), la situación de los derechos humanos en Sudán (especialmente el derecho a no pasar hambre en la región de Darfur) empeoró visiblemente. Otro caso es el de la población tigré que –lejos de toda veleidad por la democracia formal– votó “con los pies” cuando decidió retornar desde el exilio sudanés a la zona controlada por el FPLT: “se me antojó que esta repatriación revelaba mucho más sobre las preferencias políticas de un pueblo que todas las elecciones amañadas y semiamañadas que se celebran continuamente en África” (p. 156). Pero el caso favorito de Kaplan es el del presidente eritreo Isaías Afewerki, por quien experimenta una indisimulada atracción. Son constantes sus elogios al FPLE durante todo el libro. Pero una vez alcanzada Eritrea su independencia, y cuando el espejismo podría haberse ya disipado, Kaplan lo sigue manteniendo. Así lo muestra en el Epílogo escrito en 2002, en donde hace suyas las palabras de Afewerki de que “nadie en África ha logrado copiar un sistema político occidental, que Occidente tardó cientos de años en desarrollar. En toda África hay violencia política o criminal. En consecuencia, tendremos que controlar la fundación de partidos políticos para que no se conviertan en medios de división religiosa y étnica” (p. 306). Este apoyo de Kaplan a gobiernos que, aunque dictatoriales, se sitúan en el “bando correcto”, me lleva a realizar una serie de reflexiones cuyo completo despliegue necesita de otro post.

jueves, 16 de abril de 2009

Afropesimistas. El desilusionado desilusionado: Robert D. Kaplan


En Rendición o hambre Kaplan analiza la situación político-económica del Cuerno de África durante el período comprendido entre 1984 y 1987. No obstante, cuando la ocasión lo requiere, realiza detallados flashback que permiten considerar la cuestión tratada desde un punto de vista más comprehensivo. El libro alterna planos cortos, en los que recorremos, por ejemplo, la clínica subterránea montada por la guerrilla eritrea en Port Sudan hasta otros planos largos en los que las distintas unidades (no necesariamente estatales) que integran el Cuerno de África se nos aparecen como las piezas de un juego de estrategia. La primera persona se integra en la tercera de un modo que al novelista Theroux, con su quisquilloso ego siempre a cuestas, le estaría vedado. El libro se divide en cinco capítulos. Los tres primeros se centran preferentemente en Etiopía; los dos últimos en Sudán. Un Epílogo, escrito en 2002, retorna a la Eritrea ya independiente, y contiene fragmentos de una entrevista realizada a Isaías Afewerki donde éste se manifiesta sobre el futuro del país.


Se trata de un libro fuertemente marcado por el momento histórico en el que fue escrito: los últimos años de la Guerra Fría (no parece que el autor intuya en ningún momento lo que supuso la figura de Gorbachov: la URSS a la que se refiere es –a todos los efectos– la misma sangrienta dictadura de los años 30). En cada una de las páginas, y por detrás de los actores secundarios que van desfilando por ellas, vemos siempre las siluetas de las dos superpotencias, moviendo los hilos de la escena internacional como infatigables titiriteros. No tiene Kaplan ninguna duda sobre cuál de ellas ganó la partida en este lance. Ni tampoco del motivo de su victoria: la política “idealista” de la Administración Carter, que antepuso consideraciones morales (no alentar a un gobierno, el del Derg, que trituraba los derechos humanos) a razones de estado (ganar un aliado), permitiendo así que la URSS se hiciera con el control de Etiopía a cambio de la triste migaja de una alianza con Somalia. Kaplan se mueve dentro de una óptica abiertamente utilitarista en la que, digamos, 10.000 muertos de hoy compensan el ahorro de 100.000 muertos de mañana (“Un millón de etíopes ya han muerto como consecuencia del hambre y la colectivización forzosa, lo cual no habría ocurrido si la Unión Soviética no se hubiera implantado en Etiopía hasta el punto que el Departamento de Estado de Carter estuvo dispuesto a aceptar”, p. 249).


No ofreceré aquí un relato exhaustivo de la trama general del libro, sino que –sin ánimo de ser sistemático– presentaré en este post y en el próximo algunos de sus argumentos principales:


1.- El poder inmenso del Cuarto Poder. Para Kaplan no existe ninguna duda acerca de la importancia de los medios de comunicación de masas en la conformación de la opinión pública y, por lo tanto –en lo que respecta a los países democráticos–, en la actuación misma de los gobiernos. Parece como si hubiesen sido los intereses de las grandes agencias de comunicación los que hubieran marcado la agenda exterior de EEUU en su actuación en el Cuerno de África durante estos años. Así, el cambio de rumbo en la política de Reagan en Etiopía se explica porque “la noticia [de la hambruna] estaba quedando obsoleta. El factor de novedad había desaparecido. Llegaban en tropel otras personas y otros acontecimientos que competían por la solidaridad y la comprensión de la audiencia televisiva estadounidense” (p. 30). Otro ejemplo: la falta de relevancia de la política etíope para EEUU se explica en parte por la escasa fotogenia de Mengistu: un “burócrata sin rostro” al que “la inmensa mayoría del pueblo estadounidense ni siquiera reconocería” (p. 35).


2.- Una imagen vale menos que mil palabras. Es el tema clave del primer capítulo del libro: las imágenes de la hambruna captadas por las cámaras de televisión falsearon la realidad. Silenciaron la “dimensión interna” de tal desastre: “el hambre como una consecuencia manipulada de la guerra y de los conflictos étnicos” (p. 29), presentándolo como una especie de fenómeno natural causado por la sequía. En el Prefacio a la edición original el autor se expresa aún con mayor claridad: “El hambre en el Cuerno de África es un aspecto y una herramienta del conflicto étnico que enfrenta a los amharas etíopes de las tierras altas del centro con los eritreos y los tigrés del norte” (p. 9). Al final, la falsedad de la imagen contamina a los medios de comunicación escritos: “Incluso los periódicos, que deberían haber sido los que adoptaran una orientación menos visual, se obsesionaron con el drama de la inanición masiva, mientras que el contexto histórico y político al que ésta pertenecía quedaba en gran parte inexplorado” (p. 79). Considero pertinente a este respecto una lectura del libro de Giovanni Sartori Homo Videns: la sociedad teledirigida (Taurus, 1998) en donde se abordan de un modo más reflexivo las consecuencias perversas que, para el razonamiento abstracto, trae consigo esta creciente sustitución del concepto por la imagen, propiciada por los medios de comunicación.

jueves, 9 de abril de 2009

Afropesimistas. El desilusionado desilusionado: Robert D. Kaplan (I)


Kaplan es un realista político, es decir, una persona por principio desilusionada. Un realista político contempla la política como un mero choque de fuerzas. Sus análisis tratan de cuestiones como: qué fuerza predomina en este momento, cómo coaligar fuerzas en apariencia dispares, de qué modo fortalecer una fuerza ahora debilitada… Considera la política como una guerra en la que sólo importa una cosa: quién gana, quién pierde. Como Kaplan pertenece a un bando concreto, el de la “democracia liberal”, desea que sean sus fuerzas las que se alcen con la victoria. Pero en ningún momento se deja llevar a engaño. Los realistas odian el wishful thinking: estudian los aciertos y desaciertos dentro de sus filas con la misma impasibilidad que los de las filas contrarias. Se consideran a sí mismos objetivos y veraces, y no les importa si pasan por cínicos. Cuentan las cosas como son, es decir, como ellos las ven. No problematizan la relación entre lo que perciben y lo que verdaderamente pasa “ahí afuera”. Los epistemólogos calificarían su postura de “realismo ingenuo”.

Lo contrario de un realista político es un idealista político. Para éste existen una serie de ideales que los participantes en el juego político –“juego”, que no guerra: los perdedores nunca son pasados a cuchillo– utilizan para modelar las instituciones. No es posible analizar las “jugadas” de los contendientes sin evaluar el grado en el que, con cada una de ellas, realizan (o dejan de realizar) un determinado valor. El poder no es un fin en sí mismo, sino un instrumento para transmutar hechos en valores. De nada sirve ganar por goleada si no se altera la realidad en el sentido deseado. Dicho de otro modo: para un idealista político no es posible emplear medios moralmente reprobables para alcanzar fines moralmente valiosos. Existe una constante retroalimentación entre medios y fines, de modo que estos sólo pueden obtenerse si, de algún modo, están ya presentes en los medios utilizados. Para el realista, sin embargo, los fines son exógenos a los medios: los valores constituyen una especie de residuo teológico que –de ser tomado demasiado en serio en la lucha política cotidiana– entorpece los movimientos de los contendientes, como si los soldados de un ejército se vieran obligados a luchar a la pata coja. Para Kaplan, por ejemplo, la política excesivamente idealista de la Administración Carter en el Cuerno de África a finales de los 70 fue tan nefasta porque estuvo “basada y limitada por preceptos morales que los gobernantes soviéticos y africanos sólo predicaban”.

Yo creo (y en esto no estoy solo) que la relación entre medios y fines, entre la “torva” realidad y los ideales, es algo más compleja. Al igual que en la ciencia hemos descubierto que el ojo no se enfrenta directamente a las cosas, sino que la mirada está siempre cargada de teoría, creo que postular en el análisis político una especie de adanismo axiológico resulta erróneo. Pues, al final, los valores se cuelan siempre de rondón. En el caso de los realistas: una especie de culto nietzscheano a la "voluntad de poder". Lo único que diferenciaría entonces a un Kissinger de un Gromiko sería el hecho puramente azaroso de que ambos luchan en bandos contrarios.

Comentaremos aquí dos textos de Kaplan.

1.- En su libro Rendición o hambre. Viajes por Etiopía, Sudán, Somalia y Eritrea, de 1988 (publicado en España por Ediciones B), Kaplan realiza un análisis minucioso de la situación política que atravesaban los países que forman el Cuerno de África durante los últimos años de la Guerra Fría. Aquí el escenario es diáfano, así como las “reglas” de la guerra. Se enfrentan dos grandes ejércitos: el estadounidense y el soviético. Cada uno de ellos mueve sus batallones: somalíes, Derg, EPLE (guerrilla eritrea), EPLT (guerrilla tigré), gobierno sudanés, EPLS (guerrilla sudanesa), y algunos más. A la altura en la que el libro está escrito, 1987, el bando estadounidense pierde claramente la contienda, debido en parte a las trabas que ellos mismos se imponen por el uso de ideales como "democracia" y "derechos humanos". El bando soviético, por su parte, se concentra únicamente en hacer la guerra, utilizando para ello una táctica irresistible empleada ya en la Ucrania de los años 30: la muerte por inanición.

2.- El segundo texto que vamos a comentar, “La anarquía que viene”, es un trabajo de 1994 recogido en el libro de igual título del año 2000 (publicado en España también por Ediciones B). La situación ha cambiado por completo desde 1987 (caída del muro de Berlín, desintegración de la URSS…) pero para un realista político como Kaplan la misión es la misma que antes: describirla. Lo que pasa es que a la altura de 1994 resulta todo mucho más difícil; el escenario cambia a cada instante y los bandos apenas se dejan definir: se forman coaliciones inestables entre soldados de un mismo ejército (que se vuelven unos contra otros) o de ejércitos contrarios (que, de pronto, dejan de serlo), saltan al campo de batalla nuevos y extraños combatientes (por ejemplo, jóvenes drogados que llevan camisetas de Rambo), las tropas siguen en su lucha tácticas extravagantes (algunos recurren a la brujería), realmente no sabe uno a quién dispara, ni cuánto tiempo tendrá que seguir haciéndolo, ni por qué… La previsibilidad de la Guerra Fría ha sido reemplazada por esa anarquía que se menciona en el título. Parece como si la “gramática” misma de la política (es decir, de la guerra) estuviese mutando delante de nuestros ojos.

Ambos textos contienen, en mi opinión, ideas valiosísimas, fijan la atención en lugares donde a muchos nunca se nos hubiera ocurrido mirar, aportan testimonios “de primera mano”… Lo único que no me satisface en ellos es su irrealista pretensión de que lo que allí se narra es toda la realidad. Los realistas políticos se encuentran tan sujetos a sus propios prejuicios –en forma de valores no tematizados– como aquellos que no lo son. El que crean firmemente lo contrario es lo que los torna tan peligrosos.

lunes, 6 de abril de 2009

Fuga de cerebros (y II)


De un modo inesperado es Michel Walzer, el célebre pensador social estadounidense, quien acude en nuestra ayuda a la hora de ofrecer un criterio externo con el que resolver el dilema planteado en el último post. Citemos sus palabras: “Rousseau formula unas indicaciones en las que explica cómo poder rescindir el contrato social con una comunidad cuando uno quiera, excepto en el caso de que la comunidad se encuentre en apuros. En ese momento no la puedes abandonar, tienes que ayudarla a salir adelante antes de poder marcharte..” (la cita está extraída de la entrevista incluida en la recopilación de trabajos del autor editada en España por Paidós en 2001 bajo el título Guerra, política y moral; la cursiva es nuestra). Las palabras de Walzer no se refieren en concreto al caso africano, sino que se enmarcan en la polémica general sostenida en los años 80 y 90 entre liberalismo y comunitarismo.

¿Consigue Walzer su propósito? ¿Nos brinda un criterio de demarcación que nos permita decidir si la “fuga” del médico malawiano está moralmente justificada (y, por lo tanto, si se trata realmente de una fuga)? Pienso que no. El criterio sería: “no abandones tu comunidad de origen mientras ésta se encuentre en apuros”. Por lo tanto: “hasta cierto nivel de pobreza, si te ves tentado a abandonar tu comunidad, considera únicamente aquellos criterios relativos al bien común; a partir de cierto nivel de prosperidad, en cambio, podrás hacer valer el punto de vista de tu propio interés”. La cuestión que ahora se presenta es: ¿quién fija –y cómo lo hace– ese nivel de “progreso” a partir del cual al miembro de una comunidad le es permitido optar por una vía o por otra? Está claro que ninguna instancia lo establece, y que –de existir dicha instancia– sus criterios serían altamente discutibles. Por lo tanto, carecemos de cualquier mecanismo externo capaz de resolver el dilema: corresponde a cada africano –en el ámbito de su conciencia individual– tomar la decisión por sí mismo. De nuevo nos hallamos en el punto de partida.

Si el africano debe permanecer atado a su comunidad mientras ésta se encuentre “en apuros”, parece que el mejor modo de “desatarse” de ella sería contribuir a que el nivel de la comunidad se eleve. Pero para ello tiene que quedarse en ella, que es justamente lo que –desde la óptica del propio interés– no desea. La vida es corta, y no es probable que la situación del continente vaya a solucionarse de la noche a la mañana. Parece, pues, que el dilema es irresoluble: para “liberarse” de su comunidad, el africano moralmente responsable y profesionalmente capacitado debe permanecer en ella. Pero si permanece en ella, no se libera. Si, a pesar de todo, se libera, es decir, se “fuga” al extranjero, entonces le aplasta la mala conciencia y debe recurrir a un lenitivo –la negrología– que no soluciona nada; es más, que le segrega aún más de su comunidad de adopción sin aproximarle ni un ápice a la comunidad de origen.

No creo que exista ninguna solución universalizable para este dilema: cada africano decidirá, conjugando una serie de factores tanto individuales como colectivos (que en cada caso presentará una configuración diferente), qué es lo que debe hacer por su futuro y por el de su país. Como sucede con la propia muerte, a la hora de tomar una decisión moral importante nos encontramos completamente solos: ningún mecanismo externo nos ayuda a pasar al otro lado. Lo único que me cabe decir es que, antes que aportar respuestas inútiles para lidiar con un dilema insoluble, lo que habría que hacer es trabajar para que dicho dilema ni siquiera tenga que plantearse. Para ello, tal y como se deduce del
interesante reportaje publicado en El País el 25/10/2007, sería necesario trabajar en una doble dirección:

a) Por un lado, para acortar la distancia –en los países de origen– entre interés propio y bien común, mejorando –como dice Rupa Chanda, en Bangalore– “las condiciones para que [los nuevos investigadores] tengan calidad de vida”. Se trataría, a lo Adam Smith, de crear un hábitat en el que estos cerebros, al perseguir su propio beneficio, contribuyan al mismo tiempo al desarrollo de sus países.

b) Por otro lado, y en tanto esa distancia aún permanezca, para cerrar el paso –en los países de acogida– a esas fugas de cerebros o, al menos, para no favorecerlas. Se trataría de evitar la expedición de "tarjetas azules" y demás políticas de “doble velocidad” que provocan la sangría de talentos en aquellos países que más los necesitan.

Mientras estas políticas dejan sentir sus efectos, no deberíamos ser tan duros como lo es Theroux cuando –enfurecido por esas escuelas que se caen a pedazos– denigra de los africanos cualificados que abandonan su terruño en busca de mejores condiciones laborales. Más concretamente: no deberíamos sentirnos tentados a comparar su conducta con las de esos adustos tatarabuelos nuestros que sacrificaron sus vidas –unas existencias marcadas por el trabajo y el ahorro– para que sus descendientes (nosotros) gozáramos de unas condiciones mucho más cómodas que las que ellos mismos padecieron. Los sujetos que habitaban esa Europa que comenzaba a despegar del feudalismo no tenían ante sí el dilema que al africano de hoy se le presenta. Nuestros tatarabuelos permanecieron en su país y dejaron allí los frutos de su trabajo (en vez de emigrar) no porque así lo decidieran libremente sino porque no tenían otra opción. ¡Sencillamente no había otro lugar a donde ir! Ese margen de libertad para elegir del que dispone hoy el africano no estaba al alcance de nuestros antepasados. De ahí la imposibilidad de establecer comparaciones entre ambos.

viernes, 3 de abril de 2009

Fuga de cerebros (I)


Esta cuestión –la de la fuga de cerebros o “brain drain”– aparece tratada en los dos últimos libros aquí comentados, si bien en cada uno de ellos recibe un enfoque diferente.

Para Theroux constituye, sin más, un motivo de “cabreo”. Su actitud –expresada de un modo recurrente y en un tono cada vez más encendido a medida que avanzan las páginas del libro– podría resumirse así: “Pero ¿serán unos sinvergüenzas y unos aprovechados estos tíos? ¡Venga a pedirnos que les saquemos las castañas del fuego y, cuando llega el momento de arrimar ellos el hombro, van y se largan al extranjero a vivir la buena vida! ¿Y tienes la caradura de pedirme que venga mi hijo a enseñar a esta escuela de mala muerte cuando el tuyo se está forrando en una lujosa consulta de Londres? ¡Anda y que te den! ¡Serás capullo…!”.

Creo que Theroux confunde dos experiencias vitales radicalmente distintas. Por un lado, la suya propia: cuando –en plena juventud y lleno de un idealismo tan pujante como un brote de acné– llega a Malawi como miembro del “Cuerpo de Paz”. La idea es la de ayudar durante una temporadita a los más desfavorecidos, acumular una experiencia valiosa desde un punto de vista tanto humano como literario, almacenarla, metabolizarla y utilizarla como si fuera una especie de tejido conjuntivo con el que ir construyendo la propia biografía. Es cierto que las condiciones allí no son buenas (ese calor, esos mosquitos), pero como “experiencia” hasta las vivencias más desagradables resultan de enorme utilidad. Comparemos esta situación con la del médico malawiano enfrentado a la perspectiva de un futuro siempre igual: un sueldo misérrimo (y eso los meses en que cobra), escasísimos medios materiales a su alcance, exigua consideración social, y una clínica que poco a poco se le va cayendo a pedazos. ¿Nos sorprendería mucho si ese médico deseara ejercer en el extranjero? A mí no, aunque a Theroux parece que sí. ¿Qué haría el propio Theroux si lo que vive como una “enriquecedora experiencia” se transformara en un “destino irrevocable”?

Con un tono menos estridente, Stephen Smith aborda al profesional africano cuando ya se encuentra fuera, estudiando por ejemplo una radiografía en su lujosa-consulta-londinense. Observémoslo más de cerca. Se ha marchado de su país porque su situación era allí insostenible pero, al llegar al extranjero, no puede dejar de percibir a su alrededor una atmósfera de suave y sutil xenofobia. No se trata de un racismo abierto, no, sino de un sentimiento mucho más difuso que se enmascara tras pequeños gestos: ese escalofrío del paciente cuando lo toca con sus dedos negros, esa mirada “positivamente comprensiva” del colega durante las “VI Jornadas de Cardiología Clinica”, esa risita de conejo del tendero cuando le tiende las zanahorias… Estos pequeños gestos, reiterados día tras día, van ensombreciendo su ánimo, al tiempo que le causan un malestar que se suma al que ya le produce su mala conciencia por haber abandonado a los suyos allá en el lejano Malawi (el esporádico envío de remesas no alivia demasiado).

Entonces, según Smith, acude en su rescate el séptimo de caballería, es decir, de nuevo la negrología. Con ayuda de este ideario el joven médico obtiene un doble triunfo. Por un lado, encuentra la coartada perfecta para justificar su “fuga”: y es que los blancos han esquilmado durante años las riquezas de su país, el mercado laboral se encuentra fuertemente sesgado por efecto de la globalización, no le ha quedado otra salida que hacer las maletas y emigrar a Europa. Por otro lado, frente a la enrarecida atmósfera de blanda xenofobia que impregna su país de acogida, la negrología restañe sus sentimientos heridos mediante una vigorosa apelación a la verdadera “esencia africana”, a sus virtudes imperecederas, al orgullo de ser negro.

Lo que aquí se ventila, en realidad, es un problema de orden moral. Hay en liza dos puntos de vista: el puramente economicista, según el cual el africano –como todo homo economicus que se precie– hace muy bien en largarse allí donde el mercado globalizado le ofrece mayores oportunidades. Y el punto de vista ético, según el cual el africano traiciona a su pueblo si no reinvierte en él sus conocimientos. Theroux no contempla este dilema entre propio interés y bien común. O tal vez sí lo ve, pero en ese caso lo somete a un doble rasero: por lo que a él respecta, no hay duda de que el ejercicio de la profesión debe responder al incentivo del propio interés (en caso contrario, no se explica uno cómo no ha permanecido en África ayudando a los necesitados, en lugar de convertirse en un afamado novelista agobiado por los faxes); ahora bien, en lo que se refiere a los africanos, Theroux sostiene que ellos sí han de sacrificar sus vidas (sus únicas vidas, tan personales e intransferibles –aunque no tan célebres– como la del escritor Theroux) en aras del bien común. Smith, por su parte, sí se plantea el dilema. De hecho, la necesidad que, según él, tiene el inmigrante africano de recurrir a la negrología para protegerse de su mala conciencia implica que, en efecto, tiene mala conciencia; es decir, que se encuentra moralmente desgarrado entre la llamada del bien común y la del propio interés.

¿Es posible encontrar alguna solución a este dilema? Como en las viejas novelas decimonónicas, dejo a mi improbable lector flotando en un mar de dudas hasta el próximo post.