Páginas

viernes, 3 de abril de 2009

Fuga de cerebros (I)


Esta cuestión –la de la fuga de cerebros o “brain drain”– aparece tratada en los dos últimos libros aquí comentados, si bien en cada uno de ellos recibe un enfoque diferente.

Para Theroux constituye, sin más, un motivo de “cabreo”. Su actitud –expresada de un modo recurrente y en un tono cada vez más encendido a medida que avanzan las páginas del libro– podría resumirse así: “Pero ¿serán unos sinvergüenzas y unos aprovechados estos tíos? ¡Venga a pedirnos que les saquemos las castañas del fuego y, cuando llega el momento de arrimar ellos el hombro, van y se largan al extranjero a vivir la buena vida! ¿Y tienes la caradura de pedirme que venga mi hijo a enseñar a esta escuela de mala muerte cuando el tuyo se está forrando en una lujosa consulta de Londres? ¡Anda y que te den! ¡Serás capullo…!”.

Creo que Theroux confunde dos experiencias vitales radicalmente distintas. Por un lado, la suya propia: cuando –en plena juventud y lleno de un idealismo tan pujante como un brote de acné– llega a Malawi como miembro del “Cuerpo de Paz”. La idea es la de ayudar durante una temporadita a los más desfavorecidos, acumular una experiencia valiosa desde un punto de vista tanto humano como literario, almacenarla, metabolizarla y utilizarla como si fuera una especie de tejido conjuntivo con el que ir construyendo la propia biografía. Es cierto que las condiciones allí no son buenas (ese calor, esos mosquitos), pero como “experiencia” hasta las vivencias más desagradables resultan de enorme utilidad. Comparemos esta situación con la del médico malawiano enfrentado a la perspectiva de un futuro siempre igual: un sueldo misérrimo (y eso los meses en que cobra), escasísimos medios materiales a su alcance, exigua consideración social, y una clínica que poco a poco se le va cayendo a pedazos. ¿Nos sorprendería mucho si ese médico deseara ejercer en el extranjero? A mí no, aunque a Theroux parece que sí. ¿Qué haría el propio Theroux si lo que vive como una “enriquecedora experiencia” se transformara en un “destino irrevocable”?

Con un tono menos estridente, Stephen Smith aborda al profesional africano cuando ya se encuentra fuera, estudiando por ejemplo una radiografía en su lujosa-consulta-londinense. Observémoslo más de cerca. Se ha marchado de su país porque su situación era allí insostenible pero, al llegar al extranjero, no puede dejar de percibir a su alrededor una atmósfera de suave y sutil xenofobia. No se trata de un racismo abierto, no, sino de un sentimiento mucho más difuso que se enmascara tras pequeños gestos: ese escalofrío del paciente cuando lo toca con sus dedos negros, esa mirada “positivamente comprensiva” del colega durante las “VI Jornadas de Cardiología Clinica”, esa risita de conejo del tendero cuando le tiende las zanahorias… Estos pequeños gestos, reiterados día tras día, van ensombreciendo su ánimo, al tiempo que le causan un malestar que se suma al que ya le produce su mala conciencia por haber abandonado a los suyos allá en el lejano Malawi (el esporádico envío de remesas no alivia demasiado).

Entonces, según Smith, acude en su rescate el séptimo de caballería, es decir, de nuevo la negrología. Con ayuda de este ideario el joven médico obtiene un doble triunfo. Por un lado, encuentra la coartada perfecta para justificar su “fuga”: y es que los blancos han esquilmado durante años las riquezas de su país, el mercado laboral se encuentra fuertemente sesgado por efecto de la globalización, no le ha quedado otra salida que hacer las maletas y emigrar a Europa. Por otro lado, frente a la enrarecida atmósfera de blanda xenofobia que impregna su país de acogida, la negrología restañe sus sentimientos heridos mediante una vigorosa apelación a la verdadera “esencia africana”, a sus virtudes imperecederas, al orgullo de ser negro.

Lo que aquí se ventila, en realidad, es un problema de orden moral. Hay en liza dos puntos de vista: el puramente economicista, según el cual el africano –como todo homo economicus que se precie– hace muy bien en largarse allí donde el mercado globalizado le ofrece mayores oportunidades. Y el punto de vista ético, según el cual el africano traiciona a su pueblo si no reinvierte en él sus conocimientos. Theroux no contempla este dilema entre propio interés y bien común. O tal vez sí lo ve, pero en ese caso lo somete a un doble rasero: por lo que a él respecta, no hay duda de que el ejercicio de la profesión debe responder al incentivo del propio interés (en caso contrario, no se explica uno cómo no ha permanecido en África ayudando a los necesitados, en lugar de convertirse en un afamado novelista agobiado por los faxes); ahora bien, en lo que se refiere a los africanos, Theroux sostiene que ellos sí han de sacrificar sus vidas (sus únicas vidas, tan personales e intransferibles –aunque no tan célebres– como la del escritor Theroux) en aras del bien común. Smith, por su parte, sí se plantea el dilema. De hecho, la necesidad que, según él, tiene el inmigrante africano de recurrir a la negrología para protegerse de su mala conciencia implica que, en efecto, tiene mala conciencia; es decir, que se encuentra moralmente desgarrado entre la llamada del bien común y la del propio interés.

¿Es posible encontrar alguna solución a este dilema? Como en las viejas novelas decimonónicas, dejo a mi improbable lector flotando en un mar de dudas hasta el próximo post.


No hay comentarios:

Publicar un comentario