Kaplan es un realista político, es decir, una persona por principio desilusionada. Un realista político contempla la política como un mero choque de fuerzas. Sus análisis tratan de cuestiones como: qué fuerza predomina en este momento, cómo coaligar fuerzas en apariencia dispares, de qué modo fortalecer una fuerza ahora debilitada… Considera la política como una guerra en la que sólo importa una cosa: quién gana, quién pierde. Como Kaplan pertenece a un bando concreto, el de la “democracia liberal”, desea que sean sus fuerzas las que se alcen con la victoria. Pero en ningún momento se deja llevar a engaño. Los realistas odian el wishful thinking: estudian los aciertos y desaciertos dentro de sus filas con la misma impasibilidad que los de las filas contrarias. Se consideran a sí mismos objetivos y veraces, y no les importa si pasan por cínicos. Cuentan las cosas como son, es decir, como ellos las ven. No problematizan la relación entre lo que perciben y lo que verdaderamente pasa “ahí afuera”. Los epistemólogos calificarían su postura de “realismo ingenuo”.
Lo contrario de un realista político es un idealista político. Para éste existen una serie de ideales que los participantes en el juego político –“juego”, que no guerra: los perdedores nunca son pasados a cuchillo– utilizan para modelar las instituciones. No es posible analizar las “jugadas” de los contendientes sin evaluar el grado en el que, con cada una de ellas, realizan (o dejan de realizar) un determinado valor. El poder no es un fin en sí mismo, sino un instrumento para transmutar hechos en valores. De nada sirve ganar por goleada si no se altera la realidad en el sentido deseado. Dicho de otro modo: para un idealista político no es posible emplear medios moralmente reprobables para alcanzar fines moralmente valiosos. Existe una constante retroalimentación entre medios y fines, de modo que estos sólo pueden obtenerse si, de algún modo, están ya presentes en los medios utilizados. Para el realista, sin embargo, los fines son exógenos a los medios: los valores constituyen una especie de residuo teológico que –de ser tomado demasiado en serio en la lucha política cotidiana– entorpece los movimientos de los contendientes, como si los soldados de un ejército se vieran obligados a luchar a la pata coja. Para Kaplan, por ejemplo, la política excesivamente idealista de la Administración Carter en el Cuerno de África a finales de los 70 fue tan nefasta porque estuvo “basada y limitada por preceptos morales que los gobernantes soviéticos y africanos sólo predicaban”.
Yo creo (y en esto no estoy solo) que la relación entre medios y fines, entre la “torva” realidad y los ideales, es algo más compleja. Al igual que en la ciencia hemos descubierto que el ojo no se enfrenta directamente a las cosas, sino que la mirada está siempre cargada de teoría, creo que postular en el análisis político una especie de adanismo axiológico resulta erróneo. Pues, al final, los valores se cuelan siempre de rondón. En el caso de los realistas: una especie de culto nietzscheano a la "voluntad de poder". Lo único que diferenciaría entonces a un Kissinger de un Gromiko sería el hecho puramente azaroso de que ambos luchan en bandos contrarios.
Comentaremos aquí dos textos de Kaplan.
1.- En su libro Rendición o hambre. Viajes por Etiopía, Sudán, Somalia y Eritrea, de 1988 (publicado en España por Ediciones B), Kaplan realiza un análisis minucioso de la situación política que atravesaban los países que forman el Cuerno de África durante los últimos años de la Guerra Fría. Aquí el escenario es diáfano, así como las “reglas” de la guerra. Se enfrentan dos grandes ejércitos: el estadounidense y el soviético. Cada uno de ellos mueve sus batallones: somalíes, Derg, EPLE (guerrilla eritrea), EPLT (guerrilla tigré), gobierno sudanés, EPLS (guerrilla sudanesa), y algunos más. A la altura en la que el libro está escrito, 1987, el bando estadounidense pierde claramente la contienda, debido en parte a las trabas que ellos mismos se imponen por el uso de ideales como "democracia" y "derechos humanos". El bando soviético, por su parte, se concentra únicamente en hacer la guerra, utilizando para ello una táctica irresistible empleada ya en la Ucrania de los años 30: la muerte por inanición.
2.- El segundo texto que vamos a comentar, “La anarquía que viene”, es un trabajo de 1994 recogido en el libro de igual título del año 2000 (publicado en España también por Ediciones B). La situación ha cambiado por completo desde 1987 (caída del muro de Berlín, desintegración de la URSS…) pero para un realista político como Kaplan la misión es la misma que antes: describirla. Lo que pasa es que a la altura de 1994 resulta todo mucho más difícil; el escenario cambia a cada instante y los bandos apenas se dejan definir: se forman coaliciones inestables entre soldados de un mismo ejército (que se vuelven unos contra otros) o de ejércitos contrarios (que, de pronto, dejan de serlo), saltan al campo de batalla nuevos y extraños combatientes (por ejemplo, jóvenes drogados que llevan camisetas de Rambo), las tropas siguen en su lucha tácticas extravagantes (algunos recurren a la brujería), realmente no sabe uno a quién dispara, ni cuánto tiempo tendrá que seguir haciéndolo, ni por qué… La previsibilidad de la Guerra Fría ha sido reemplazada por esa anarquía que se menciona en el título. Parece como si la “gramática” misma de la política (es decir, de la guerra) estuviese mutando delante de nuestros ojos.
Ambos textos contienen, en mi opinión, ideas valiosísimas, fijan la atención en lugares donde a muchos nunca se nos hubiera ocurrido mirar, aportan testimonios “de primera mano”… Lo único que no me satisface en ellos es su irrealista pretensión de que lo que allí se narra es toda la realidad. Los realistas políticos se encuentran tan sujetos a sus propios prejuicios –en forma de valores no tematizados– como aquellos que no lo son. El que crean firmemente lo contrario es lo que los torna tan peligrosos.
Lo contrario de un realista político es un idealista político. Para éste existen una serie de ideales que los participantes en el juego político –“juego”, que no guerra: los perdedores nunca son pasados a cuchillo– utilizan para modelar las instituciones. No es posible analizar las “jugadas” de los contendientes sin evaluar el grado en el que, con cada una de ellas, realizan (o dejan de realizar) un determinado valor. El poder no es un fin en sí mismo, sino un instrumento para transmutar hechos en valores. De nada sirve ganar por goleada si no se altera la realidad en el sentido deseado. Dicho de otro modo: para un idealista político no es posible emplear medios moralmente reprobables para alcanzar fines moralmente valiosos. Existe una constante retroalimentación entre medios y fines, de modo que estos sólo pueden obtenerse si, de algún modo, están ya presentes en los medios utilizados. Para el realista, sin embargo, los fines son exógenos a los medios: los valores constituyen una especie de residuo teológico que –de ser tomado demasiado en serio en la lucha política cotidiana– entorpece los movimientos de los contendientes, como si los soldados de un ejército se vieran obligados a luchar a la pata coja. Para Kaplan, por ejemplo, la política excesivamente idealista de la Administración Carter en el Cuerno de África a finales de los 70 fue tan nefasta porque estuvo “basada y limitada por preceptos morales que los gobernantes soviéticos y africanos sólo predicaban”.
Yo creo (y en esto no estoy solo) que la relación entre medios y fines, entre la “torva” realidad y los ideales, es algo más compleja. Al igual que en la ciencia hemos descubierto que el ojo no se enfrenta directamente a las cosas, sino que la mirada está siempre cargada de teoría, creo que postular en el análisis político una especie de adanismo axiológico resulta erróneo. Pues, al final, los valores se cuelan siempre de rondón. En el caso de los realistas: una especie de culto nietzscheano a la "voluntad de poder". Lo único que diferenciaría entonces a un Kissinger de un Gromiko sería el hecho puramente azaroso de que ambos luchan en bandos contrarios.
Comentaremos aquí dos textos de Kaplan.
1.- En su libro Rendición o hambre. Viajes por Etiopía, Sudán, Somalia y Eritrea, de 1988 (publicado en España por Ediciones B), Kaplan realiza un análisis minucioso de la situación política que atravesaban los países que forman el Cuerno de África durante los últimos años de la Guerra Fría. Aquí el escenario es diáfano, así como las “reglas” de la guerra. Se enfrentan dos grandes ejércitos: el estadounidense y el soviético. Cada uno de ellos mueve sus batallones: somalíes, Derg, EPLE (guerrilla eritrea), EPLT (guerrilla tigré), gobierno sudanés, EPLS (guerrilla sudanesa), y algunos más. A la altura en la que el libro está escrito, 1987, el bando estadounidense pierde claramente la contienda, debido en parte a las trabas que ellos mismos se imponen por el uso de ideales como "democracia" y "derechos humanos". El bando soviético, por su parte, se concentra únicamente en hacer la guerra, utilizando para ello una táctica irresistible empleada ya en la Ucrania de los años 30: la muerte por inanición.
2.- El segundo texto que vamos a comentar, “La anarquía que viene”, es un trabajo de 1994 recogido en el libro de igual título del año 2000 (publicado en España también por Ediciones B). La situación ha cambiado por completo desde 1987 (caída del muro de Berlín, desintegración de la URSS…) pero para un realista político como Kaplan la misión es la misma que antes: describirla. Lo que pasa es que a la altura de 1994 resulta todo mucho más difícil; el escenario cambia a cada instante y los bandos apenas se dejan definir: se forman coaliciones inestables entre soldados de un mismo ejército (que se vuelven unos contra otros) o de ejércitos contrarios (que, de pronto, dejan de serlo), saltan al campo de batalla nuevos y extraños combatientes (por ejemplo, jóvenes drogados que llevan camisetas de Rambo), las tropas siguen en su lucha tácticas extravagantes (algunos recurren a la brujería), realmente no sabe uno a quién dispara, ni cuánto tiempo tendrá que seguir haciéndolo, ni por qué… La previsibilidad de la Guerra Fría ha sido reemplazada por esa anarquía que se menciona en el título. Parece como si la “gramática” misma de la política (es decir, de la guerra) estuviese mutando delante de nuestros ojos.
Ambos textos contienen, en mi opinión, ideas valiosísimas, fijan la atención en lugares donde a muchos nunca se nos hubiera ocurrido mirar, aportan testimonios “de primera mano”… Lo único que no me satisface en ellos es su irrealista pretensión de que lo que allí se narra es toda la realidad. Los realistas políticos se encuentran tan sujetos a sus propios prejuicios –en forma de valores no tematizados– como aquellos que no lo son. El que crean firmemente lo contrario es lo que los torna tan peligrosos.
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