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jueves, 23 de abril de 2009

Afropesimistas. El desilusionado desilusionado: Robert D. Kaplan (IV)


Ante Kaplan se presentan lo que los juristas llamarían dos “casos difíciles”:
1.- Por no haber apoyado la Administración Carter a un gobierno poco respetuoso con los derechos humanos (el Derg durante los años de su consolidación), se permitió la creación en Etiopía de un régimen sovietizante que algún tiempo después condujo a la muerte a cientos de miles de personas. Por lo tanto, ¿hubiera sido mejor apoyar entonces al Derg, aunque estuviese masacrando a parte de su población, para impedir que años más tarde asesinara a una fracción aún mayor de ésta? En términos generales: ¿debía apoyar EEUU en tiempos de la Guerra Fría a regímenes dictatoriales cuando estos vacilaban entre incorporarse a una u otra “órbita”, con tal de permitir que en el futuro el sufrimiento de sus poblaciones fuera menor?
2.- Por volcarse la Administración Reagan en la ayuda humanitaria a Etiopía, se posibilitó que el régimen sangriento de Mengistu se fortaleciera. En efecto, se produjo una especie de división del trabajo entre EEUU y la URSS: los soviéticos facilitaban armas al Derg para masacrar a las guerrillas de las poblaciones díscolas, mientras que los americanos facilitaban los alimentos con los que pacificar a esas poblaciones una vez conquistadas. La amenaza del Derg era: “o te rindes o te mato de hambre”. Ahora bien, como el no-matar-de-hambre dependía enteramente de la ayuda estadounidense, ésta sirvió en realidad de arma contra tigrés o eritreos. Por lo tanto, ¿hubiera sido mejor suprimir la ayuda humanitaria para conseguir así que una población hambrienta y desesperada se alzara contra el Derg en una revuelta incontenible? En términos generales: ¿debía EEUU en tiempos de la Guerra Fría proporcionar ayuda humanitaria a regímenes totalitarios enclavados dentro de la órbita soviética?

Nos enfrentamos en ambos casos a una terrible aporía. Si actuamos “bien” (si no apoyamos a un régimen dictatorial, si damos de comer a los hambrientos) causaremos en el futuro un mal mayor (un régimen “enemigo” e indiferente a los derechos humanos de su población). Si actuamos “mal” (si apoyamos a un régimen dictatorial, si no damos de comer a los hambrientos), causaremos en el futuro un bien mayor (un régimen “amigo” y más respetuoso con los derechos humanos de su población). El debate gira, por expresarlo en términos muy abstractos, acerca de la dicotomía entre “ética deontológica vs. ética consecuencialista (en su modalidad utilitarista)” o, dicho en lenguaje weberiano, entre “ética de la convicción vs. ética de la responsabilidad”. No hay duda de hacia qué extremo de la disyuntiva se inclina Kaplan. En el cálculo utilitarista, parece claro que 10.000 muertos ahora por apoyar a un régimen dictatorial son algo mejor que 1.000.000 de muertos luego por haber entregado ese régimen a la órbita soviética; o –produce escalofríos pensarlo– que 1.000.000 de muertos ahora por no alimentar a los que sufren hambre son algo mejor que sucesivas oleadas de millones de muertos en el futuro por mantener a un gobierno que no hace nada por modificar las políticas que provocan tales hambrunas. Ahora bien, ¿se puede jugar de este modo con la vida y la muerte de seres humanos, es decir, de lo que en términos kantianos son “fines en sí mismos”?

John Rawls –entre otros muchos– diría: “no”. Para Rawls el cálculo utilitarista que me permite sacrificar momentos actuales (el “mal” que el dentista me causa) por momentos futuros (el “bien” de que no me duelan las muelas) no es exportable fuera del ámbito individual. En su formulación clásica expresada en Teoría de la Justicia: “Cada persona posee una inviolabilidad fundada en la justicia que incluso el bienestar de la sociedad como un todo no puede atropellar”. Es decir, no se puede infligir ningún mal a una persona (y qué peor mal que la muerte) para conseguir un mayor bien a un mayor número de personas en el futuro (que no mueran). Ahora bien, Kaplan habla de política internacional. En efecto, en tiempos de la Guerra Fría toda política nacional en el Tercer Mundo era política internacional, pues las dos Superpotencias andaban siempre de por medio. Ahora bien, a falta de un monopolizador de la violencia legítima, en política internacional vale todo: nos hallamos aquí frente al hobbesiano estado de naturaleza. Rawls puede anteponer la justicia al bien en la esfera nacional porque en los estados constitucionales el monopolizador de la violencia legítima está limitado en su actuación por una estructura básica de derechos individuales que –en palabras de Ronald Dworkin– deben ser “tomados en serio”. En la escena internacional no sucede lo mismo. Así pues, tal vez la única forma de ser moral en este ámbito sea alguna versión de la denostada teoría utilitarista que intercambia pequeñas desutilidades presentes por mayores utilidades futuras.

La pregunta es entonces: ¿hasta qué grado puede permitirse el sacrificio de un número “x” de personas en aras del beneficio de un número “y” (siendo “y > x”)? Y también: ¿hasta cuándo puede prolongarse dicho sacrificio? Y, sobre todo: ¿quién decide cuánto sacrificio es necesario? ¿quién hace cálculos de este modo con el dolor y el placer de otras personas? ¿Tal vez –en tiempos de la Guerra Fría– el Departamento de Estado de EEUU? Como realista, como participante en ese juego de estrategia que para un realista es la política internacional, Kaplan tiene un objetivo básico: que gane su equipo. Como ser humano, parece tener otro objetivo distinto: la mayor utilidad para el mayor número. Según él tales objetivos no pueden entrar en contradicción: que un país pertenezca a la órbita occidental (y no a la soviética) mejora sustancialmente la situación de los derechos humanos de su población. Pero puede existir un intervalo de tiempo en el que sí se contradigan: cuando se apoya a un gobierno tiránico que duda entre entrar en una órbita o en otra. En este caso el cálculo utilitarista aconseja apoyar al gobierno tiránico. Mi pregunta es: ¿hasta cuándo debe prolongarse ese intervalo en que apoyamos a un grupo de asesinos con la esperanza de que pase a ser finalmente de los nuestros? ¿Y si la situación se prolongara mucho tiempo? ¿Seguiríamos respaldando al mal gobierno amigo únicamente porque es amigo, y no porque respete más que otros los derechos humanos?

Y es que aunque para Kaplan la pertenencia de un país a la órbita occidental garantice un mayor respeto a los derechos humanos (y, por lo tanto, el interés táctico de conseguir que así sea guarde con el fin moral una especie de “armonía preestablecida”), nosotros albergamos ciertas dudas. A veces parece como si Kaplan valorase el interés táctico al margen de su “consecuencia” moral, como cuando denuesta a EEUU por condicionar su ayuda a Somalia al abandono previo del Ogaden, mientras que la URSS sí que sabe velar por sus intereses: “Era un ejemplo clásico de Occidente siendo demasiado civilizado para defender sus propios valores… Por más desesperadamente que los soviéticos pudieran pretender desertar de Somalia después de convertirla en una potencia de la región, por lo menos actuaban en apoyo de sus intereses” (p. 262). Aquí el ingrediente moral se ve como un elemento inarmónico: un freno o limitación a la búsqueda del interés nacional. Lo mismo que en este párrafo: “Imagínese la reacción del público si la administración Reagan se hubiera negado –con la finalidad de derrocar al régimen [el Derg]– a suministrar a Etiopía ayuda de emergencia. Dadas las limitaciones impuestas por nuestra moral, los occidentales hicimos casi todo lo que pudimos” (p. 279). O este otro, en el que la ética es vista como mera “ceremonia”: “La estrategia de Carter hacía hincapié en los derechos humanos y la diplomacia. El Kremlin lo interpretó como un signo de debilidad. Moscú invirtió más de mil millones de dólares en armas para apoderarse de un país al mismo tiempo que EEUU no hacía nada salvo andarse con ceremonias” (p. 265).

Y volviendo al presente: ¿qué pasa con Eritrea? En el Epílogo de 2002 Kaplan defiende a Afewerki, pese a su falta de respeto por los derechos humanos, en base al siguiente argumento táctico: “… siendo la lucha contra el terrorismo una estrategia prioritaria para EEUU, una Eritrea estable y disciplinada constituye la base idónea para proyectar la influencia americana y ayudar a Israel en una región cada vez más inestable.” (p. 308). La pregunta es: ¿y qué pasa mientras tanto con los derechos humanos? Recomiendo a este respecto la lectura del
artículo aparecido en el número 535 de la revista “Mundo Negro” acerca de la situación en Eritrea. Tras esa lectura uno teme que la “x” del dolor actual aumente tanto que no haya ninguna “y” futura capaz de compensarla.

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