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lunes, 6 de abril de 2009

Fuga de cerebros (y II)


De un modo inesperado es Michel Walzer, el célebre pensador social estadounidense, quien acude en nuestra ayuda a la hora de ofrecer un criterio externo con el que resolver el dilema planteado en el último post. Citemos sus palabras: “Rousseau formula unas indicaciones en las que explica cómo poder rescindir el contrato social con una comunidad cuando uno quiera, excepto en el caso de que la comunidad se encuentre en apuros. En ese momento no la puedes abandonar, tienes que ayudarla a salir adelante antes de poder marcharte..” (la cita está extraída de la entrevista incluida en la recopilación de trabajos del autor editada en España por Paidós en 2001 bajo el título Guerra, política y moral; la cursiva es nuestra). Las palabras de Walzer no se refieren en concreto al caso africano, sino que se enmarcan en la polémica general sostenida en los años 80 y 90 entre liberalismo y comunitarismo.

¿Consigue Walzer su propósito? ¿Nos brinda un criterio de demarcación que nos permita decidir si la “fuga” del médico malawiano está moralmente justificada (y, por lo tanto, si se trata realmente de una fuga)? Pienso que no. El criterio sería: “no abandones tu comunidad de origen mientras ésta se encuentre en apuros”. Por lo tanto: “hasta cierto nivel de pobreza, si te ves tentado a abandonar tu comunidad, considera únicamente aquellos criterios relativos al bien común; a partir de cierto nivel de prosperidad, en cambio, podrás hacer valer el punto de vista de tu propio interés”. La cuestión que ahora se presenta es: ¿quién fija –y cómo lo hace– ese nivel de “progreso” a partir del cual al miembro de una comunidad le es permitido optar por una vía o por otra? Está claro que ninguna instancia lo establece, y que –de existir dicha instancia– sus criterios serían altamente discutibles. Por lo tanto, carecemos de cualquier mecanismo externo capaz de resolver el dilema: corresponde a cada africano –en el ámbito de su conciencia individual– tomar la decisión por sí mismo. De nuevo nos hallamos en el punto de partida.

Si el africano debe permanecer atado a su comunidad mientras ésta se encuentre “en apuros”, parece que el mejor modo de “desatarse” de ella sería contribuir a que el nivel de la comunidad se eleve. Pero para ello tiene que quedarse en ella, que es justamente lo que –desde la óptica del propio interés– no desea. La vida es corta, y no es probable que la situación del continente vaya a solucionarse de la noche a la mañana. Parece, pues, que el dilema es irresoluble: para “liberarse” de su comunidad, el africano moralmente responsable y profesionalmente capacitado debe permanecer en ella. Pero si permanece en ella, no se libera. Si, a pesar de todo, se libera, es decir, se “fuga” al extranjero, entonces le aplasta la mala conciencia y debe recurrir a un lenitivo –la negrología– que no soluciona nada; es más, que le segrega aún más de su comunidad de adopción sin aproximarle ni un ápice a la comunidad de origen.

No creo que exista ninguna solución universalizable para este dilema: cada africano decidirá, conjugando una serie de factores tanto individuales como colectivos (que en cada caso presentará una configuración diferente), qué es lo que debe hacer por su futuro y por el de su país. Como sucede con la propia muerte, a la hora de tomar una decisión moral importante nos encontramos completamente solos: ningún mecanismo externo nos ayuda a pasar al otro lado. Lo único que me cabe decir es que, antes que aportar respuestas inútiles para lidiar con un dilema insoluble, lo que habría que hacer es trabajar para que dicho dilema ni siquiera tenga que plantearse. Para ello, tal y como se deduce del
interesante reportaje publicado en El País el 25/10/2007, sería necesario trabajar en una doble dirección:

a) Por un lado, para acortar la distancia –en los países de origen– entre interés propio y bien común, mejorando –como dice Rupa Chanda, en Bangalore– “las condiciones para que [los nuevos investigadores] tengan calidad de vida”. Se trataría, a lo Adam Smith, de crear un hábitat en el que estos cerebros, al perseguir su propio beneficio, contribuyan al mismo tiempo al desarrollo de sus países.

b) Por otro lado, y en tanto esa distancia aún permanezca, para cerrar el paso –en los países de acogida– a esas fugas de cerebros o, al menos, para no favorecerlas. Se trataría de evitar la expedición de "tarjetas azules" y demás políticas de “doble velocidad” que provocan la sangría de talentos en aquellos países que más los necesitan.

Mientras estas políticas dejan sentir sus efectos, no deberíamos ser tan duros como lo es Theroux cuando –enfurecido por esas escuelas que se caen a pedazos– denigra de los africanos cualificados que abandonan su terruño en busca de mejores condiciones laborales. Más concretamente: no deberíamos sentirnos tentados a comparar su conducta con las de esos adustos tatarabuelos nuestros que sacrificaron sus vidas –unas existencias marcadas por el trabajo y el ahorro– para que sus descendientes (nosotros) gozáramos de unas condiciones mucho más cómodas que las que ellos mismos padecieron. Los sujetos que habitaban esa Europa que comenzaba a despegar del feudalismo no tenían ante sí el dilema que al africano de hoy se le presenta. Nuestros tatarabuelos permanecieron en su país y dejaron allí los frutos de su trabajo (en vez de emigrar) no porque así lo decidieran libremente sino porque no tenían otra opción. ¡Sencillamente no había otro lugar a donde ir! Ese margen de libertad para elegir del que dispone hoy el africano no estaba al alcance de nuestros antepasados. De ahí la imposibilidad de establecer comparaciones entre ambos.

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