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lunes, 20 de abril de 2009

Afropesimistas. El desilusionado desilusionado: Robert D. Kaplan (III)


3.- Sovietización de Etiopía. Según Kaplan, durante el período comprendido entre 1974 –año en el que se produce el derrocamiento de Haile Selassie– y 1978–año que supuso el estrellato definitivo de Mengistu (tras las preceptivas purgas de todos sus competidores directos)– el gobierno del Derg erigió en Etiopía un régimen calcado al de la URSS. Para ello se sirvió de dos armas principales, extraídas ambas del sangriento arsenal de la historia soviética: la política de reasentamientos y la política de “aldeanización” (o villagization). Kaplan traza un paralelismo explícito entre la política soviética de deportación de diversas nacionalidades “díscolas” y la implantada por Mengistu contra la población que sustentaba al FPLT, con la idea –en macabra metáfora utilizada por un delegado del Partido de los Trabajadores de Etiopía– de “desecar” la zona de agua (campesinos) para acabar con los peces (los guerrilleros tigrés). Por su parte, la política soviética llevada a cabo en los años 30 contra el campesinado ucraniano se constituye en precedente directo de la política etíope contra los kulaks oromos del centro y del sur del país. Respecto a esta sovietización introduce Kaplan una idea que me parece muy sugestiva: la influencia soviética sólo es determinante cuando atraviesa un cierto umbral. EEUU cometió un grave error de cálculo al no percibir esto: pensó que, al igual que los soviéticos habían salido unos años antes de Sudán y de Egipto, lo mismo sucedería ahora en Etiopía. Sin embargo, el kremlin había aprendido ya la lección de que –en palabras de J.F. Revel– “ningún país puede ser dominado permanentemente a menos que se le dé un régimen comunista forjado en el molde estándar soviético”. Esta vez los invasores estaban preparados para quedarse.

4- Predominio de factores nacionalistas, étnicos o religiosos sobre los ideológicos. No hay que confundir, sin embargo, sovietización con predominio efectivo de la ideología comunista. Así, en el caso de Etiopía los tres principales bandos en lucha eran comunistas: la guerrilla tigré (FPLT), la guerrilla eritrea (FPLE) y el gobierno del Derg; lejos de servir ello de engrudo, dicha ideología se derrumbó estrepitosamente ante los sentimientos seculares de rivalidad étnica, generando una especie de remake de la antigua pugna entre los amharas y las otras etnias. En el caso somalí (en un país donde las diferencias étnicas apenas cuentan) fue el factor nacionalista el que anuló al ideológico: el famoso irredentismo de las cinco estrellas impulsó al por entonces sovietizado Siyad Barreh a emprender una guerra contra la también sovietizada Etiopía por un trozo del desierto del Ogaden; la ideología tampoco sirvió aquí de freno al dominio de unos factores emocionalmente más apremiantes. En el caso del Sudán, por último, es el factor religioso el que alimenta una guerra de décadas entre musulmanes del norte y cristianos y paganos del sur.

5.- Desatención de los gobiernos africanos hacia sus poblaciones. En el caso etíope, ya hemos visto cómo el factor étnico divide a los “súbditos” (que no “ciudadanos”) entre elementos a tomar en cuenta y elementos prescindibles (y eliminables). En el caso sudanés señala Kaplan la presencia de un fenómeno más general: el desinterés que muestran en África los dirigentes citadinos hacia la mayoritaria población campesina. Los dirigentes gobiernan para contentar a aquellos que pueden arrebatarle el poder (las capas medias y educadas de las ciudades) y se desinteresan de aquellos que no pueden protestar, es decir, de las masas de campesinos ignorantes y empobrecidos. Como el hambre se ceba sobre estos últimos, es a los extranjeros a quienes corresponde ocuparse de ese problema. Así, el máximo responsable del CAD, órgano etíope encargado de canalizar la ayuda internacional, “presentaba una desconcertante ecuación moral entre los gobiernos ricos de Occidente y los pobres de solemnidad de su propio país. Era una fórmula que, en ocasiones, parecía eximir al gobierno etíope de cualquier obligación” (p. 59). Pero no sólo al gobierno: los propios etíopes de clase media muestran escasa solidaridad hacia sus hermanos campesinos. Es significativa a este respecto la anécdota con que se abre el capítulo 5: “Cuando un cooperante británico en Jartum dijo a una mujer sudanesa de clase media que millones de sudaneses se encontraban al borde de la muerte debido a una hambruna en el extremo oeste del país, ella exclamó: ¡Dios mío, estos jawayas [extranjeros blancos] van a tener que enfrentarse a una crisis! (p. 275)”. Kaplan escribe: “… a partir de las entrevistas que realicé en otoño de 1985 y primavera de 1986, comprendí claramente que la crisis no remordía la conciencia a muchos africanos que no pasaban hambre” (p. 276). A este respecto cabe recordar cuál ha sido la vendetta del actual presidente sudanés al-Bashir tras la condena dictada contra él por el Tribunal Penal Internacional: expulsar a los cooperantes extranjeros que mantienen con vida a gran parte de su población. Está claro que ese no es asunto suyo.

6.- Inviabilidad de la democracia en África. Ante las referidas “fracturas” económicas, religiosas y étnicas que asolan a las sociedades africanas, Kaplan deja entrever que la democracia en el continente no es posible (ni, tal vez, deseable). De ahí su preferencia por gobiernos duros, pero amigos de EEUU, a los que de algún modo pueda presionarse para que alivien las condiciones de vida de sus poblaciones. Así, el Sudan de al-Numeyri: “… durante por lo menos doce de los dieciséis años que Yaffar al-Numeyri se mantuvo en el poder fue, a juzgar por el pésimo nivel del continente, uno de sus mejores gobernantes… el estilo dictatorial de Numeyri fue generalmente benigno” (p. 221). Y ello se debió, por supuesto, al apoyo norteamericano. Tras el derrocamiento de Numeyri y la consiguiente pérdida de influencia de EEUU (eclipsada temporalmente por la hegemonía libia), la situación de los derechos humanos en Sudán (especialmente el derecho a no pasar hambre en la región de Darfur) empeoró visiblemente. Otro caso es el de la población tigré que –lejos de toda veleidad por la democracia formal– votó “con los pies” cuando decidió retornar desde el exilio sudanés a la zona controlada por el FPLT: “se me antojó que esta repatriación revelaba mucho más sobre las preferencias políticas de un pueblo que todas las elecciones amañadas y semiamañadas que se celebran continuamente en África” (p. 156). Pero el caso favorito de Kaplan es el del presidente eritreo Isaías Afewerki, por quien experimenta una indisimulada atracción. Son constantes sus elogios al FPLE durante todo el libro. Pero una vez alcanzada Eritrea su independencia, y cuando el espejismo podría haberse ya disipado, Kaplan lo sigue manteniendo. Así lo muestra en el Epílogo escrito en 2002, en donde hace suyas las palabras de Afewerki de que “nadie en África ha logrado copiar un sistema político occidental, que Occidente tardó cientos de años en desarrollar. En toda África hay violencia política o criminal. En consecuencia, tendremos que controlar la fundación de partidos políticos para que no se conviertan en medios de división religiosa y étnica” (p. 306). Este apoyo de Kaplan a gobiernos que, aunque dictatoriales, se sitúan en el “bando correcto”, me lleva a realizar una serie de reflexiones cuyo completo despliegue necesita de otro post.

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