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sábado, 30 de mayo de 2009

Una cuestión de fronteras


Divide y vencerás. El reparto de África (1880-1914), del historiador holandés Henri L. Wesseling (publicado en España por Ediciones Península en 1999), es un libro al que volveré a menudo a lo largo de este blog. Traza un recorrido minucioso por el proceso de partición colonial que tuvo lugar en África entre las potencias europeas a finales del siglo XIX y comienzos del XX. Como revela en las primeras páginas, Wesseling escoge –frente a enfoques más objetivistas– uno que prima, sobre otros mecanismos causales, el análisis de “las personas y sus motivaciones”. Esta decisión convierte su estudio en una narración de muy grata lectura, donde los protagonistas históricos aparecen dibujados con el mismo grado de detalle que si fueran personajes de novela (con todos sus bigotes y manías), lo que no significa que el autor deje a un lado su esmerado utillaje de historiador. Más bien lo que hace es seguir el viejo motto de “enseñar deleitando”, decisión que para un no-historiador resulta siempre de agradecer.

Sus más de 500 páginas –ilustradas con decenas de grabados de época (en uno de los cuales vemos, por ejemplo, a un pequeño y todavía inofensivo Hermann Goering posando junto a su padre, primer gobernador alemán en el África Sudoccidental)– están repletas de irónicos retratos y de muchísima erudición, y sería tarea vana (y, sobre todo, inútil) intentar hacer aquí un resumen, aunque fuera somero, de ellas. No obstante, el relato de los hechos aparece entreverado con reflexiones de alcance más general, y es a una de estas a la que quiero prestar una atención especial en este post. Se trata de la cuestión del trazado de las fronteras coloniales en África, y del peso a veces asfixiante que esas decisiones fronterizas –tomadas por diplomáticos con levita muertos hace ya tanto tiempo– ejerce sobre el momento presente, por ejemplo en Sudán, o en Casamance, o en los desolados campamentos de Tinduf.

Wesseling realiza una afirmación bastante osada: las décadas de colonización europea en África pesan mucho menos en la balanza de poder actual del continente que aquellos pocos años en que las principales potencias europeas (y algún rey ambicioso infiltrado entre ellas) trazaron los limes de lo que serían sus dominios africanos, y que coinciden prácticamente con las fronteras actuales de los países que emergieron tras la descolonización. Como dice en la página 23: “La época colonial en África duró poco tiempo, por término medio menos de un siglo… Sin embargo, las consecuencias de [la] partición han permanecido. En sentido político, el África actual ha sido creada por los europeos de entonces”. Lo que más sorprende a Wesseling de la partición no es el carácter artificial de las fronteras trazadas en las cancillerías europeas (“lo son casi todas las fronteras”, señala escéptico: “las fronteras no las decide la naturaleza, sino el poder, es decir, la política”), sino que dichas fronteras fueran dibujadas de antemano: “En Europa, primero se conquistaba, y luego se reflejaba el resultado en el mapa. En África, primero se dibujaba el mapa, y luego ya se vería lo que se tenía que hacer. Es decir: los mapas de la partición de África no reflejaban la realidad; la crearon” (p. 444).

No existen, pues, fronteras naturales (salvo en la mente de los más crédulos nacionalistas, para quienes las naciones brotan del suelo como chopos, y extienden sus ramas por doquier en busca de ese lebensraum que, según tipos como Hitler, necesitan para desarrollarse adecuadamente). Pero el artificio que supone la imposición de unas fronteras (en este bosque, en aquel valle) está vinculado de algún modo con un elemento más o menos “natural” (aunque sea en un sentido hobbesiano): la correlación de fuerzas de quienes quedan a uno u otro lado de las mismas. En África no sucedió así. Las fuerzas que se medían no eran las de los habitantes que poblaban el norte o el sur de un río; sino las de los lejanos dirigentes británicos, franceses o alemanes y su política europea de equilibrio de fuerzas. Así, el imperio colonial francés se explica, según Wesseling, como un intento de distraer a la opinión pública doméstica por el “robo” de Alsacia y Lorena llevado a cabo por parte de Prusia durante la guerra del 70. Las ambiciones de Gran Bretaña sobre Egipto (es decir, sobre Suez) estaban condicionadas por el interés preferente de la metrópoli hacia la “joya de la corona”: India. Lo que sería el Congo Belga, por las ambiciones desmedidas de un rey megalómano. Y así sucesivamente.

Toda frontera es artificial, sí, pero en este caso el artificio ni siquiera fue obra de sus protagonistas, sino de otros actores por completo ajenos a aquel escenario donde un paralelo rompía de pronto a una tribu por la mitad, o donde el lápiz de un técnico prusiano de Exteriores forzaba a vivir juntos a dos pueblos que se habían combatido durante siglos. Toda frontera es absurda, pues rompe el concepto mismo de humanidad en una multitud de fratrías que se enfrentan unas a otras por un quítame allá esas pajas. Pero las fronteras africanas son un absurdo elevado al cuadrado. Es como si el orden en que nos colocó el maestro en el aula el primer día en que llegamos a clase hubiera de convertirse en el orden que debe regular nuestras vidas ya para siempre. Gran parte del sufrimiento actual del continente se explica por este falso "orden" impuesto a sangre y fuego por quienes no tenían ni la más remota idea de lo que era África y de quiénes eran sus pobladores. El libro de Wesseling nos da buena cuenta de todo esto.

viernes, 22 de mayo de 2009

Justicia global. Thomas Pogge (y II)


Así pues, mientras que los hechos sociales acaecidos en el ámbito intra-nacional han sido analizados –por lo menos desde Rawls– desde ambos puntos de vista (el interactivo y el institucional), los hechos internacionales solo habían sido considerados hasta hace poco como efecto de la interacción de unos sujetos privilegiados: los Estados –y de aquellos que, en el ámbito exterior, parecen “encarnarlos”: los gobiernos. Al extenderse, gracias al concepto de justicia global, el enfoque institucional al campo de los hechos internacionales se vuelven “visibles” algunos elementos que hasta ahora habían pasado desapercibidos:

1.- En el terreno de los sujetos. Además de a los gobiernos, un análisis moral institucional de la política internacional debe prestar atención preferente a aquellos que sufren las decisiones que éstos adoptan: los pueblos. Ni siquiera el Rawls de The Law of Peoples ha dado este paso. Ahora bien, como dice Pogge: “nunca ha sido plausible que los intereses de los Estados –es decir, los intereses de los gobiernos– deban proporcionar las únicas consideraciones moralmente relevantes en las relaciones internacionales” (p. 103). El ejemplo con que ilustra esta idea resulta bastante elocuente. Si un gobierno dictatorial (digamos, la Nigeria de Sani Abacha) firma libremente un contrato de explotación de petróleo con el Reino Unido, el análisis moral tradicional (interactivo) nada tendría que objetar al respecto: los representantes de dos entes soberanos establecen un acuerdo válido que es necesario respetar. Ahora bien, la realidad es que el gobierno nigeriano es corrupto y opresivo, y que las ganancias obtenidas por la venta del petróleo, además de lucrar injustamente a sus dirigentes, contribuyen a reforzar su gobierno despótico. El análisis moral institucional resalta la injusticia de este acuerdo, que refuerza el poder de un dictador (al que el orden internacional confiere derechos de propiedad legalmente válidos sobre los recursos del Estado) y perpetúa la pobreza y el sufrimiento de quienes sufren sus desmanes.

2.- En el terreno de las responsabilidades. Cuando los Estados eran los únicos actores en liza en la escena internacional, los ciudadanos del Primer Mundo no teníamos por qué sentir una inquietud moral especial por el destino de los pobres del mundo (si acaso un dolor que no rebasaba nunca el ámbito de la propia conciencia, y que era sofocado a veces con el analgésico de alguna dádiva insignificante). En efecto: en la medida en que nuestros gobiernos –en sus relaciones con los gobiernos tiránicos del Tercer Mundo– actuaban de conformidad con las normas del derecho internacional, nos parecía que toda iba razonablemente bien. Con el nuevo enfoque de la justicia global, sin embargo, no sólo sale a la palestra el sufrimiento de los pueblos sometidos por dictadores megalómanos, sino también la cuota de responsabilidad que los ciudadanos del Primer Mundo tenemos en la firma de aquellos acuerdos por los que nuestros gobiernos –elegidos democráticamente con el poder de nuestro voto– perpetúan al sufrimiento de los pueblos sojuzgados. En suma: nosotros, queridos lectores, en la medida en que respaldamos las decisiones de nuestros gobiernos, somos responsables de la pobreza y del dolor de quienes mueren en África por causas evitables. Hay una cadena causal que conduce de un modo inexorable desde mi voto en la urna hasta la muerte por tortura de un disidente africano, pasando por los eslabones intermedios de mi propio gobierno (que firma acuerdos comerciales con gobiernos tiránicos) y del dictador para quien el concepto de “derechos humanos” es una suerte de intromisión cultural imperialista que hay que desoír.

3.- En el terreno de las instituciones globales. El orden institucional global causa, según Pogge, dos tipos de daños morales: daños directos, cuando un marco jurídico global injusto afecta directamente a la población; y daños indirectos, cuando las reglas del orden institucional global contribuyen a moldear conjuntamente el orden institucional en que viven los ciudadanos (o, en su caso, los "súbditos"). Dos ejemplos:
a) Daños directos. Las actuales reglas de la OMC permiten que los países ricos protejan sus mercados contra las importaciones baratas de países del Tercer Mundo. Sin estas medidas proteccionistas, los países en desarrollo podrían lograr un ingreso adicional de 700 mil millones de dólares cada año por sus exportaciones, casi 13 veces la suma anual de la ayuda oficial al desarrollo.
B) Daños indirectos. El mencionado más arriba. Los acuerdos comerciales con gobernantes despóticos de países en desarrollo hacen que éstos se afiancen en el poder.

Podría objetarse que es obligación de los gobiernos del Primer Mundo dar preferencia a los intereses de sus ciudadanos frente a los del resto de países (incluyendo los subdesarrollados). Pogge afirma que esto sería correcto en el caso de que las reglas de juego internacionales fueran justas. En tanto que el orden internacional global sea injusto, la actuación “parcial” de los gobiernos ricos es igualmente injusta. Y en la medida en que los gobiernos del Primer Mundo son elegidos democráticamente mediante el poder de nuestro voto, esa injusticia también nos alcanza a nosotros (como individuos) de lleno. Esta amarga enseñanza es la que nos deja nuestra primera incursión en el terreno de la Filosofía cuando la Filosofía deja de hablar de constructos tautológicos y se pone a pensar con rigor acerca del mundo que nos rodea.

sábado, 16 de mayo de 2009

Justicia global. Thomas Pogge (I)


Pero, ¿tienen los filósofos algo que decir sobre África? Pues parece que si: los filósofos siempre tienen cosas que decir, incluso cuando nadie les pregunta (especialmente entonces). ¡Es su modo de estar en el mundo! Hegel, por ejemplo, pensó algo acerca de África: dijo que África no tenía historia. Ni más ni menos. Ahora bien, si por historia entiende Hegel X y resulta que África está desprovista de esa X (según Hegel), resulta fácil concluir (para Hegel) que África no tiene historia. Con esto, sin embargo, Hegel no habla en absoluto de África, sino de X: un determinado concepto de historia (acuñado por el mismo Hegel) tan etnocéntricamente determinado como lo está para los nuer, por ejemplo, el concepto mismo de tiempo, marcado por el trasiego de los bueyes desde el campamento hasta la aldea y desde la aldea hasta el campamento (véase, por supuesto, Evans-Pritchard).

Pero no hay necesidad de remontarse a Hegel para espigar, en la obra de los filósofos, testimonios tan… (usaremos aquí el “principio de caridad” davidsoniano) oscuros referidos a África. Un buen amigo del continente, Laurens van der Post, acumula también en su libro El ojo oscuro de África (el propio título lo dice) un buen número de impenetrables… tinieblas. No siempre, sin embargo, desvarían los amantes de Sofía en sus elucubraciones, especialmente cuando huyen del ámbito de la metafísica. La veta mas interesante a este respecto es, a mi juicio, la del grupo de filósofos prácticos (Walzer, Rawls, Sen, Singer, Pogge…) que reflexionan desde un punto de vista ético acerca del desequilibro que desgarra al mundo actual entre una pequeña fracción desmesuradamente rica y otra, enorme, desmesuradamente pobre. ¿Qué tienen que decir a este respecto los filósofos, si es que (contradiciendo a gente como Morgenthau o nuestro “novedista” Kaplan) hay realmente algo que decir? ¿Debemos sentirnos moralmente responsables de la pobreza global?

Iniciaremos el repaso de esta problemática en compañía del filosofo alemán (residenciado en EEUU) Thomas Pogge, autor del libro La pobreza en el mundo y los derechos humanos (de 2002; editado en España por Paidós en 2005). Se trata de un libro lleno de muy variadas reflexiones (no en vano se trata de una recopilación de artículos), y al que pienso dedicar varias entradas a lo largo de este blog. Por ahora me limitaré a hacer una breve introducción a su pensamiento, tomando para ello como base un
artículo aparecido en el nº 19 (2º semestre de 2008) de la excelente “Revista de Economía Institucional”. Su título: “¿Qué es la justicia global?”. Me parece un buen modo de introducirnos en este poliédrico concepto.

Inicia Pogge su estudio con una doble distinción conceptual (la filosofía analítica no ha pasado en vano por este turbulento siglo XX):

1.- Es posible estudiar los hechos sociales desde una doble perspectiva; en consecuencia, también pueden tales hechos ser analizados moralmente desde un doble punto de vista. Conforme al primero de ellos, los hechos sociales son el resultado de las acciones llevadas a cabo por agentes individuales o colectivos; el análisis moral acorde con este punto de vista es llamado por Pogge interactivo. Conforme al segundo, los hechos sociales son el resultado “de la forma en que está estructurado nuestro mundo social, de nuestras leyes, convenciones, prácticas e instituciones sociales”; el análisis moral acorde con este punto de vista es llamado por Pogge institucional. El primer tipo de análisis moral ha llegado a identificarse con la ética; el segundo, con la justicia. Así, es posible enjuiciar moralmente la situación de Juan, el violador depravado, como fruto de las acciones que él y otros han ido realizando a lo largo del tiempo (enfoque ético); o también es posible enjuiciar moralmente la situación de Juan como efecto necesario de aquellas instituciones (o su falta) que le han empujado hasta ella (enfoque sobre la justicia).

2.- Cabe distinguir entre relaciones intra-nacionales e inter-nacionales. Tradicionalmente estos ámbitos han sido concebidos como separados. El primero estaba “habitado por personas, familias, corporaciones y asociaciones dentro de una sociedad territorialmente delimitada”; el segundo, por Estados soberanos. El análisis revelaba, en consecuencia, dos esferas aisladas de teorización moral: la justicia dentro de un Estado y la ética internacional (en términos de Pogge: el análisis interactivo, donde los sujetos son ahora los Estados). Pues bien, el concepto de “justicia global” viene a romper esta separación tradicional para extender el análisis moral institucional (es decir, el propio de la justicia) a todo el campo, tanto intra-nacional como inter-nacional. Es posible enjuiciar, pues, la política internacional no como una mera interacción entre Estados soberanos ajena a todo marco institucional, sino como un ámbito donde existen instituciones moralmente relevantes y donde los únicos sujetos susceptibles de valoración no son únicamente los Estados.

Algunas de las consecuencias prácticas que trae consigo esta perspectiva renovada las estudiaremos en el siguiente post.

domingo, 10 de mayo de 2009

Afropesimistas. El desilusionado desilusionado: Robert D. Kaplan (y V)


En este texto –“La anarquía que viene”– Kaplan se sitúa (y nos sitúa) frente a un nuevo escenario. No puede reprimir el autor cierta ansiedad, propia del periodista “de raza”, por adivinar en ese paisaje las líneas maestras del porvenir. En la última página se pavonea incluso de que una proeza semejante la consiguió ya hace varios años cuando, en plena caída del muro de Berlín –y mientras todo el mundo se dirigía a hurgar entre sus ruinas– , él supo profetizar que el futuro no estaba allí, sino en Kosovo. Ahora – mientras el rebaño de reporteros acude en tropel a Washington para ver cómo Rabin y Arafat se estrechan la mano – él sobrevuela Bamako en solitario, convencido de que “la noticia no estaba en la Casa Blanca, sino allí abajo” (p. 74). ¿Entorpece esta avidez por descubrir lo nuevo (este “novedismo”, que diría Giovanni Sartori) su visión de las cosas? ¿No se precipita al ver “signos” de su visión por todas partes?

El futuro que ve Kaplan desde su avión es un futuro lineal: lo que sucede ahora en África Occidental es “el punto de partida natural” para estudiar lo que será “el talante político de nuestro planeta en el siglo XXI” (p. 18); lo que acontece en las calles de Abiyan le permite “experimentar cómo pueden ser las ciudades americanas del futuro” (p. 19); el oeste africano constituye una “introducción apropiada a los problemas… que pronto deberá afrontar nuestra civilización” (p. 21). “África es un ejemplo de cómo serán las guerras, las fronteras y la política étnica dentro de pocas décadas” (p. 33). “Punto de partida”, “introducción”, “ejemplo”… existe una línea evolutiva que conduce inexorablemente desde el África actual hasta los EEUU –o, digamos, la España– de dentro de unas décadas. Así como los ilustrados estaban convencidos de que el modelo de civilización occidental se extendería inevitablemente por todo el orbe, iluminando la selva con sus luces, Kaplan sostiene que la actual anarquía que despedaza Sierra Leona (y a muchos de sus habitantes) acabará por invadir nuestras plácidas sociedades occidentales. Pero, ¿cómo será ese futuro cuyo perfil percibe Kaplan dibujado en el presente?

Pura anarquía. La mejor manera de caracterizarlo sería decir que se parecerá enormemente al pasado. Más concretamente: a esa porción del pasado que fue la Europa de las guerras de religión; sólo que agravado por la superpoblación y el estrés medioambiental. Durante los tres siglos que van desde la Paz de Westfalia a la caída del muro de Berlín han sido los Estados nacionales los agentes que –en base a alianzas más o menos estables– ha sabido mantener el orden en las relaciones internacionales. Con la desaparición de los Estados y su sustitución por otro tipo de unidades, piensa Kaplan que retornará a la escena mundial una especie de lucha de todos contra todos. Eso de cara al exterior. De cada al interior, con la creciente debilidad del aparato coercitivo del Estado se llegará –dentro de unas fronteras cada vez más inestables– a una confusión entre crimen y guerra (p. 65) y, en última instancia, a un retorno de la “naturaleza desenfrenada” (p. 33), un panorama dominado por la “selección natural entre los estados existentes”. Aquí entronca Kaplan directamente con Hobbes (de hecho, la cita que encabeza el libro son unas palabras de Hobbes: “Antes de que los nombres de justo e injusto puedan tener lugar, debe existir algún poder coercitivo”). Esta situación de pura anarquía (de resabios darwinianos), que es el presente de África, será inevitablemente nuestro futuro.

Pero, ¿cuál será el desencadenante de este apocalíptico desastre? Aquí Kaplan no tiene más remedio que refrenar su afán de pionero y reconocer que el Kennan de este nuevo escenario de postguerra fría no es él, sino un tal Homer-Dixon, quien ya en 1991 profetizó que las guerras y conflictos del futuro nacerán de la escasez de recursos, consecuencia a su vez del deterioro medioambiental y del desbocado incremento demográfico en los países pobres. Ese es el origen de toda la cadena de desastres que nos aguardan: desde la exacerbación de los conflictos étnicos hasta esos agujeros negros que son los “Estados fallidos”, el choque de civilizaciones, el caos y la violencia en las ciudades, etc, etc… Tal derrumbe tendrá lugar primero en el Tercer Mundo. ¿Por qué? Kaplan considera que la mayor parte de los mapas trazados por las potencias coloniales implicaron un precipitado injerto del concepto de Estado a una realidad abigarrada que se le resistía. Ahora, por las causas antedichas, esa realidad reclama sus antiguos derechos, surgiendo así un nuevo mapa del mundo: un mapa dinámico de diseños cambiantes, un holograma cartográfico, una “representación siempre mutante del caos” (p. 67).

Nos encontramos en este opúsculo con generalizaciones tan amplias que resulta difícil refutarlas de un modo concluyente. Está claro que muchos ejemplos las avalan, pero otros muchos las contradicen. Por ejemplo: en el año 1994 ocurrieron de modo simultáneo dos fenómenos contradictorios: el genocidio ruandés (síntoma de la anarquía que viene) y las primeras elecciones libres en Sudáfrica (fortalecimiento de las bases de un Estado que ahora sí era de todos). ¿A cuál de ellos habría que otorgarle más peso? Respecto al pronóstico que hace Kaplan sobre una creciente separación de la cultura negra norteamericana de la corriente principal de la política estadounidense (pp. 71-72): me limito a señalar la llegada de Obama a la presidencia de los EEUU. Y en cuanto a Pakistán, ¿es una primicia del futuro que nos aguarda o una “piedra en el camino” hacia la formación de una república kantianamente cosmopolita?

Creo que en el fondo Kaplan añora la Guerra Fría y sus fronteras diáfanas y endurecidas. Y es que, por terrible que sea la realidad, una frontera bien trazada nos hace sentir seguros (aquí los buenos, allí los malos). ¡Habría que decirle a Kaplan, sin embargo, que hay vida después de la Guerra Fría! Una vida que no tiene por qué ser el caos que él vaticina. Pienso que el futuro será en parte –igual que lo ha sido siempre– como queramos que sea. Frente el caos descrito por Hobbes surgió en la Europa de las guerras de religión la solución propuesta por el mismo Hobbes. Ante los nuevos retos planteados por un mundo globalizado, ¿por qué insistir en que la única alternativa a los Estados nacionales debe ser necesariamente la anarquía? Podrían surgir nuevas solidaridades interestatales en forma, por ejemplo, de grandes federaciones, o bien una estructura verdaderamente global capaz de domesticar ese far west donde Estados sin freno y multinacionales voraces campan por sus respetos. No quiero ser portavoz de un optimismo blandengue y tibiamente “wilsoniano”. Pero no veo por qué un pesimismo disfrazado de realismo tenga que ser la última palabra. Creo que Kaplan debería refrenar en parte su ansiedad por adivinar el futuro. El riesgo de querer ser original a toda costa consiste en que uno tiende a generalizar precipitadamente. En que uno toma en cuenta sólo aquellos casos que justifican las propias hipótesis, apartando a un lado los que las contradicen. Pero basta con abrir el periódico para detectar que hay muchas fuerzas, algunas de ellas intensas, que nadan en contra de esa corriente pavorosa descrita por Kaplan.