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jueves, 23 de abril de 2009

Afropesimistas. El desilusionado desilusionado: Robert D. Kaplan (IV)


Ante Kaplan se presentan lo que los juristas llamarían dos “casos difíciles”:
1.- Por no haber apoyado la Administración Carter a un gobierno poco respetuoso con los derechos humanos (el Derg durante los años de su consolidación), se permitió la creación en Etiopía de un régimen sovietizante que algún tiempo después condujo a la muerte a cientos de miles de personas. Por lo tanto, ¿hubiera sido mejor apoyar entonces al Derg, aunque estuviese masacrando a parte de su población, para impedir que años más tarde asesinara a una fracción aún mayor de ésta? En términos generales: ¿debía apoyar EEUU en tiempos de la Guerra Fría a regímenes dictatoriales cuando estos vacilaban entre incorporarse a una u otra “órbita”, con tal de permitir que en el futuro el sufrimiento de sus poblaciones fuera menor?
2.- Por volcarse la Administración Reagan en la ayuda humanitaria a Etiopía, se posibilitó que el régimen sangriento de Mengistu se fortaleciera. En efecto, se produjo una especie de división del trabajo entre EEUU y la URSS: los soviéticos facilitaban armas al Derg para masacrar a las guerrillas de las poblaciones díscolas, mientras que los americanos facilitaban los alimentos con los que pacificar a esas poblaciones una vez conquistadas. La amenaza del Derg era: “o te rindes o te mato de hambre”. Ahora bien, como el no-matar-de-hambre dependía enteramente de la ayuda estadounidense, ésta sirvió en realidad de arma contra tigrés o eritreos. Por lo tanto, ¿hubiera sido mejor suprimir la ayuda humanitaria para conseguir así que una población hambrienta y desesperada se alzara contra el Derg en una revuelta incontenible? En términos generales: ¿debía EEUU en tiempos de la Guerra Fría proporcionar ayuda humanitaria a regímenes totalitarios enclavados dentro de la órbita soviética?

Nos enfrentamos en ambos casos a una terrible aporía. Si actuamos “bien” (si no apoyamos a un régimen dictatorial, si damos de comer a los hambrientos) causaremos en el futuro un mal mayor (un régimen “enemigo” e indiferente a los derechos humanos de su población). Si actuamos “mal” (si apoyamos a un régimen dictatorial, si no damos de comer a los hambrientos), causaremos en el futuro un bien mayor (un régimen “amigo” y más respetuoso con los derechos humanos de su población). El debate gira, por expresarlo en términos muy abstractos, acerca de la dicotomía entre “ética deontológica vs. ética consecuencialista (en su modalidad utilitarista)” o, dicho en lenguaje weberiano, entre “ética de la convicción vs. ética de la responsabilidad”. No hay duda de hacia qué extremo de la disyuntiva se inclina Kaplan. En el cálculo utilitarista, parece claro que 10.000 muertos ahora por apoyar a un régimen dictatorial son algo mejor que 1.000.000 de muertos luego por haber entregado ese régimen a la órbita soviética; o –produce escalofríos pensarlo– que 1.000.000 de muertos ahora por no alimentar a los que sufren hambre son algo mejor que sucesivas oleadas de millones de muertos en el futuro por mantener a un gobierno que no hace nada por modificar las políticas que provocan tales hambrunas. Ahora bien, ¿se puede jugar de este modo con la vida y la muerte de seres humanos, es decir, de lo que en términos kantianos son “fines en sí mismos”?

John Rawls –entre otros muchos– diría: “no”. Para Rawls el cálculo utilitarista que me permite sacrificar momentos actuales (el “mal” que el dentista me causa) por momentos futuros (el “bien” de que no me duelan las muelas) no es exportable fuera del ámbito individual. En su formulación clásica expresada en Teoría de la Justicia: “Cada persona posee una inviolabilidad fundada en la justicia que incluso el bienestar de la sociedad como un todo no puede atropellar”. Es decir, no se puede infligir ningún mal a una persona (y qué peor mal que la muerte) para conseguir un mayor bien a un mayor número de personas en el futuro (que no mueran). Ahora bien, Kaplan habla de política internacional. En efecto, en tiempos de la Guerra Fría toda política nacional en el Tercer Mundo era política internacional, pues las dos Superpotencias andaban siempre de por medio. Ahora bien, a falta de un monopolizador de la violencia legítima, en política internacional vale todo: nos hallamos aquí frente al hobbesiano estado de naturaleza. Rawls puede anteponer la justicia al bien en la esfera nacional porque en los estados constitucionales el monopolizador de la violencia legítima está limitado en su actuación por una estructura básica de derechos individuales que –en palabras de Ronald Dworkin– deben ser “tomados en serio”. En la escena internacional no sucede lo mismo. Así pues, tal vez la única forma de ser moral en este ámbito sea alguna versión de la denostada teoría utilitarista que intercambia pequeñas desutilidades presentes por mayores utilidades futuras.

La pregunta es entonces: ¿hasta qué grado puede permitirse el sacrificio de un número “x” de personas en aras del beneficio de un número “y” (siendo “y > x”)? Y también: ¿hasta cuándo puede prolongarse dicho sacrificio? Y, sobre todo: ¿quién decide cuánto sacrificio es necesario? ¿quién hace cálculos de este modo con el dolor y el placer de otras personas? ¿Tal vez –en tiempos de la Guerra Fría– el Departamento de Estado de EEUU? Como realista, como participante en ese juego de estrategia que para un realista es la política internacional, Kaplan tiene un objetivo básico: que gane su equipo. Como ser humano, parece tener otro objetivo distinto: la mayor utilidad para el mayor número. Según él tales objetivos no pueden entrar en contradicción: que un país pertenezca a la órbita occidental (y no a la soviética) mejora sustancialmente la situación de los derechos humanos de su población. Pero puede existir un intervalo de tiempo en el que sí se contradigan: cuando se apoya a un gobierno tiránico que duda entre entrar en una órbita o en otra. En este caso el cálculo utilitarista aconseja apoyar al gobierno tiránico. Mi pregunta es: ¿hasta cuándo debe prolongarse ese intervalo en que apoyamos a un grupo de asesinos con la esperanza de que pase a ser finalmente de los nuestros? ¿Y si la situación se prolongara mucho tiempo? ¿Seguiríamos respaldando al mal gobierno amigo únicamente porque es amigo, y no porque respete más que otros los derechos humanos?

Y es que aunque para Kaplan la pertenencia de un país a la órbita occidental garantice un mayor respeto a los derechos humanos (y, por lo tanto, el interés táctico de conseguir que así sea guarde con el fin moral una especie de “armonía preestablecida”), nosotros albergamos ciertas dudas. A veces parece como si Kaplan valorase el interés táctico al margen de su “consecuencia” moral, como cuando denuesta a EEUU por condicionar su ayuda a Somalia al abandono previo del Ogaden, mientras que la URSS sí que sabe velar por sus intereses: “Era un ejemplo clásico de Occidente siendo demasiado civilizado para defender sus propios valores… Por más desesperadamente que los soviéticos pudieran pretender desertar de Somalia después de convertirla en una potencia de la región, por lo menos actuaban en apoyo de sus intereses” (p. 262). Aquí el ingrediente moral se ve como un elemento inarmónico: un freno o limitación a la búsqueda del interés nacional. Lo mismo que en este párrafo: “Imagínese la reacción del público si la administración Reagan se hubiera negado –con la finalidad de derrocar al régimen [el Derg]– a suministrar a Etiopía ayuda de emergencia. Dadas las limitaciones impuestas por nuestra moral, los occidentales hicimos casi todo lo que pudimos” (p. 279). O este otro, en el que la ética es vista como mera “ceremonia”: “La estrategia de Carter hacía hincapié en los derechos humanos y la diplomacia. El Kremlin lo interpretó como un signo de debilidad. Moscú invirtió más de mil millones de dólares en armas para apoderarse de un país al mismo tiempo que EEUU no hacía nada salvo andarse con ceremonias” (p. 265).

Y volviendo al presente: ¿qué pasa con Eritrea? En el Epílogo de 2002 Kaplan defiende a Afewerki, pese a su falta de respeto por los derechos humanos, en base al siguiente argumento táctico: “… siendo la lucha contra el terrorismo una estrategia prioritaria para EEUU, una Eritrea estable y disciplinada constituye la base idónea para proyectar la influencia americana y ayudar a Israel en una región cada vez más inestable.” (p. 308). La pregunta es: ¿y qué pasa mientras tanto con los derechos humanos? Recomiendo a este respecto la lectura del
artículo aparecido en el número 535 de la revista “Mundo Negro” acerca de la situación en Eritrea. Tras esa lectura uno teme que la “x” del dolor actual aumente tanto que no haya ninguna “y” futura capaz de compensarla.

lunes, 20 de abril de 2009

Afropesimistas. El desilusionado desilusionado: Robert D. Kaplan (III)


3.- Sovietización de Etiopía. Según Kaplan, durante el período comprendido entre 1974 –año en el que se produce el derrocamiento de Haile Selassie– y 1978–año que supuso el estrellato definitivo de Mengistu (tras las preceptivas purgas de todos sus competidores directos)– el gobierno del Derg erigió en Etiopía un régimen calcado al de la URSS. Para ello se sirvió de dos armas principales, extraídas ambas del sangriento arsenal de la historia soviética: la política de reasentamientos y la política de “aldeanización” (o villagization). Kaplan traza un paralelismo explícito entre la política soviética de deportación de diversas nacionalidades “díscolas” y la implantada por Mengistu contra la población que sustentaba al FPLT, con la idea –en macabra metáfora utilizada por un delegado del Partido de los Trabajadores de Etiopía– de “desecar” la zona de agua (campesinos) para acabar con los peces (los guerrilleros tigrés). Por su parte, la política soviética llevada a cabo en los años 30 contra el campesinado ucraniano se constituye en precedente directo de la política etíope contra los kulaks oromos del centro y del sur del país. Respecto a esta sovietización introduce Kaplan una idea que me parece muy sugestiva: la influencia soviética sólo es determinante cuando atraviesa un cierto umbral. EEUU cometió un grave error de cálculo al no percibir esto: pensó que, al igual que los soviéticos habían salido unos años antes de Sudán y de Egipto, lo mismo sucedería ahora en Etiopía. Sin embargo, el kremlin había aprendido ya la lección de que –en palabras de J.F. Revel– “ningún país puede ser dominado permanentemente a menos que se le dé un régimen comunista forjado en el molde estándar soviético”. Esta vez los invasores estaban preparados para quedarse.

4- Predominio de factores nacionalistas, étnicos o religiosos sobre los ideológicos. No hay que confundir, sin embargo, sovietización con predominio efectivo de la ideología comunista. Así, en el caso de Etiopía los tres principales bandos en lucha eran comunistas: la guerrilla tigré (FPLT), la guerrilla eritrea (FPLE) y el gobierno del Derg; lejos de servir ello de engrudo, dicha ideología se derrumbó estrepitosamente ante los sentimientos seculares de rivalidad étnica, generando una especie de remake de la antigua pugna entre los amharas y las otras etnias. En el caso somalí (en un país donde las diferencias étnicas apenas cuentan) fue el factor nacionalista el que anuló al ideológico: el famoso irredentismo de las cinco estrellas impulsó al por entonces sovietizado Siyad Barreh a emprender una guerra contra la también sovietizada Etiopía por un trozo del desierto del Ogaden; la ideología tampoco sirvió aquí de freno al dominio de unos factores emocionalmente más apremiantes. En el caso del Sudán, por último, es el factor religioso el que alimenta una guerra de décadas entre musulmanes del norte y cristianos y paganos del sur.

5.- Desatención de los gobiernos africanos hacia sus poblaciones. En el caso etíope, ya hemos visto cómo el factor étnico divide a los “súbditos” (que no “ciudadanos”) entre elementos a tomar en cuenta y elementos prescindibles (y eliminables). En el caso sudanés señala Kaplan la presencia de un fenómeno más general: el desinterés que muestran en África los dirigentes citadinos hacia la mayoritaria población campesina. Los dirigentes gobiernan para contentar a aquellos que pueden arrebatarle el poder (las capas medias y educadas de las ciudades) y se desinteresan de aquellos que no pueden protestar, es decir, de las masas de campesinos ignorantes y empobrecidos. Como el hambre se ceba sobre estos últimos, es a los extranjeros a quienes corresponde ocuparse de ese problema. Así, el máximo responsable del CAD, órgano etíope encargado de canalizar la ayuda internacional, “presentaba una desconcertante ecuación moral entre los gobiernos ricos de Occidente y los pobres de solemnidad de su propio país. Era una fórmula que, en ocasiones, parecía eximir al gobierno etíope de cualquier obligación” (p. 59). Pero no sólo al gobierno: los propios etíopes de clase media muestran escasa solidaridad hacia sus hermanos campesinos. Es significativa a este respecto la anécdota con que se abre el capítulo 5: “Cuando un cooperante británico en Jartum dijo a una mujer sudanesa de clase media que millones de sudaneses se encontraban al borde de la muerte debido a una hambruna en el extremo oeste del país, ella exclamó: ¡Dios mío, estos jawayas [extranjeros blancos] van a tener que enfrentarse a una crisis! (p. 275)”. Kaplan escribe: “… a partir de las entrevistas que realicé en otoño de 1985 y primavera de 1986, comprendí claramente que la crisis no remordía la conciencia a muchos africanos que no pasaban hambre” (p. 276). A este respecto cabe recordar cuál ha sido la vendetta del actual presidente sudanés al-Bashir tras la condena dictada contra él por el Tribunal Penal Internacional: expulsar a los cooperantes extranjeros que mantienen con vida a gran parte de su población. Está claro que ese no es asunto suyo.

6.- Inviabilidad de la democracia en África. Ante las referidas “fracturas” económicas, religiosas y étnicas que asolan a las sociedades africanas, Kaplan deja entrever que la democracia en el continente no es posible (ni, tal vez, deseable). De ahí su preferencia por gobiernos duros, pero amigos de EEUU, a los que de algún modo pueda presionarse para que alivien las condiciones de vida de sus poblaciones. Así, el Sudan de al-Numeyri: “… durante por lo menos doce de los dieciséis años que Yaffar al-Numeyri se mantuvo en el poder fue, a juzgar por el pésimo nivel del continente, uno de sus mejores gobernantes… el estilo dictatorial de Numeyri fue generalmente benigno” (p. 221). Y ello se debió, por supuesto, al apoyo norteamericano. Tras el derrocamiento de Numeyri y la consiguiente pérdida de influencia de EEUU (eclipsada temporalmente por la hegemonía libia), la situación de los derechos humanos en Sudán (especialmente el derecho a no pasar hambre en la región de Darfur) empeoró visiblemente. Otro caso es el de la población tigré que –lejos de toda veleidad por la democracia formal– votó “con los pies” cuando decidió retornar desde el exilio sudanés a la zona controlada por el FPLT: “se me antojó que esta repatriación revelaba mucho más sobre las preferencias políticas de un pueblo que todas las elecciones amañadas y semiamañadas que se celebran continuamente en África” (p. 156). Pero el caso favorito de Kaplan es el del presidente eritreo Isaías Afewerki, por quien experimenta una indisimulada atracción. Son constantes sus elogios al FPLE durante todo el libro. Pero una vez alcanzada Eritrea su independencia, y cuando el espejismo podría haberse ya disipado, Kaplan lo sigue manteniendo. Así lo muestra en el Epílogo escrito en 2002, en donde hace suyas las palabras de Afewerki de que “nadie en África ha logrado copiar un sistema político occidental, que Occidente tardó cientos de años en desarrollar. En toda África hay violencia política o criminal. En consecuencia, tendremos que controlar la fundación de partidos políticos para que no se conviertan en medios de división religiosa y étnica” (p. 306). Este apoyo de Kaplan a gobiernos que, aunque dictatoriales, se sitúan en el “bando correcto”, me lleva a realizar una serie de reflexiones cuyo completo despliegue necesita de otro post.

jueves, 16 de abril de 2009

Afropesimistas. El desilusionado desilusionado: Robert D. Kaplan


En Rendición o hambre Kaplan analiza la situación político-económica del Cuerno de África durante el período comprendido entre 1984 y 1987. No obstante, cuando la ocasión lo requiere, realiza detallados flashback que permiten considerar la cuestión tratada desde un punto de vista más comprehensivo. El libro alterna planos cortos, en los que recorremos, por ejemplo, la clínica subterránea montada por la guerrilla eritrea en Port Sudan hasta otros planos largos en los que las distintas unidades (no necesariamente estatales) que integran el Cuerno de África se nos aparecen como las piezas de un juego de estrategia. La primera persona se integra en la tercera de un modo que al novelista Theroux, con su quisquilloso ego siempre a cuestas, le estaría vedado. El libro se divide en cinco capítulos. Los tres primeros se centran preferentemente en Etiopía; los dos últimos en Sudán. Un Epílogo, escrito en 2002, retorna a la Eritrea ya independiente, y contiene fragmentos de una entrevista realizada a Isaías Afewerki donde éste se manifiesta sobre el futuro del país.


Se trata de un libro fuertemente marcado por el momento histórico en el que fue escrito: los últimos años de la Guerra Fría (no parece que el autor intuya en ningún momento lo que supuso la figura de Gorbachov: la URSS a la que se refiere es –a todos los efectos– la misma sangrienta dictadura de los años 30). En cada una de las páginas, y por detrás de los actores secundarios que van desfilando por ellas, vemos siempre las siluetas de las dos superpotencias, moviendo los hilos de la escena internacional como infatigables titiriteros. No tiene Kaplan ninguna duda sobre cuál de ellas ganó la partida en este lance. Ni tampoco del motivo de su victoria: la política “idealista” de la Administración Carter, que antepuso consideraciones morales (no alentar a un gobierno, el del Derg, que trituraba los derechos humanos) a razones de estado (ganar un aliado), permitiendo así que la URSS se hiciera con el control de Etiopía a cambio de la triste migaja de una alianza con Somalia. Kaplan se mueve dentro de una óptica abiertamente utilitarista en la que, digamos, 10.000 muertos de hoy compensan el ahorro de 100.000 muertos de mañana (“Un millón de etíopes ya han muerto como consecuencia del hambre y la colectivización forzosa, lo cual no habría ocurrido si la Unión Soviética no se hubiera implantado en Etiopía hasta el punto que el Departamento de Estado de Carter estuvo dispuesto a aceptar”, p. 249).


No ofreceré aquí un relato exhaustivo de la trama general del libro, sino que –sin ánimo de ser sistemático– presentaré en este post y en el próximo algunos de sus argumentos principales:


1.- El poder inmenso del Cuarto Poder. Para Kaplan no existe ninguna duda acerca de la importancia de los medios de comunicación de masas en la conformación de la opinión pública y, por lo tanto –en lo que respecta a los países democráticos–, en la actuación misma de los gobiernos. Parece como si hubiesen sido los intereses de las grandes agencias de comunicación los que hubieran marcado la agenda exterior de EEUU en su actuación en el Cuerno de África durante estos años. Así, el cambio de rumbo en la política de Reagan en Etiopía se explica porque “la noticia [de la hambruna] estaba quedando obsoleta. El factor de novedad había desaparecido. Llegaban en tropel otras personas y otros acontecimientos que competían por la solidaridad y la comprensión de la audiencia televisiva estadounidense” (p. 30). Otro ejemplo: la falta de relevancia de la política etíope para EEUU se explica en parte por la escasa fotogenia de Mengistu: un “burócrata sin rostro” al que “la inmensa mayoría del pueblo estadounidense ni siquiera reconocería” (p. 35).


2.- Una imagen vale menos que mil palabras. Es el tema clave del primer capítulo del libro: las imágenes de la hambruna captadas por las cámaras de televisión falsearon la realidad. Silenciaron la “dimensión interna” de tal desastre: “el hambre como una consecuencia manipulada de la guerra y de los conflictos étnicos” (p. 29), presentándolo como una especie de fenómeno natural causado por la sequía. En el Prefacio a la edición original el autor se expresa aún con mayor claridad: “El hambre en el Cuerno de África es un aspecto y una herramienta del conflicto étnico que enfrenta a los amharas etíopes de las tierras altas del centro con los eritreos y los tigrés del norte” (p. 9). Al final, la falsedad de la imagen contamina a los medios de comunicación escritos: “Incluso los periódicos, que deberían haber sido los que adoptaran una orientación menos visual, se obsesionaron con el drama de la inanición masiva, mientras que el contexto histórico y político al que ésta pertenecía quedaba en gran parte inexplorado” (p. 79). Considero pertinente a este respecto una lectura del libro de Giovanni Sartori Homo Videns: la sociedad teledirigida (Taurus, 1998) en donde se abordan de un modo más reflexivo las consecuencias perversas que, para el razonamiento abstracto, trae consigo esta creciente sustitución del concepto por la imagen, propiciada por los medios de comunicación.

jueves, 9 de abril de 2009

Afropesimistas. El desilusionado desilusionado: Robert D. Kaplan (I)


Kaplan es un realista político, es decir, una persona por principio desilusionada. Un realista político contempla la política como un mero choque de fuerzas. Sus análisis tratan de cuestiones como: qué fuerza predomina en este momento, cómo coaligar fuerzas en apariencia dispares, de qué modo fortalecer una fuerza ahora debilitada… Considera la política como una guerra en la que sólo importa una cosa: quién gana, quién pierde. Como Kaplan pertenece a un bando concreto, el de la “democracia liberal”, desea que sean sus fuerzas las que se alcen con la victoria. Pero en ningún momento se deja llevar a engaño. Los realistas odian el wishful thinking: estudian los aciertos y desaciertos dentro de sus filas con la misma impasibilidad que los de las filas contrarias. Se consideran a sí mismos objetivos y veraces, y no les importa si pasan por cínicos. Cuentan las cosas como son, es decir, como ellos las ven. No problematizan la relación entre lo que perciben y lo que verdaderamente pasa “ahí afuera”. Los epistemólogos calificarían su postura de “realismo ingenuo”.

Lo contrario de un realista político es un idealista político. Para éste existen una serie de ideales que los participantes en el juego político –“juego”, que no guerra: los perdedores nunca son pasados a cuchillo– utilizan para modelar las instituciones. No es posible analizar las “jugadas” de los contendientes sin evaluar el grado en el que, con cada una de ellas, realizan (o dejan de realizar) un determinado valor. El poder no es un fin en sí mismo, sino un instrumento para transmutar hechos en valores. De nada sirve ganar por goleada si no se altera la realidad en el sentido deseado. Dicho de otro modo: para un idealista político no es posible emplear medios moralmente reprobables para alcanzar fines moralmente valiosos. Existe una constante retroalimentación entre medios y fines, de modo que estos sólo pueden obtenerse si, de algún modo, están ya presentes en los medios utilizados. Para el realista, sin embargo, los fines son exógenos a los medios: los valores constituyen una especie de residuo teológico que –de ser tomado demasiado en serio en la lucha política cotidiana– entorpece los movimientos de los contendientes, como si los soldados de un ejército se vieran obligados a luchar a la pata coja. Para Kaplan, por ejemplo, la política excesivamente idealista de la Administración Carter en el Cuerno de África a finales de los 70 fue tan nefasta porque estuvo “basada y limitada por preceptos morales que los gobernantes soviéticos y africanos sólo predicaban”.

Yo creo (y en esto no estoy solo) que la relación entre medios y fines, entre la “torva” realidad y los ideales, es algo más compleja. Al igual que en la ciencia hemos descubierto que el ojo no se enfrenta directamente a las cosas, sino que la mirada está siempre cargada de teoría, creo que postular en el análisis político una especie de adanismo axiológico resulta erróneo. Pues, al final, los valores se cuelan siempre de rondón. En el caso de los realistas: una especie de culto nietzscheano a la "voluntad de poder". Lo único que diferenciaría entonces a un Kissinger de un Gromiko sería el hecho puramente azaroso de que ambos luchan en bandos contrarios.

Comentaremos aquí dos textos de Kaplan.

1.- En su libro Rendición o hambre. Viajes por Etiopía, Sudán, Somalia y Eritrea, de 1988 (publicado en España por Ediciones B), Kaplan realiza un análisis minucioso de la situación política que atravesaban los países que forman el Cuerno de África durante los últimos años de la Guerra Fría. Aquí el escenario es diáfano, así como las “reglas” de la guerra. Se enfrentan dos grandes ejércitos: el estadounidense y el soviético. Cada uno de ellos mueve sus batallones: somalíes, Derg, EPLE (guerrilla eritrea), EPLT (guerrilla tigré), gobierno sudanés, EPLS (guerrilla sudanesa), y algunos más. A la altura en la que el libro está escrito, 1987, el bando estadounidense pierde claramente la contienda, debido en parte a las trabas que ellos mismos se imponen por el uso de ideales como "democracia" y "derechos humanos". El bando soviético, por su parte, se concentra únicamente en hacer la guerra, utilizando para ello una táctica irresistible empleada ya en la Ucrania de los años 30: la muerte por inanición.

2.- El segundo texto que vamos a comentar, “La anarquía que viene”, es un trabajo de 1994 recogido en el libro de igual título del año 2000 (publicado en España también por Ediciones B). La situación ha cambiado por completo desde 1987 (caída del muro de Berlín, desintegración de la URSS…) pero para un realista político como Kaplan la misión es la misma que antes: describirla. Lo que pasa es que a la altura de 1994 resulta todo mucho más difícil; el escenario cambia a cada instante y los bandos apenas se dejan definir: se forman coaliciones inestables entre soldados de un mismo ejército (que se vuelven unos contra otros) o de ejércitos contrarios (que, de pronto, dejan de serlo), saltan al campo de batalla nuevos y extraños combatientes (por ejemplo, jóvenes drogados que llevan camisetas de Rambo), las tropas siguen en su lucha tácticas extravagantes (algunos recurren a la brujería), realmente no sabe uno a quién dispara, ni cuánto tiempo tendrá que seguir haciéndolo, ni por qué… La previsibilidad de la Guerra Fría ha sido reemplazada por esa anarquía que se menciona en el título. Parece como si la “gramática” misma de la política (es decir, de la guerra) estuviese mutando delante de nuestros ojos.

Ambos textos contienen, en mi opinión, ideas valiosísimas, fijan la atención en lugares donde a muchos nunca se nos hubiera ocurrido mirar, aportan testimonios “de primera mano”… Lo único que no me satisface en ellos es su irrealista pretensión de que lo que allí se narra es toda la realidad. Los realistas políticos se encuentran tan sujetos a sus propios prejuicios –en forma de valores no tematizados– como aquellos que no lo son. El que crean firmemente lo contrario es lo que los torna tan peligrosos.

lunes, 6 de abril de 2009

Fuga de cerebros (y II)


De un modo inesperado es Michel Walzer, el célebre pensador social estadounidense, quien acude en nuestra ayuda a la hora de ofrecer un criterio externo con el que resolver el dilema planteado en el último post. Citemos sus palabras: “Rousseau formula unas indicaciones en las que explica cómo poder rescindir el contrato social con una comunidad cuando uno quiera, excepto en el caso de que la comunidad se encuentre en apuros. En ese momento no la puedes abandonar, tienes que ayudarla a salir adelante antes de poder marcharte..” (la cita está extraída de la entrevista incluida en la recopilación de trabajos del autor editada en España por Paidós en 2001 bajo el título Guerra, política y moral; la cursiva es nuestra). Las palabras de Walzer no se refieren en concreto al caso africano, sino que se enmarcan en la polémica general sostenida en los años 80 y 90 entre liberalismo y comunitarismo.

¿Consigue Walzer su propósito? ¿Nos brinda un criterio de demarcación que nos permita decidir si la “fuga” del médico malawiano está moralmente justificada (y, por lo tanto, si se trata realmente de una fuga)? Pienso que no. El criterio sería: “no abandones tu comunidad de origen mientras ésta se encuentre en apuros”. Por lo tanto: “hasta cierto nivel de pobreza, si te ves tentado a abandonar tu comunidad, considera únicamente aquellos criterios relativos al bien común; a partir de cierto nivel de prosperidad, en cambio, podrás hacer valer el punto de vista de tu propio interés”. La cuestión que ahora se presenta es: ¿quién fija –y cómo lo hace– ese nivel de “progreso” a partir del cual al miembro de una comunidad le es permitido optar por una vía o por otra? Está claro que ninguna instancia lo establece, y que –de existir dicha instancia– sus criterios serían altamente discutibles. Por lo tanto, carecemos de cualquier mecanismo externo capaz de resolver el dilema: corresponde a cada africano –en el ámbito de su conciencia individual– tomar la decisión por sí mismo. De nuevo nos hallamos en el punto de partida.

Si el africano debe permanecer atado a su comunidad mientras ésta se encuentre “en apuros”, parece que el mejor modo de “desatarse” de ella sería contribuir a que el nivel de la comunidad se eleve. Pero para ello tiene que quedarse en ella, que es justamente lo que –desde la óptica del propio interés– no desea. La vida es corta, y no es probable que la situación del continente vaya a solucionarse de la noche a la mañana. Parece, pues, que el dilema es irresoluble: para “liberarse” de su comunidad, el africano moralmente responsable y profesionalmente capacitado debe permanecer en ella. Pero si permanece en ella, no se libera. Si, a pesar de todo, se libera, es decir, se “fuga” al extranjero, entonces le aplasta la mala conciencia y debe recurrir a un lenitivo –la negrología– que no soluciona nada; es más, que le segrega aún más de su comunidad de adopción sin aproximarle ni un ápice a la comunidad de origen.

No creo que exista ninguna solución universalizable para este dilema: cada africano decidirá, conjugando una serie de factores tanto individuales como colectivos (que en cada caso presentará una configuración diferente), qué es lo que debe hacer por su futuro y por el de su país. Como sucede con la propia muerte, a la hora de tomar una decisión moral importante nos encontramos completamente solos: ningún mecanismo externo nos ayuda a pasar al otro lado. Lo único que me cabe decir es que, antes que aportar respuestas inútiles para lidiar con un dilema insoluble, lo que habría que hacer es trabajar para que dicho dilema ni siquiera tenga que plantearse. Para ello, tal y como se deduce del
interesante reportaje publicado en El País el 25/10/2007, sería necesario trabajar en una doble dirección:

a) Por un lado, para acortar la distancia –en los países de origen– entre interés propio y bien común, mejorando –como dice Rupa Chanda, en Bangalore– “las condiciones para que [los nuevos investigadores] tengan calidad de vida”. Se trataría, a lo Adam Smith, de crear un hábitat en el que estos cerebros, al perseguir su propio beneficio, contribuyan al mismo tiempo al desarrollo de sus países.

b) Por otro lado, y en tanto esa distancia aún permanezca, para cerrar el paso –en los países de acogida– a esas fugas de cerebros o, al menos, para no favorecerlas. Se trataría de evitar la expedición de "tarjetas azules" y demás políticas de “doble velocidad” que provocan la sangría de talentos en aquellos países que más los necesitan.

Mientras estas políticas dejan sentir sus efectos, no deberíamos ser tan duros como lo es Theroux cuando –enfurecido por esas escuelas que se caen a pedazos– denigra de los africanos cualificados que abandonan su terruño en busca de mejores condiciones laborales. Más concretamente: no deberíamos sentirnos tentados a comparar su conducta con las de esos adustos tatarabuelos nuestros que sacrificaron sus vidas –unas existencias marcadas por el trabajo y el ahorro– para que sus descendientes (nosotros) gozáramos de unas condiciones mucho más cómodas que las que ellos mismos padecieron. Los sujetos que habitaban esa Europa que comenzaba a despegar del feudalismo no tenían ante sí el dilema que al africano de hoy se le presenta. Nuestros tatarabuelos permanecieron en su país y dejaron allí los frutos de su trabajo (en vez de emigrar) no porque así lo decidieran libremente sino porque no tenían otra opción. ¡Sencillamente no había otro lugar a donde ir! Ese margen de libertad para elegir del que dispone hoy el africano no estaba al alcance de nuestros antepasados. De ahí la imposibilidad de establecer comparaciones entre ambos.

viernes, 3 de abril de 2009

Fuga de cerebros (I)


Esta cuestión –la de la fuga de cerebros o “brain drain”– aparece tratada en los dos últimos libros aquí comentados, si bien en cada uno de ellos recibe un enfoque diferente.

Para Theroux constituye, sin más, un motivo de “cabreo”. Su actitud –expresada de un modo recurrente y en un tono cada vez más encendido a medida que avanzan las páginas del libro– podría resumirse así: “Pero ¿serán unos sinvergüenzas y unos aprovechados estos tíos? ¡Venga a pedirnos que les saquemos las castañas del fuego y, cuando llega el momento de arrimar ellos el hombro, van y se largan al extranjero a vivir la buena vida! ¿Y tienes la caradura de pedirme que venga mi hijo a enseñar a esta escuela de mala muerte cuando el tuyo se está forrando en una lujosa consulta de Londres? ¡Anda y que te den! ¡Serás capullo…!”.

Creo que Theroux confunde dos experiencias vitales radicalmente distintas. Por un lado, la suya propia: cuando –en plena juventud y lleno de un idealismo tan pujante como un brote de acné– llega a Malawi como miembro del “Cuerpo de Paz”. La idea es la de ayudar durante una temporadita a los más desfavorecidos, acumular una experiencia valiosa desde un punto de vista tanto humano como literario, almacenarla, metabolizarla y utilizarla como si fuera una especie de tejido conjuntivo con el que ir construyendo la propia biografía. Es cierto que las condiciones allí no son buenas (ese calor, esos mosquitos), pero como “experiencia” hasta las vivencias más desagradables resultan de enorme utilidad. Comparemos esta situación con la del médico malawiano enfrentado a la perspectiva de un futuro siempre igual: un sueldo misérrimo (y eso los meses en que cobra), escasísimos medios materiales a su alcance, exigua consideración social, y una clínica que poco a poco se le va cayendo a pedazos. ¿Nos sorprendería mucho si ese médico deseara ejercer en el extranjero? A mí no, aunque a Theroux parece que sí. ¿Qué haría el propio Theroux si lo que vive como una “enriquecedora experiencia” se transformara en un “destino irrevocable”?

Con un tono menos estridente, Stephen Smith aborda al profesional africano cuando ya se encuentra fuera, estudiando por ejemplo una radiografía en su lujosa-consulta-londinense. Observémoslo más de cerca. Se ha marchado de su país porque su situación era allí insostenible pero, al llegar al extranjero, no puede dejar de percibir a su alrededor una atmósfera de suave y sutil xenofobia. No se trata de un racismo abierto, no, sino de un sentimiento mucho más difuso que se enmascara tras pequeños gestos: ese escalofrío del paciente cuando lo toca con sus dedos negros, esa mirada “positivamente comprensiva” del colega durante las “VI Jornadas de Cardiología Clinica”, esa risita de conejo del tendero cuando le tiende las zanahorias… Estos pequeños gestos, reiterados día tras día, van ensombreciendo su ánimo, al tiempo que le causan un malestar que se suma al que ya le produce su mala conciencia por haber abandonado a los suyos allá en el lejano Malawi (el esporádico envío de remesas no alivia demasiado).

Entonces, según Smith, acude en su rescate el séptimo de caballería, es decir, de nuevo la negrología. Con ayuda de este ideario el joven médico obtiene un doble triunfo. Por un lado, encuentra la coartada perfecta para justificar su “fuga”: y es que los blancos han esquilmado durante años las riquezas de su país, el mercado laboral se encuentra fuertemente sesgado por efecto de la globalización, no le ha quedado otra salida que hacer las maletas y emigrar a Europa. Por otro lado, frente a la enrarecida atmósfera de blanda xenofobia que impregna su país de acogida, la negrología restañe sus sentimientos heridos mediante una vigorosa apelación a la verdadera “esencia africana”, a sus virtudes imperecederas, al orgullo de ser negro.

Lo que aquí se ventila, en realidad, es un problema de orden moral. Hay en liza dos puntos de vista: el puramente economicista, según el cual el africano –como todo homo economicus que se precie– hace muy bien en largarse allí donde el mercado globalizado le ofrece mayores oportunidades. Y el punto de vista ético, según el cual el africano traiciona a su pueblo si no reinvierte en él sus conocimientos. Theroux no contempla este dilema entre propio interés y bien común. O tal vez sí lo ve, pero en ese caso lo somete a un doble rasero: por lo que a él respecta, no hay duda de que el ejercicio de la profesión debe responder al incentivo del propio interés (en caso contrario, no se explica uno cómo no ha permanecido en África ayudando a los necesitados, en lugar de convertirse en un afamado novelista agobiado por los faxes); ahora bien, en lo que se refiere a los africanos, Theroux sostiene que ellos sí han de sacrificar sus vidas (sus únicas vidas, tan personales e intransferibles –aunque no tan célebres– como la del escritor Theroux) en aras del bien común. Smith, por su parte, sí se plantea el dilema. De hecho, la necesidad que, según él, tiene el inmigrante africano de recurrir a la negrología para protegerse de su mala conciencia implica que, en efecto, tiene mala conciencia; es decir, que se encuentra moralmente desgarrado entre la llamada del bien común y la del propio interés.

¿Es posible encontrar alguna solución a este dilema? Como en las viejas novelas decimonónicas, dejo a mi improbable lector flotando en un mar de dudas hasta el próximo post.