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sábado, 29 de enero de 2011

De los elixires al mercado














En el Prólogo a su libro, titulado La búsqueda, Easterly establece una contraposición entre las fallidas soluciones propuestas hasta ahora por los economistas para que “los países pobres del trópico pudieran llegar a ser tan ricos como los países de Europa y América del Norte”, y lo que él denomina uno de los “principios básicos de la economía”, que en la formulación de Steven Landsburg reza así: “La gente responde a los incentivos, lo demás es nota a pie de página”. Según Easterly, precisamente porque los economistas han desatendido este principio elemental es por lo que sus propuestas para tratar de solucionar los problemas de los países pobres no han tenido éxito.

Cuando Easterly se refiere a las soluciones fallidas de sus antecesores no puede evitar que sus palabras se tiñan de una cierta ironía. Habla de ellas como de “objetos preciosos”, “elixires”, “panaceas”…, y compara estas búsquedas fallidas con la de objetos mitológicos como el Vellocino de Oro o el Santo Grial. Frente a ellas, Easterly nos presenta su humilde propuesta de búsqueda de los incentivos adecuados. Según él, si los tres principales protagonistas en la lucha contra la pobreza –los donantes del Primer Mundo, los gobiernos del Tercer Mundo y los ciudadanos del Tercer Mundo- tuviesen los incentivos adecuados, todo el problema quedaría resuelto en un pispás: “Con los incentivos adecuados los países pueden cambiar e iniciar el camino de la prosperidad”.

Sin embargo, Easterly no considera su propuesta como otra panacea más, como un elixir mágico o un objeto precioso. Frente al infantilismo de sus predecesores, perdidos en búsquedas vagas e idealistas, él se presenta como un adulto realista convencido de que “la gente hace aquello por lo cual le pagan” (que es otra formulación del motto de los incentivos). Pienso que esta distinción entre panaceas desorbitantes por un lado y un sano y escéptico realismo por el otro, se solapa en parte con la clasificación que en escritos posteriores realiza Easterly entre planificadores (planners) y buscadores (searchers). En palabras del propio autor: “El planificador cree que la pobreza es un problema de ingeniería que puede resolver; el buscador piensa que es una mezcla de factores políticos, sociales, históricos, institucionales y tecnológicos; el primero cree que los extraños saben suficiente para imponer soluciones; el segundo cree que sólo los de dentro tienen ese conocimiento”. Epistemológicamente, los primeros confían en el uso de regresiones del crecimiento (growth regressions) capaces de capturar los determinantes básicos del mismo; los segundos, más empíricos, se sirven de correlaciones simples o, en los últimos desarrollos micro, de proyecciones randomizadas (randomized trials).

Late aquí, en el fondo, la vieja contraposición entre “racionalistas” y “empíricos”. Si esta distinción se redujera al ámbito cognoscitivo, sólo tendría palabras de elogio para “empíricos” como Easterly. Pero esta oposición se solapa, muy a menudo, con posturas políticas menos justificables. Pienso, por ejemplo, en la disyuntiva establecida por Thomas Sowell entre las visiones “conservadora” y “revolucionaria” sobre del cambio social. Para la primera, los cambios sociales deben ser siempre frutos del “compromiso” negociado entre las partes; la segunda tiende a buscar “soluciones” definitivas. Desde un punto de vista epistemológico, el conocimiento es para los conservadores siempre falible, y sólo puede fundarse en la experiencia y la tradición: “el conocimiento es la experiencia social de las masas materializado en sentimientos y hábitos más bien que en las razones explícitas de unos cuantos individuos, por muy talentosos que estos puedan ser”; para los revolucionarios, según Sowell, “es perfectamente posible comprender y, por consiguiente, dominar los complejos fenómenos sociales”.

¿No parece esto un calco de la contraposición entre “buscadores” y “planificadores”? Las cautelas epistemológicas de Easterly, dignas siempre de elogio, pueden amparar sin embargo una “visión” según la cual toda medida racionalizadora (“panacea”) sea identificada negativamente con planificación y proteccionismo (y si al crítico se le calienta la boca, con totalitarismo o, directamente, con comunismo), y todo lo que se oponga a ella con una apelación a las bondades “naturales” del mercado. Desde este punto de vista cobra pleno sentido el título de la entrada de la bitácora de Juan Carlos Rodríguez, aparecida nada menos que en el sitio “liberalismo.org”: “Easterly, ¿un nuevo Peter Bauer?”, y en la que afirma: “William Easterly ha escrito The Elusive Quest for Growth, un libro en el que hace un repaso a las principales teorías del desarrollo, para constatar (de forma brutalmente incontestable) el fracaso de una tras otra. Lo único que salva de la quema… son los incentivos, como Bauer”.

¡El santo Bauer! De la crítica a la arrogancia de las panaceas se pasaría, sin solución de continuidad, a la arrogancia con la que los neoliberales defienden el mercado como único método posible de vertebrar las sociedades. Como si entre Marx y Hayek no cupiera ninguna posición intermedia, y la propuesta de cualquier medida –por modesta que sea– de regulación de los mercados fuese, sin más, una muestra larvada de comunismo o, en su formulación más simpática, de “sociedad cerrada” o vete tú a saber qué.

jueves, 20 de enero de 2011

Hoja de ruta















Pienso que una manera adecuada de articular este blog será la siguiente: en un primer momento tomaré el libro de William Easterly como campamento-base desde el cual hacer incursiones por el resto de los libros. Una vez agotado este recurso, abandonaré el planeta Easterly y pasaré a un tema poco tratado por este autor: el del comercio internacional, donde la voz solitaria de Reinert se batirá –en combate desigual– con las voces de los demás autores.

No es que sienta una simpatía especial hacia el libro de Easterly, pero pienso que su estructura facilita este tipo de estrategia. En efecto, tras un primer capítulo en el que el autor describe cómo el crecimiento económico es, a su juicio, la mejor manera que tienen los países pobres para escapar de su situación, el libro se articula en torno a dos grandes apartados. En el primero explica las diversas tentativas realizadas hasta el momento por los economistas del desarrollo en su búsqueda de un “elixir mágico” con el que eliminar los padecimientos de los países pobres; en el segundo, propone diversos modos de articular su lema alternativo (y un tanto mántrico): “encontrar los incentivos adecuados”. Pues bien, ambas partes constituyen una plataforma idónea para realizar avanzadillas en torno al libro de Sachs (cuando en los capítulos 6 y 7 Easterly trata de la “panacea” de la ayuda al desarrollo y de la condonación de la deuda), o de algunos capítulos del libro de Collier (cuando en los capítulos 11-13 habla de los aspectos políticos e institucionales). De este modo, y cuando hayamos atravesado el ecuador de este blog, habremos visto la totalidad del libro de Easterly y grandes porciones de los libros de Collier y de Sachs.

Es entonces cuando pasaré al libro de Reinert. Este autor, siguiendo los antecedentes del estructuralismo latinoamericano y de la teoría de la dependencia (y mucho más allá: List, Colbert, Serra…), considera que el lugar que ocupan los países pobres en nuestro mundo globalizado sitúa a estos en el vórtice de un círculo vicioso. El comercio internacional, en sus términos actuales, es un juego de suma cero, en el que la prosperidad de los países ricos se alimenta de la pobreza del resto de los países. El único modo de romper este círculo es que los países pobres hagan lo que los países ricos hicieron en su día para transformarse en países ricos, y no lo que los países ricos dicen ahora a los pobres que estos deben hacer. Confrontaré esta postura con los capítulos (6 y 10) que Collier dedica a este tema y, en general, con la que sobre el mismo se desprende de los libros de Sachs y Easterly.

No pienso enfrentarme solo a esta ingente labor. Contaré para ello con esa maravillosa “guía de lectura” que es el libro de Pablo Bustelo Teorías contemporáneas del desarrollo económico (Editorial Síntesis. Madrid, 1998), el cual –con toda seguridad– me obligará a hacer incursiones por libros de autores que anticipan muchas de las ideas de Sachs, Collier, Reinert o Easterly (pienso en Myrdal, Hirschman, Bauer o Prebisch). Tendré siempre cerca el libro de Elhanan Helpman El misterio del crecimiento económico (Ed. Antoni Bosch. Barcelona, 2004). Cuando esté a punto de ahogarme, buscaré ayuda en algún manual de Macroeconomía (por ejemplo, en el que Francisco Mochón tiene en McGraw Hill; Madrid, 2007). En su momento daré también la referencia de numerosos textos extraídos de Internet.

Abro ya el libro de Easterly. Rugen los leones.

jueves, 6 de enero de 2011

Cuatro voces


















Los cuatro libros a cuyo estudio voy a dedicar estas páginas son los siguientes: En busca del crecimiento. Andanzas y tribulaciones de los economistas del desarrollo, de William Easterly (Antoni Bosch Editor. Barcelona, 2003); El club de la miseria. Qué falla en los países más pobres del mundo, de Paul Collier (Ed. Turner. Madrid, 2008); El fin de la pobreza. Cómo conseguirlo en nuestro tiempo, de Jeffrey D. Sachs (Ed. Debate. Madrid, 2005); y La globalización de la pobreza. Cómo se enriquecieron los países ricos… y por qué los países pobres siguen siendo pobres, de Erik S. Reinert (Ed. Crítica. Barcelona, 2007). Ninguno de ellos es un manual al uso sobre la disciplina; se trata, en todo los casos, de libros polémicos, partidario cada uno de ellos de un enfoque propio que se enfrenta en muchos aspectos al de los demás.

De Sachs y Easterly me llegan, borrosos, los ecos de su rivalidad en torno a la cuestión de la ayuda al desarrollo, pero confieso mi ignorancia sobre el resto de sus propuestas. Sé que Easterly echa pestes de dicha ayuda (tras constatar el escaso efecto producido por la misma tras cuatro décadas de transferencias billonarias), mientras que Sachs la defiende a capa y espada. De Collier he oído algo de su teoría multifactorial sobre las trampas de la pobreza, así como de algunas de sus propuestas para salir de ellas (por ejemplo, la intervención militar extranjera). Reinert se mueve, me parece, en otra órbita. Defensor de lo que llama el Otro Canon, sus críticas se dirigen a las actuales relaciones de intercambio entre países ricos y pobres, postulando que un librecambismo irrestricto hunde a estos últimos todavía más en su miseria.

Confieso que la constatación de las enormes diferencias que surgen de un examen, incluso somero, de lo manifestado por estos autores me aflige sobremanera. Pues, ¿no es la Economía, al fin y al cabo, una ciencia? Y la ciencia, frente a esa “disonancia de las opiniones” que, según Agripa, aqueja a la filosofía, ¿no cuenta con un método más que aquilatado para llegar a acuerdos: el tribunal de los hechos? Todos estos autores afirman derivar sus propuestas de un examen desapasionado de tales hechos. ¿Cómo llegan entonces a conclusiones tan diferentes? ¿O es que, acaso, la llamada “Economía del Desarrollo” no es una ciencia, en el sentido al menos en el que decimos que la Física sí lo es?

Según el Nobel en Economía y teórico del crecimiento, Mike Spence, no lo es. Se trata, más bien, de un arte, aunque de un arte “disciplinado”. Atribulado por el lastre de mi formación filosófica, no puedo evitar que esta expresión despierte en mí ciertas resonancias gremiales, vinculadas a la caracterización que hace Aristóteles de la Economía como un “saber práctico”. Al margen de la contaminación, ya subrayada por Kuhn, de los hechos por la teoría, en el caso de la disciplina que nos ocupa sucede que la propia teoría está condicionada –eso ya lo dijo Gunnar Myrdal– por un determinado posicionamiento axiológico. De ahí que el ardor que se desprende de la polémica Sachs-Easterly, o el furor proteccionista de Reinert, o la apelación de Collier a su martillo estadístico (p. 16; imposible no pensar en Nietzsche), deban ser enjuiciados no sólo en atención a los hechos, sino a las posturas morales que cada uno defiende. De ahí, también, la sensación de que, muy a menudo, los discursos de unos y otros no se escuchen entre sí.

¿Debemos, pues, abandonar la seguridad que nos ofrece la ciencia cuando nos volcamos en el estudio de cuestiones tan acuciantes? ¿Precisamente aquí –donde más falta nos hace (925 millones de personas sufren hambre crónica en el mundo, según la FAO)– para nada nos sirve la empirie? ¿Estamos abocados a agotarnos para siempre en un montón de discusiones estériles? Está claro que la mera existencia de este blog indica que mi respuesta a esta pregunta es negativa. Sea ciencia o sea arte lo que la Economía del Desarrollo es, ojalá al concluir este estudio haya encontrado algún tipo de esclarecimiento. Incluso aunque no lo encontrara (mis limitaciones son evidentes), creo que el viaje –si llego a su término– habrá valido la pena.

En el siguiente post les expongo cuál será la “Hoja de ruta” de que me sirva a lo largo de esta selvática exploración.

sábado, 1 de enero de 2011

En la selva de los economistas















Después de mucho vacilar doy un paso adelante y, plas, ya está. Ya estoy en la selva: una selva inexpugnable. Es la selva de los economistas. Para ellos el paisaje que ahora me rodea es un prodigio de diseño y de racionalidad. Para mí, que lo ignoro todo sobre la materia, es una selva sin más: una selva. Durante mucho tiempo me he mantenido al margen de ella, por temor a su flora borboteante, a su temible fauna. Pero ahora comienzo a adentrarme por su fronda, sin saber muy bien si mi viaje exploratorio durará unos meses o sólo unas horas.

Vivimos una época de compartimentos estancos, de desaforada especialización. El cultivador de una disciplina se transforma en analfabeto cuando cruza los lindes de otra. Lo desconocido se le vuelve selva, cunde el desánimo, huyen los porteadores. ¿Estamos condenados a vivir en un mundo así: perfectamente nítido a nivel de detalle pero irreconocible cuando, en busca de una perspectiva más amplia, nos alejamos un poco de él? Imposible regresar al homo universalis, lo sé de sobra, pero sé también que esta especialización sin límite aumenta cada día el tamaño de la selva. Y cuando todo sea selva: ¿quién nos guiará a través de ella? Y si nada sabemos, si todas esas formas desconocidas nos desbordan con sus lianas colgantes y sus cocodrilos, ¿no corremos el riesgo de que alguien, más astuto que todos nosotros, nos persuada de que él sí conoce el camino y nos hunda de lleno en el “corazón de las tinieblas”?

No hay duda de que, frente al torpe parloteo del ágora y sus tertulias, el “sólo sé que no sé nada” representa una actitud de irónico y saludable distanciamiento. Y si el mundo fuera sólo theoria, tal vez fuera éste el modo de vida más adecuado o, al menos, el más elegante. Pero el mundo de ahí afuera es siempre acción y, sobre todo, es acción colectiva: es política. De ahí que la ilustración (que en nuestros días debe ser entendida como una lucha tenaz contra esa nueva doxa que es el conocimiento hiperespecializado) sea más necesaria que nunca. No ya por el prurito de saber un poco más de todo (y, consecuentemente, un poco menos de algo en particular), sino porque no hay otro modo de someter a razón aquellas acciones que, por ser colectivas (y, por tanto, obligatorias para todos), nos afectan más de lleno. A nosotros, o a nuestra familia, o –estirando más allá de Dawkins el radio de acción del gen egoísta– a nuestros compatriotas e incluso a eso que muchos consideran sólo una quimera: a la humanidad –y de un modo especial a aquella parte de la humanidad que más sufre.

Ahora bien: la política está hoy entreverada de un modo indiscernible con la economía. Si antes no se veía esto con claridad, ahora, en plena crisis económica –cuando los mercados, como los antiguos dioses, se “desaniman”, o “atacan”, o “se cabrean”– creo que huelga cualquier explicación al respecto. La economía está en todas partes. Parafraseando a Galileo, podemos decir que el mundo está escrito en caracteres económicos. No saber hoy economía o –para expresarme en términos más humildes y, sin duda, mucho más realistas– no hacer un esfuerzo serio por intentar aprenderla, es una muestra de ceguera voluntaria: de no querer ver lo que, cada vez en mayor grado, determina lo que hacemos y, por tanto y en última instancia, lo que somos. Hay que lanzarse al ruedo y, en esta “segunda época” de su andadura, este blog africano pretende tal proeza.

Mi idea es la de convertir estas páginas en un cuaderno de apuntes. Obviamente, no pretendo estudiar toda la economía, sino un campo de la misma muy circunscrito; más concretamente: cuatro libros de cuatro autores que destacan hoy en día en las áreas de la “teoría del crecimiento” y/o la “economía del desarrollo”. En el siguiente post les diré a qué libros y a qué autores me refiero. Por ahora me despido de ustedes con el siguiente “buen propósito” de comienzos de año: es necesario aprender economía, y más aún cuando la economía decide de algún modo la vida o la muerte de miles de personas. Espero verles por aquí de vez en cuando.