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martes, 31 de marzo de 2009

Afropesimistas. El desilusionado ilusionado: Stephen Smith (y IV)


Dos críticas principales tengo que formular al libro de Smith, las dos de carácter –por así decir– “metodológico” (las comillas aluden únicamente a mi ignorancia y a mi temeridad):

1.- Esencialismo. ¿Cómo librarse de él? Recordemos que esta es una de las notas que, según el autor, caracterizan a la negrología. Pero, ¿no incurre también él en ese mismo defecto en muchas de sus páginas? ¿No caigo yo en él cuando, en abstracto, hablo de “África”? A este respecto: ¿quién lanzará la primera piedra? Hasta Kapuscincski, que en las líneas que anteceden a Ébano dejó escrito: “Este continente es demasiado grande para describirlo… Sólo por una convención reduccionista, por comodidad, decimos África”, luego, en el desarrollo del libro, no cesa de hacer generalizaciones. Y es que nuestro lenguaje generaliza de un modo inevitable; la profilaxis nominalista no es un movimiento primario: viene siempre después, cuando comprobamos que los conceptos no hacen justicia a una realidad que siempre se le escapa.

Pero Smith no sólo transforma a África en una esencia, sino que, muy a menudo, la convierte en un sujeto (si bien, eso sí, completamente pasivo; podríamos decir: en un sujeto “paciente”). Así, al referirse a las matanzas perpetradas en los años 90, dice que África “se suicida”; ¿no oscurece de este modo las auténticas dinámicas que conducen a unos africanos concretos a masacrar a otros africanos concretos? El término “suicidio”, al aplicarse reflexivamente al continente en su totalidad, ¿no elude el vocablo auténtico: “homicidio”, que es el que en verdad refleja lo que unos africanos cometen contra otros? Otro ejemplo: al analizar la economía africana, afirma Smith que África se autodestruye; pero, ¿no son unos africanos los que falsean las instituciones y desmantelan la economía en beneficio propio? Con una frase como “desde la independencia, África trabaja en su recolonización” (p. 37) quedan ocultos los complejos mecanismos que llevan a unos africanos a someter a sus países a una situación de dependencia que, de ser interrogados, muchos de sus compatriotas se negarían a suscribir (si se les diera la oportunidad de hacerlo a través de las urnas).

Una cosa es utilizar el término “África” o “los africanos” como un agregado estadístico: aunque ello provoque errores, consideramos tales errores como inevitables, si es que deseamos alcanzar un cierto nivel de generalidad; pero cuando África se convierte, aunque sea de un modo metafórico, en un sujeto que “se suicida”, “se autodestruye”, o “trabaja en”… entonces la esencia “África” desdibuja las fuerzas reales que dentro del continente pugnan entre sí. Y es que los peligros de la personificación son todavía más graves que los de la mera generalización. Está bien, por ejemplo, conceder a “África” su ración de culpa en la situación que “le” aqueja; pero mucho mejor sería especificar que no todos los africanos son igual de culpables: en caso contrario difuminamos las fronteras que existen entre quienes cortan manos y aquellos a quienes les son cortadas. Está claro que Smith lucha a lo largo de todo el libro contra este peligro, y que muy a menudo especifica cuáles son los actores en cada caso… pero a veces se descuida y entonces la visión que queda es la de un continente que “se” suicida (y no la de unos africanos que asesinan a otros africanos), o “se” destruye (y no la de unos gobernantes que esquilman las cajas públicas), que “trabaja” por su recolonización, etc., etc...

2.- El papel de la “superestructura”. Saco aquí del viejo arcón marxista este término hoy en desuso. Al igual que Max Weber situaba en la ética protestante (al fin y al cabo, un “constructo” espiritual) el motor primario del capitalismo (invirtiendo así la tesis marxista de que el pensamiento es una superestructura “determinada” por la infraestructura económica), Smith asienta en una construcción mental (la negrología) la causa principal de los desastres que asolan al continente. Así, en la p. 62 denuncia que el atraso que padece África se explica porque “… su civilización material, su organización social y su cultura política constituyen frenos al desarrollo… África no evoluciona porque está bloqueada por obstáculos socioculturales que sacraliza como fetiches identitarios”.

Me parece bien resaltar el factor “mental” como uno de los muchos hilos causales que arrastran el continente a la deriva. Pero ¿es correcto convertirlo en causa única o –para continuar con la jerga marxista– en causa “en última instancia” (que es la antigua causa única, aunque ahora capitidisminuida)? Creo que el gran peligro que acecha al análisis histórico (o al sociológico) es la monocausalidad, sea ésta en primera o en décimo quinta instancia. Establecer el Espíritu como causa última del devenir histórico arrastra consigo un cierto aire hegeliano que desvirtúa el análisis de otros factores etiológicos cuyo oscurecimiento puede llegar a cegarnos. Es cierto que la histeria provoca a veces parálisis. Pero una mina antipersona puede arrancarte las piernas. La negrología mata a África, pero no es, desde luego, la única responsable en ese homicidio.

Si el principal culpable del colapso africano es una construcción cultural, la solución vendría necesariamente de la mano de un cambio cultural: en suma, de la educación. En algunas declaraciones realizadas tras la publicación del libro, aboga Smith por esta panacea. Y es por esto, por esa fe que deposita el autor en el valor taumatúrgico de una “conversión” espiritual, de una especie de metanoia a nivel de todo un continente, por lo que me atrevo a calificarlo de “desilusionado ilusionado”. La realidad le desilusiona, sí. Pero como esta realidad coja no es sino el resultado de un mal pensamiento, basta con cambiar éste para que la realidad se transforme con él. ¿No es ésta una perspectiva ilusionante? El pensamiento cura, decía Freud. Hasta la histérica más recalcitrante recupera la movilidad de su pierna si piensa lo suficiente como para desatar el trauma que convierte sus músculos en un nudo.

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