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jueves, 26 de marzo de 2009

Afropesimistas. El desilusionado ilusionado: Stephen Smith (II)


A lo largo de los diez capítulos de que consta el libro, el autor pasa revista a aquellos aspectos de la realidad africana donde la negrología (o sus efectos “colaterales”: el victimismo por el robo secular del alma propia, así como esa pasividad que se contenta con aguardar a que el ladrón reintegre hasta el último céntimo) se ha dejado notar durante estos años. Mencionaremos algunos.

1.- Población. Realiza Smith un repaso de los tres grandes desastres demográficos que han asolado el continente durante los cinco últimos siglos: la esclavitud, la colonización y el sida. A este respecto, ya lo adelantamos en el último post, subraya la nefasta labor llevada a cabo por Mbeki y su tozuda insistencia en la especificad africana de la enfermedad, lo que cerró las puertas durante años a los medicamentos adecuados y provocó una mortalidad de enormes dimensiones.

2.- Economía. En el repaso que realiza el autor a los distintos sectores de la economía africana, menciona algunos de los destrozos causados en ella por la negrología. Por ejemplo, la política de “ruralización” coercitiva llevada a cabo en Tanzania por el ideal ujamaa ("comunitario") de Julios Nyerere a finales de los 60; o las consecuencias del “tribalismo” (esa especie de quintaesencia de la negrología), que induce a las élites africanas a repartir el “pastel” de la riqueza patria entre familiares y miembros de la misma etnia. Todo ello ha conducido al “repliegue en una economía de renta y la explotación de los recursos naturales, sin preocuparse del valor añadido por el hombre” (p. 64).

3.- Estado. El Estado africano es –por hacer uso de la célebre expresión del rey Juan Carlos– un “desastre sin paliativos”. También la negrología tiene mucho que ver con esto. Un ejemplo: ante la situación del gobierno gabonés, en el que todos los cargos de máxima responsabilidad (y de mayores ingresos) son desempeñados por familiares o miembros de la etnia del presidente Omar Bongo, un periodista afín escribió: “Según nuestros usos y costumbres, no dar un trato de privilegio a los suyos equivale a negar sus propios valores” (pp. 153-154). O sea, que el nepotismo forma parte –al parecer– del “alma africana”.

4.- Relaciones exteriores. Tras el final de la Guerra Fría y la retirada de las potencias occidentales de su “zona de influencia”, África se ha consumido en una violencia sin precedentes. La negrología, presa del síndrome de victimización, culpa de todo ello a Occidente, sin que el fuego de la indignación arda –señala Smith– “para criminalizar a muchos estados del continente, el tráfico de armas, de drogas o de seres humanos sin ninguna conexión blanca, el intervencionismo militar de las nuevas potencias regionales como Ruanda, Angola o Nigeria, las guerras no convencionales, la violencia ejercida contra la oposición, o las matanzas de africanos a manos de otros africanos” (p. 111).

5.- Ejército. En el capítulo “En el paraíso de la crueldad” traza el autor un relato pormenorizado de las últimas guerras africanas. Al referirse al genocidio ruandés, señala Smith que –aunque sería un error explicar tal desastre en términos étnicos– no hay duda de que sus instigadores se sirvieron de esa demagogia para “arrastrar a su comunidad en su propio beneficio” (p. 137).

6.- Etnicidad. No sólo es el origen de la “patrimonialización” del Estado africano sino que explica gran parte de la cobertura ideológica de quienes detentan ilegítimamente el poder. Es el caso, por ejemplo, de la República Centroafricana, en donde no se apeló al lenguaje étnico “hasta el momento en que hubo que dar sentido a la monopolización del poder y de sus prebendas por parte del entorno del general presidente André Kolingba” (p. 161). Respecto a la “nueva” Sudáfrica, señala Smith que la utilización política del hecho étnico es una forma harto peligrosa de “mencionar la soga en casa del ahorcado” (p. 226).

7.- Democracia. Afirma Smith que “la democracia no tiene en la actualidad base en el continente negro. Pretender lo contrario equivaldría a sostener que la democracia no es una cultura vinculada a una historia y a unas condiciones, sino un kit constitucional del que, con el manual de instrucciones en la mano, cualquier sociedad puede disponer, por encargo, si es preciso” (p. 195). Al convocar por radio a sus conciudadanos para que acudieran a las urnas, Kolingba dijo sin tapujos: “Los que nos dan el dinero nos piden que practiquemos la democracia” (p. 197).

Parece, pues, que la secuencia es la siguiente: la negrología alimenta a (y se nutre de) la etnicidad, y ésta, a su vez, –en una reacción en cadena– al resto de los desastres que asolan el continente: “debilidad institucional” (un eufemismo para referirse a la corrupción), guerras, hambrunas, muertes por sida, farsas electorales, etc… Para completar el síndrome hay que añadir sus “efectos colaterales”: el victimismo y la pasividad. Un cóctel letal.



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