El presente libro contiene, en mi opinión, tres ingredientes altamente recomendables (dejaré para el siguiente post aquellos que no me lo parecen tanto):
1.- En primer lugar: la franqueza con el que está escrito, el intento sostenido por parte del autor de no incurrir en esa brumosa estupidez, tan contemporánea, que llamamos “corrección política”. Parece increíble que señalemos esto como una virtud digna de ser tomada en consideración, pero es así. Y es que nos hallamos frente a un tema en el que nuestro sentido de culpa transforma la objetividad en una meta casi inalcanzable. Respecto a África, tendemos siempre a decir aquello que debe decirse, nunca lo que de verdad pensamos. Pues tememos que, de hacerlo, seamos acusados de racistas, de neocolonialistas, qué sé yo…., de fascistas incluso (etiqueta que lo mismo sirve para un roto que para un desconocido). “La negación de las realidades, en provecho de una postura moral o política” –señala el autor– “explica ese medio siglo de ceguera respecto a África, todas esas cosas nunca dichas que minan la relación –sobresaturada de melanina– entre negros y blancos” (p. 39). Ahora bien, esta especie de puritanismo bonachón, este piadoso sentimentalismo, esta blandengue y fácil y lloriqueante solidaridad con los “pobres negritos”, pueden resultar altamente letales. Con esta frase concluye Smith su libro: “Los negrólogos son peores que la negrología: África se muere de un suicidio asistido” (p. 236). Como sentencia en una entrevista que le hizo L´Express en noviembre de 2003: “Hay que amar a África sin piedad”. Afirmar esto constituye ya todo un logro.
2.- Responsabilidad compartida. Es una consecuencia de lo anterior. No hay duda de que Occidente fue y sigue siendo responsable en parte de la calamitosa situación en la que se encuentra hoy África. ¡Pero no es el único culpable! Ha llegado ya la hora de calibrar la cuota de responsabilidad que a los africanos les toca en el mantenimiento de esta situación. No hay duda de que nos movemos aquí sobre la cuerda floja del racismo (de atribuir a una “esencia” africana lo que no es sino fruto aleatorio de una determinada configuración histórica), y tengo la impresión de que en algunos momentos el propio Smith cae de esa cuerda (como cuando afirma que, de sustituir la población nigeriana por la japonesa, todos los problemas del “gigante del África negra” quedarían resueltos). Pero, ¿no encierra la postura contraria (culpabilizar de todo al hombre blanco) un racismo todavía más refinado? ¿No infantilizamos de este modo a los africanos hasta el punto de negarles incluso su capacidad para infligirse daño a sí mismos? En cualquier caso, creo que frente al omnipresente complejo de culpa occidental, esta distribución de responsabilidades resulta altamente saludable. Cuando los guerrilleros de Sierra Leona amputaban los brazos de sus prisioneros (“mangas cortas” a la altura del codo, “mangas largas” a la altura de las axilas), ¿resulta serio sostener que en realidad era Occidente quien, desde lejos, movía los hilos, como si esos asesinos fueran meras marionetas?
Algunas citas de Smith a este respecto: “la explotación de africanos por otros africanos es una realidad considerada tabú” (p. 71). Achaca a la izquierda francesa el no querer ver “el fracaso de los estados descolonizados y, sobre todo, las razones endógenas del desastroso balance” (p. 90). La palabra “suicidio” aparece reiteradas veces a lo largo del texto: “África se ha automutilado, se ha abandonado al último chantaje del débil: el suicidio” (p. 128). En la Introducción escribe: “¿Por qué se muere África? En buena parte porque se suicida. Es como si los pasajeros a bordo de una piragua a merced de la tormenta en un mar embravecido por la globalización, en vez de remar para alcanzar tierra firme, se empecinaran en agujerear el casco de su frágil esquife” (p. 27).
3.- La voz de los africanos. Smith cede la voz a los africanos. Tal vez se trate tan sólo de una estrategia para no parecer racista, para mostrar que lo que dice no es fruto del prejuicio sino que está avalado por el testimonio de sus protagonistas. En su libro de 1991, Axelle Kabou escribió de sus “hermanos” y “hermanas” del continente que son “los únicos en el mundo que creen que de su desarrollo pueden encargarse los demás”; de los gobiernos africanos dijo que estaban “más ocupados en reclamar derechos elementales a Occidente que en concedérselos a sus propios ciudadanos” (p. 41). En 2002 Jean-Paul Ngoupandé criticó “la vacuidad del discurso de la victimización que, lejos de atraernos cierta piedad, nos infantiliza y nos desacredita aún más” (p. 42). Unos años antes, en 1968, un joven de Malí llamado Yambo Ouloguem, atacó la “negrofilia filistea”, esa “simpatía” asesina de todos los “amigos de África” que dicen “amar el continente, pase lo que pase, que exaltan su vitalidad en el momento mismo en que sus habitantes mueren en masa” (p. 43). Tras un accidente de avión provocado por pura negligencia de los responsables locales, y en el que fallecieron numerosos pasajeros, el arzobispo de Kinshasa, cardenal Etsou, clamó: “¿Qué habríamos dicho si ese avión hubiera sido alcanzado por el fuego enemigo? En esta ocasión no nos ha atacado ningún enemigo. Hemos sido nosotros mismos quienes por nuestra complacencia, por nuestra codicia, por nuestra despreocupación, por nuestra irresponsabilidad, sí, hemos sido nosotros quienes nos hemos erigido en nuestros propios enemigos” (p. 33).
1.- En primer lugar: la franqueza con el que está escrito, el intento sostenido por parte del autor de no incurrir en esa brumosa estupidez, tan contemporánea, que llamamos “corrección política”. Parece increíble que señalemos esto como una virtud digna de ser tomada en consideración, pero es así. Y es que nos hallamos frente a un tema en el que nuestro sentido de culpa transforma la objetividad en una meta casi inalcanzable. Respecto a África, tendemos siempre a decir aquello que debe decirse, nunca lo que de verdad pensamos. Pues tememos que, de hacerlo, seamos acusados de racistas, de neocolonialistas, qué sé yo…., de fascistas incluso (etiqueta que lo mismo sirve para un roto que para un desconocido). “La negación de las realidades, en provecho de una postura moral o política” –señala el autor– “explica ese medio siglo de ceguera respecto a África, todas esas cosas nunca dichas que minan la relación –sobresaturada de melanina– entre negros y blancos” (p. 39). Ahora bien, esta especie de puritanismo bonachón, este piadoso sentimentalismo, esta blandengue y fácil y lloriqueante solidaridad con los “pobres negritos”, pueden resultar altamente letales. Con esta frase concluye Smith su libro: “Los negrólogos son peores que la negrología: África se muere de un suicidio asistido” (p. 236). Como sentencia en una entrevista que le hizo L´Express en noviembre de 2003: “Hay que amar a África sin piedad”. Afirmar esto constituye ya todo un logro.
2.- Responsabilidad compartida. Es una consecuencia de lo anterior. No hay duda de que Occidente fue y sigue siendo responsable en parte de la calamitosa situación en la que se encuentra hoy África. ¡Pero no es el único culpable! Ha llegado ya la hora de calibrar la cuota de responsabilidad que a los africanos les toca en el mantenimiento de esta situación. No hay duda de que nos movemos aquí sobre la cuerda floja del racismo (de atribuir a una “esencia” africana lo que no es sino fruto aleatorio de una determinada configuración histórica), y tengo la impresión de que en algunos momentos el propio Smith cae de esa cuerda (como cuando afirma que, de sustituir la población nigeriana por la japonesa, todos los problemas del “gigante del África negra” quedarían resueltos). Pero, ¿no encierra la postura contraria (culpabilizar de todo al hombre blanco) un racismo todavía más refinado? ¿No infantilizamos de este modo a los africanos hasta el punto de negarles incluso su capacidad para infligirse daño a sí mismos? En cualquier caso, creo que frente al omnipresente complejo de culpa occidental, esta distribución de responsabilidades resulta altamente saludable. Cuando los guerrilleros de Sierra Leona amputaban los brazos de sus prisioneros (“mangas cortas” a la altura del codo, “mangas largas” a la altura de las axilas), ¿resulta serio sostener que en realidad era Occidente quien, desde lejos, movía los hilos, como si esos asesinos fueran meras marionetas?
Algunas citas de Smith a este respecto: “la explotación de africanos por otros africanos es una realidad considerada tabú” (p. 71). Achaca a la izquierda francesa el no querer ver “el fracaso de los estados descolonizados y, sobre todo, las razones endógenas del desastroso balance” (p. 90). La palabra “suicidio” aparece reiteradas veces a lo largo del texto: “África se ha automutilado, se ha abandonado al último chantaje del débil: el suicidio” (p. 128). En la Introducción escribe: “¿Por qué se muere África? En buena parte porque se suicida. Es como si los pasajeros a bordo de una piragua a merced de la tormenta en un mar embravecido por la globalización, en vez de remar para alcanzar tierra firme, se empecinaran en agujerear el casco de su frágil esquife” (p. 27).
3.- La voz de los africanos. Smith cede la voz a los africanos. Tal vez se trate tan sólo de una estrategia para no parecer racista, para mostrar que lo que dice no es fruto del prejuicio sino que está avalado por el testimonio de sus protagonistas. En su libro de 1991, Axelle Kabou escribió de sus “hermanos” y “hermanas” del continente que son “los únicos en el mundo que creen que de su desarrollo pueden encargarse los demás”; de los gobiernos africanos dijo que estaban “más ocupados en reclamar derechos elementales a Occidente que en concedérselos a sus propios ciudadanos” (p. 41). En 2002 Jean-Paul Ngoupandé criticó “la vacuidad del discurso de la victimización que, lejos de atraernos cierta piedad, nos infantiliza y nos desacredita aún más” (p. 42). Unos años antes, en 1968, un joven de Malí llamado Yambo Ouloguem, atacó la “negrofilia filistea”, esa “simpatía” asesina de todos los “amigos de África” que dicen “amar el continente, pase lo que pase, que exaltan su vitalidad en el momento mismo en que sus habitantes mueren en masa” (p. 43). Tras un accidente de avión provocado por pura negligencia de los responsables locales, y en el que fallecieron numerosos pasajeros, el arzobispo de Kinshasa, cardenal Etsou, clamó: “¿Qué habríamos dicho si ese avión hubiera sido alcanzado por el fuego enemigo? En esta ocasión no nos ha atacado ningún enemigo. Hemos sido nosotros mismos quienes por nuestra complacencia, por nuestra codicia, por nuestra despreocupación, por nuestra irresponsabilidad, sí, hemos sido nosotros quienes nos hemos erigido en nuestros propios enemigos” (p. 33).
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