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miércoles, 11 de marzo de 2009

Afropesimistas. El ilusionado desilusionado: Paul Theroux (y IV)


La postura que en el post anterior califiqué de “roussoniana” deriva, creo, de ese intenso (y, al parecer, indeleble) sentimiento de culpa que muchos europeos experimentan por su pasado colonial. Este punto de vista sostiene que la actuación de las antiguas metrópolis en África fue básicamente destructiva, y que recayó sobre un continente (dibujado con tintes virginales) que fue violado una y otra vez por soldados, comerciantes y misioneros. Con esto se silencian los aspectos menos amables de un África precolonial que no vivió sumida siempre en una sosegada edad de oro; y, al tiempo, se cargan las tintas sobre las maldades cometidas por los europeos. No moveré un dedo para justificar ninguna de estas tropelías, perpetradas además en nombre de unos ideales que fueron constantemente traicionados. Tan sólo quiero señalar un hecho que a veces se nos olvida: el colonialismo no nació con la Conferencia de Berlín. Prácticamente todos los pueblos del mundo a lo largo de todas las épocas han sido sus víctimas o sus verdugos. Lo que sí resulta radicalmente nuevo es el sesgo universalista que durante siglos fue adquiriendo la ética europea (plasmada a finales del siglo XVIII en la Declaración de los Derechos del Hombre), y que década tras década fue minando –hasta hacerla caer– la cruda práctica del dominio colonial. Europa ha sido la primera civilización que se ha sentido culpable por ese dominio y que ha intentado ponerle freno. Es más, las armas ideológicas de las que se sirvieron los africanos en su lucha contra los europeos –tal vez algo remisos a la hora de accionar el susodicho freno– les fueron proporcionadas por los mismos europeos. L`Ouverture fue sólo el primero en resaltar la enorme distancia que separaba la igualdad proclamada en las declaraciones de derechos del trallazo de los látigos en los ingenios azucareros.

La otra postura, la que califiqué de “ilustrada” (las comillas son un homenaje a los Adorno & Horkheimer de Dialéctica del Iluminismo), supone –según algunos– una prolongación de la vieja cantinela colonialista (todavía “desenfrenada”) según la cual el africano es un bárbaro y un perezoso que necesita a toda costa ser “rescatado” de su pueril (y brutal) condición. Aquí el concepto dieciochesco de “progreso” juega un papel esencial. Los europeos –que en esta película aparecen como seres abnegados y llenos siempre de buenas intenciones– tratan por todos los medios de “elevar” a esos caníbales a la altura de la verdadera (y única) civilización. Aunque sea a costa de quebrarles el espinazo. El “desarrollo” es la última versión de lo que en un principio fue llamado sin ambages “civilización cristiana” y, algo más tarde, “progreso”.

En la primera película se enfrentan blancos malos contra negros buenos; en la segunda, los blancos son los buenos y los negros (que golpean amenazantes su tam-tam) son los malos. En ambos guiones Theroux se reserva para sí el papel de bueno. A veces es un blanco bueno que lucha contra esos otros blancos malos (¿confederados?) que, subidos a sus land-rovers, intentan aniquilar a los negros a base de regalos que corrompen sus almas y desvirtúan su verdadera naturaleza (que, como bien sabía Senghor, tiene color negro). Otras veces es un blanco bueno que se enfada con esos negros zafios y corruptos, sempiternos pedigüeños e incurables perezosos cuya alma (que no es negra, sino que tan sólo está ennegrecida por la ignorancia) hay que sacar como sea del “corazón de las tinieblas”. Pero, ¿cómo hacerlo, si estos salvajes dejan que los techos de sus escuelas se caigan a pedazos y, cuando ven la ocasión, salen disparados hacia Europa con el nefando deseo de ganar unos sueldos astronómicos e indecentes (al menos según estándares africanos)?

A lo largo del libro Theroux se desliza de una postura a la otra, incurriendo a cada paso en flagrantes contradicciones. ¿Acaso se lo podemos reprochar? Ya dijimos que las relaciones de un narrador con la verdad son complejas. El escritor está habituado a trabajar no sólo con el cerebro, sino con todo el cuerpo. A su mesa están invitadas las pasiones, al mismo tiempo que las buenas razones; pero unas y otras no dan lugar siempre a un conjunto armónico. Como libro de viajes me parece que El safari de la estrella negra es un libro interesante y, en muchas de sus páginas, francamente ameno; como ensayo, deja bastante que desear. Además, resulta difícil eludir la impresión de que en sus páginas Theroux trata de ajustar cuentas con su propio pasado. Se burla del idealismo de su juventud desde la realidad de un presente que para nada ha seguido el curso que le marcaban aquellos ideales. Muchas veces no sabemos si está enfadado con los africanos o consigo mismo. Si es África lo que le duele (por parafrasear a Unamuno) o son sus vísceras. Al final, en la penúltima página, creemos descubrir la clave. Al parecer en su viaje de vuelta comió en Addis Abeba algo que le sentó mal, lo que le hizo arrastrar una infección durante todo el tiempo que tardó en escribir el libro. Durante esos meses, dice, “he tenido el recuerdo permanente de los parásitos en mi interior a través de los movimientos y gorjeos gaseosos estomacales, como si tuviera África removiéndose dentro de mí”. ¡Ahora comenzamos a descubrir las razones de este afropesimista contumaz!

(No creo que todo autor de ficción tenga por qué incurrir en contradicciones cuando aborda el tema del colonialismo. Recomiendo al respecto el breve y jugoso ensayo de Orwell Shooting an Elephant –recogido en el volumen editado por Turner: Matar a un elefante y otros escritos–. El joven Orwell –policía imperial con destino en Birmania– odia el colonialismo. Su piedad hacia los nativos no le lleva, sin embargo, a buscar en ellos una “esencia” propia más o menos “coloured”. Los trata simplemente como a seres humanos. No ve en ellos ni “buenos salvajes” ni bestias precivilizadas. Quizás sea este el único modo de lidiar con esa clase de afropesimismo que se nutre a partes iguales de jirones de fantasmas y guiones baratos).

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