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domingo, 8 de marzo de 2009

Afropesimistas. El ilusionado desilusionado: Paul Theroux (III)



Creo que en el libro de Theroux coexisten dos líneas argumentales contradictorias:

1.- La primera ya la hemos visto. La califico de “roussoniana” porque, de algún modo, parte del postulado de la inocencia intrínseca de los africanos y de la perniciosa influencia ejercida sobre ellos por la civilización occidental (instrumentada a través de la ayuda de los donantes y de sus ejecutores nativos: los gobiernos autócratas). Si pudiéramos despojar al africano de esa costra de “desarrollo” con la que hemos intentado recubrirlo, nos toparíamos de bruces con la figura adánica del “buen salvaje”, ni más ni menos. Fracasada su occidentalización, Theroux observa con regocijo cómo los africanos retornan al “mundo idílico” (una especie de precivilizada edad de oro) de la agricultura de subsistencia. Así, en la página 300: “Salvadles, decían los representantes de la virtud de esas personas; sin embargo, los agricultores se habían salvado por sí solos. La agricultura de subsistencia ya no me parecía algo triste… Resultaba obvio que los habitantes de la aldea contaban con las herramientas para sobrevivir y, quizá, prevalecer”. Shire abajo, Theroux se siente un Huckleberry Finn cualquiera en medio de lugareños felices y alejados de la influencia dañina de land-rovers blancos y gobiernos corruptos: “Estaba contento. Las aldeas de la ribera tenían mal aspecto pero eran autosuficientes. El gobierno no les ayudaba ni tampoco se inmiscuía”. A veces el turista Theroux se encuentra muy a gusto en medio de los fracasos del subdesarrollo: “Me daba igual. Me sentía comprensivo y paciente porque estaba donde quería estar. Todo aquello, la oscuridad, la carretera vacía, el mercado descontrolado, la basura podrida, el humo, los harapos y los hedores, en lugar de asustarme me tranquilizaba” (p. 312; habría que ver la evolución de ese ánimo comprensivo si tales harapos constituyeran su único horizonte vital). En la página 254 descubrimos que, frente a toda apariencia, si los africanos se regodean en su pobreza, es porque en realidad son felices así, mucho más de lo que somos nosotros: “La personas de fuera ven África como un continente retrasado: las economías en suspenso, las sociedades en el aire, la política y los derechos humanos en un compás de espera… Mientras transcurría el tiempo africano conjeturé que el ritmo de los países occidentales era de locos, que la velocidad de la tecnología moderna no lograba nada y que, como África seguía su propio camino, a su ritmo y por motivos propios, era un refugio y un lugar de reposo, el último lugar al que marcharse”.

2.- La otra visión, opuesta a la anterior, la calificaré de “ilustrada”. Según ella las desgracias de África se deben a que sus habitantes no se han dejado modelar lo suficiente por la civilización occidental. Desde que se fueron los colonos (y los bien intencionados miembros del “Cuerpo de Paz”, del que el propio Theroux formaba parte), todo ha ido de mal en peor, y eso debido a la incapacidad intrínseca de los africanos para subirse al tren del desarrollo. “Una de las revelaciones de mi viaje tuvo lugar cuando me percaté de que allá donde había habido cambios en el estilo de vida de la parte de África que yo conocía, el cambio había sido para peor” (p. 465). “En una época anterior, los años sesenta, por ejemplo, un período que yo podía corroborar, un viaje a Nakuru y Kericho y Kisumu… habría sido un paseo por el campo. Carreteras estrechas, casi sin tráfico, africanos en bicicletas, el ganado pastando en las laderas de las colinas… Una tierra verde y vacía bajo el vasto cielo. El monte escasamente poblado era ahora populoso y claramente feo” (p. 216). “En 1965 ya había pasado por allí y me había parecido muy similar. ¿Qué había cambiado? Ahora había un mercado improvisado, las mujeres se sentaban en cuclillas junto a la carretera. Había una gasolinera, pero estaba abandonada… Lo que habían sido cabañas de adobe ahora eran casuchas hechas con trozos de madera. Los jóvenes iban en harapos y eran insolentes. Los adultos no hacían nada y mataban el tiempo hablando en la calle” (p. 297). Theroux se siente desmoralizado por esa extraña (y molesta) obstinación que sienten los africanos por pedir siempre limosna: “Todo el mundo pedía; dondequiera que fuera desde El Cairo hasta Ciudad del Cabo, la gente –los niños sobre todo– extendía la mano: Siñor…”. Y es que estos nativos son unos perezosos a quienes no les gusta trabajar: prefieren que lo hagan los cooperantes: “En África no faltaban personas cualificadas para enseñar o curar, incluso en países tan pobres como Malawi. Pero lo que brillaba por su ausencia era la voluntad de poner en práctica estos conocimientos” (p. 330). Theroux se mofa del nombre que los mozambiqueños han dado a una plaza en Maputo: “Praça dos Trabalhadores”; nombre que, según él, no constituye “sino otra ironía africana, con hombres ociosos y haraganes por doquier” (p. 462). En realidad los africanos son unos salvajes (no unos “buenos salvajes”) y por más que Europa se haya esforzado en “elevarlos” al nivel de la verdadera civilización, nada se puede esperar de ellos. Al menos eso se desprende de las palabras que le dice un invitado en la fiesta de El Cairo: “El colonialismo no ha hecho más que ralentizar un proceso que era inevitable –me explicó, en un alarde de confianza–. Estos países son como el África de hace cientos de años. Era una forma disimulada y cruel de decir que los africanos estaban volviendo al salvajismo. Pero en cierto sentido lo que decía era cierto.” (p. 30).

En el siguiente post indagaré acerca del origen de estas posiciones contradictorias (en absoluto privativas de Theroux), y formularé una crítica perfectamente ad hominem según la cual la nostalgia que siente el autor hacia el África recién escapada de la colonización tiende a confundirse con la añoranza por su propia juventud perdida.

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