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martes, 30 de junio de 2009

Philip Gourevitch: acontecimientos (desde julio/94)


Después de las matanzas, y una vez asegurado el dominio del FPR, se presentaba la ardua tarea de reconstruir el país. ¿Cómo hacerlo? Pues, en cierto modo, se trataba de otro país. En efecto, en aquel breve período de tres meses la población había sufrido una mutación radical. Por un lado, habían “desaparecido” unos 800.000 tutsis; por otro, habían regresado del exilio aproximadamente otros 800.000; además, se habían exiliado a distintos países (Zaire, Tanzania, Uganda, Burundi…) unos dos millones de hutus. En buena medida se trataba, pues, de un país diferente. La antigua distinción schmittiana amigo/enemigo, usada por el Poder Hutu para forjar a fuego un mundo escindido entre nosotros (hutus leales) y ellos (tutsis, hutus desleales) se había roto en mil pedazos, surgiendo un nuevo mundo no ya en blanco y negro sino, como en Sudáfrica, del color del arco iris. Según Gourevitch: “Había hutus con buenas referencias, y hutus sospechosos, hutus en el exilio y hutus desplazados, hutus que querían trabajar con el FPR y hutus anti-Poder Hutu que también eran anti-FPR y, por supuesto, subsistían las antiguas rencillas entre los hutus del norte y los del sur. En cuanto a los tutsis, estaba la gran variedad de antecedentes de los exiliados y sus correspondientes idiomas, y los supervivientes y los retornados que se consideraban entre sí con mutua desconfianza; estaban los tutsis del FPR, los tutsis no partidarios del FPR y los tutsis anti-FPR; estaban los de la ciudad y los ganaderos, cuyas preocupaciones como supervivientes o como retornados no tenían casi nada en común. Y, por supuesto, había muchas más subcategorías, que se entremezclaban con las otras y que en un momento determinado podían ser más importantes” (p. 245).

Además de la inmensa tarea de poner en funcionamiento una economía devastada, tres empresas titánicas aguardaban al gobierno del FPR: (1) Que los exiliados hutus volvieran a Ruanda –o, en el caso de las PID (personas internamente desplazadas)– se integraran en ella para (2) poder juzgar a los génocidaires e (3) intentar así el milagro de una auténtica reconciliación nacional. El problema, dice Gourevitch, no era el millón de muertos, sino “cómo los que tenían que vivir en su ausencia iban a lograrlo” (p. 189). La sangre todavía estaba húmeda. Se hacía necesario torcer la historia entera del país para ensayar una vuelta a aquel tiempo en el que las fronteras entre hutus y tutsis eran porosas y el mito camítico una simple proyección en la mente sobreexcitada de algún explorador.

1.- El regreso de los exiliados. Poblaban tanto los países limítrofes como el interior de Ruanda, y se hallaban recluidos en enormes campamentos subvencionados por agencias humanitarias. La dificultad radicaba en que en dichos campamentos se hallaban mezclados los inductores de las matanzas con otros miles de ruandeses cuya implicación en los crímenes había sido mucho menor o, a veces, inexistente. ¿Cómo separar unos de otros? No eran líquidos de distintas densidades. Los primeros usaban a los segundos como escudos humanos, prohibiéndoles el regreso. Además se beneficiaban de los recursos proporcionados por la ayuda internacional para comprar armas y preparar el regreso el país con la idea de “terminar la tarea” y “borrar las pruebas” (p. 292). Los refugiados en Zaire expulsaron incluso a los tutsis locales del norte y sur de la región de Kivu, con la aquiescencia de Mobutu (p. 289). Respecto a los refugiados en los campos interiores, también constituían una amenaza. Ante la incapacidad de la ONU para desmantelar estos últimos campamentos, el FPR intentó cerrarlos a su manera, lo que desencadenó el desastre del campo de Kibeho, “hogar del mayor número de génocidaires del núcleo duro” (p. 198): murieron allí unos dos mil hutus. En relación a los campos de Zaire, la ONU también se inhibió: jamás hizo “intento alguno de hacer una criba…; se consideraba demasiado peligroso. Dicho de otro modo, nosotros –todos los que pagábamos impuestos en los países que pagan al ACNUR– estábamos alimentando a la gente que parecía que iba a hacernos daño (o a nuestros agentes) si cuestionábamos su derecho a nuestra beneficiencia” (p. 281). También en este caso el FPR intervino directamente: ya que era Mobutu quien mantenía al Poder Hutu en los campamentos, había que acabar con Mobutu; la diminuta Ruanda, con la colaboración de la guerrilla de Laurent Kabila y los tutsis del sur de Kivu (los banyamulenges) acabaron en pocos meses con el dominio del dictador, desmantelándose así los campamentos y propiciando el regreso de los refugiados.

2.- Una vez de regreso a casa, ¿cómo identificar a los verdaderos génocidaires de quienes no lo eran? Pues en los crímenes habían existido distintos grados de implicación y, por tanto, de responsabilidad. Era necesario trazar distinciones que –en la terminología de Mahmood Mamdani– separasen “between the killers those enthusiastic, those reluctant and those coerced”. Según Gourevitch: “Nadie habló nunca de llevar a cabo decenas de miles de juicios por asesinato en Ruanda. A los expertos legales procedentes de Occidente les gustaba decir que ni siquiera EE UU, que tiene excedentes de abogados, podría hacerse cargo de la cantidad de casos pendientes” (p. 259). Parecía como si “auténtico genocidio y verdadera justicia fueran incompatibles”. Existía una falta enorme de recursos económicos y humanos en la Administración de Justicia y en la Penitenciaria. Finalmente se apeló el arrepentimiento voluntario: “si los culpables no podían ser castigados en toda regla y los supervivientes nunca podrían ser indemnizados adecuadamente, el FPR consideraba que el perdón era igualmente imposible, salvo si, por lo menos, los responsables del genocidio reconocían que habían hecho mal. Con el tiempo, la búsqueda de la justicia se convirtió en gran medida en una búsqueda de arrepentimiento” (pp. 260-261). La creación por parte de la ONU del Tribunal Penal Internacional para Ruanda, con sede en Arusha, no ayudó a solucionar el problema, e incluso se convirtió en un obstáculo, al no actuar de modo decidido contra la mayor parte de los génocidaires fugitivos.

3.- Separado de algún modo el trigo de la paja, no se podía olvidar que un genocidio es una idea, y que no sólo había que condenar conductas concretas sino la idea misma que las generó (“Lo que distingue el genocidio del asesinato, e incluso de los actos de asesinato político que siegan el mismo número de víctimas, es la intención. El delito es querer extinguir a un pueblo. La idea misma es el delito”, p. 211). Sólo mediante la erradicación de esa idea sería posible la reconciliación. Se trata de un mecanismo parecido al de la desnazificación. La opinión internacional presionaba para que este proceso se llevara a cabo lo antes posible, y achacaba su tardanza a la intención del FPR de ampararse en el recuerdo constante del genocidio para justificar sus desmanes. Ahora bien, como decía un superviviente: “La gente viene a Ruanda y habla de reconciliación. Es ofensivo. Imagínese hablar a los judíos de reconciliación de 1946.” (p. 250). Está claro que esta última tarea, con mucho la más difícil, tardará todavía muchos años, tal vez décadas, en llegar a conseguirse. Pero, como dice Kagame, “no tenemos alternativa” (p. 327). Un capítulo del libro de Gourevitch (el 20) está dedicado a narrar el regreso a su aldea desde el exilio del asesino hutu Jean Girumuhatse quien, entre otros, había matado a diez hijos y nietos de su actual vecina tutsi Laurencie Nyriabeza (que recibió también un machetazo y fue arrojada a una cuneta). ¿Fue culpable o se limitó a cumplir órdenes? “Aunque confiese, es un impostor. Miente cuando dice que sólo cumplía órdenes”, dice de él Chantalle, que perdió durante el genocidio a su marido y a cuatro de sus cinco hijos. La única forma de reparación parece aquí el olvido: se anhela el olvido “como un síntoma de recuperación mínima, la capacidad de reanudar la vida” (p. 331). Entre la justicia y el olvido Ruanda necesita una manera de seguir siendo. Simplemente de seguir siendo.

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