El libro de Gourevitch se divide en dos partes. La primera trata de los antecedentes del genocidio y del genocidio mismo; la segunda, de lo que podríamos denominar “post-genocidio”: ese intento desesperado por hacer nación entre quienes unos meses antes habían sido verdugos (muchos de ellos forzados) y las víctimas que, de algún modo, lograron escapar de las matanzas. La primera parte –que es la que analizamos en el presente post– alterna en su desarrollo el punto de vista externo propio del cronista con otro en el que los sucesos históricos son contemplados a través de la mirada de personas concretas: la médico Odette Nyiramilimo y su marido, también médico, Jean-Baptiste Gasasira; el funcionario Bonaventure Nyibizi; el locutor de radio Thomas Kamilindi; y, sí, el célebre (por la película Hotel Rwanda) gerente de hotel Paul Rusesabagina. Ambas perspectivas, la externa y la interna, se complementan, y nos permiten obtener así una visión más vívida de los acontecimientos, que son contemplados no sólo como frías efemérides históricas sino como trozos palpitantes de existencias concretas.
Según el relato de Gourevitch, los primitivos hutus y tutsis “acabaron hablando la misma lengua, teniendo la misma religión, se casaron entre ellos y vivieron mezclados… compartiendo la misma cultura política y social” (p. 53), por lo que –según los etnógrafos– “no se puede hablar propiamente de hutus y tutsis como de dos grupos étnicos diferenciados”. Las diferencias procedían, más bien, de sus respectivas ocupaciones: el pastoreo (tutsis) o la agricultura (hutus). Dado el superior “valor añadido” de la actividad ganadera, pronto se produjo un predominio económico de los tutsis, lo que no tardó en traducirse –en una tiránica invasión de “esferas”, según la terminología de Michael Walzer– en un mayor poder político y militar para estos, lo que no impidió que el historiador Louis de Lacger señalara: “Los nativos de este país tienen el sentimiento genuino de formar un único pueblo” (p. 61). La colonización belga rompió esta secular armonía, otorgando a las élites tutsis “un poder casi ilimitado para explotar el trabajo de los hutus y para cobrarles impuestos”. Los belgas exacerbaron así las diferencias, conforme al dicho impuesto al tutsi: “O latigas al hutu o te latigamos a ti” (p. 63). A última hora, sin embargo, y poco antes de su retirada, los belgas cambiaron de bando y fomentaron la “revolución social” de 1959 por la que los hutus pasaron a ocupar las posiciones de privilegio que ostentaban antes los tutsis. Cuando Ruanda alcanzó la independencia en 1962 (bajo la presidencia de Grégoire Kayibanda) los tutsis eran ya una minoría discriminada y perseguida.
Desde entonces las matanzas de tutsis han sido una pauta recurrente: 1959, 1962, 1963-1964 (esta última, con unas 30.000 víctimas, fue calificada por Bertrand Russell como “la masacre más horrible y sistemática de la que hemos sido testigos desde el exterminio de los judíos por los nazis”), 1973, 1990… Estos “progromos” provocaron sucesivos movimientos migratorios de tutsis a los países vecinos, especialmente a Uganda, desde los que ensayaron (con diversa fortuna) sucesivas “invasiones” del país… las cuales desencadenaron nuevas matanzas en el interior en una espiral de nuevas violencias cuyo desenlace último –por ahora– fue el genocidio de 1994. Desde 1973 los destinos del país pasaron a manos de Juvenal Habyarimana quien, a pesar de algunos gestos cosméticos, continuó con la represión de los tutsis, si bien –hasta la guerra de 1990– con resultados menos letales. En este año se produce una nueva invasión del FPR desde Uganda y, en consecuencia, una nueva matanza de tutsis en el interior. Mientras tanto el “moderado” Habyarimana había sido arrinconado por un sector más duro del partido único (el MRND) aglutinado en torno a su esposa Agathe (el llamado akazu), quien –a través de periódicos como Kangura y de la emisora Radio de las Mil Colinas– exacerbaban el odio contra la minoría tutsi y contra aquellas facciones hutu que no comulgaban con los dictados del Poder Hutu. Surgieron milicias armadas (los interahamwe) entrenadas para el asesinato y despiece de tutsis. Las masacres se sucedían… hasta que, fruto de la presión internacional, el Presidente firmó en Arusha un acuerdo con el FPR para la formación de un gobierno conjunto. Un destacamento de la ONU (la UNAMIR) fue enviado para vigilar la transición. Pero ésta nunca llegó a producirse, al menos tal y como fue diseñada.
El 6 de abril de 1994 el avión en el que viajaba Habyarimana fue derribado. Cuatro horas después las matanzas se habían desatado por todo el país. Listas en mano, el ejército, la policía y los interahawne –con el apoyo, en cada distrito, de las autoridades municipales y algunos líderes religiosos– iban liquidando tutsis y hutus moderados. En 100 días murieron 800.000: a un ritmo de 10.000 al día, 400 a la hora, 7 por minuto. Gourevitch nos ofrece una mirada caleidoscópica a través de las experiencias de algunos supervivientes: Odette Nyiramilimo, Bonaventure Nyibizi, Thomas Kamilindi, Paul Rusesabagina. El riesgo de ser masacrado era constante. Tras el asesinato de diez soldados belgas, el grueso de las tropas de la UNAMIR recibió órdenes de abandonar el país, ante la consternación del general Dallaire. La comunidad internacional cerró los ojos ante la situación, mientras el exterminio se iba consumando a un ritmo frenético. Tan sólo el avance del FPR puso freno a las matanzas. Los miembros del Poder Hutu, amparados por masas de hutus inocentes, hallaron acomodo en campos de concentración de países vecinos, especialmente en Zaire, donde –con el apoyo de la "Operación Turquesa" orquestada por Francia, que cubrió la retirada– recibieron el apoyo inmediato y abnegado de todo tipo de organizaciones humanitarias.
Según el relato de Gourevitch, los primitivos hutus y tutsis “acabaron hablando la misma lengua, teniendo la misma religión, se casaron entre ellos y vivieron mezclados… compartiendo la misma cultura política y social” (p. 53), por lo que –según los etnógrafos– “no se puede hablar propiamente de hutus y tutsis como de dos grupos étnicos diferenciados”. Las diferencias procedían, más bien, de sus respectivas ocupaciones: el pastoreo (tutsis) o la agricultura (hutus). Dado el superior “valor añadido” de la actividad ganadera, pronto se produjo un predominio económico de los tutsis, lo que no tardó en traducirse –en una tiránica invasión de “esferas”, según la terminología de Michael Walzer– en un mayor poder político y militar para estos, lo que no impidió que el historiador Louis de Lacger señalara: “Los nativos de este país tienen el sentimiento genuino de formar un único pueblo” (p. 61). La colonización belga rompió esta secular armonía, otorgando a las élites tutsis “un poder casi ilimitado para explotar el trabajo de los hutus y para cobrarles impuestos”. Los belgas exacerbaron así las diferencias, conforme al dicho impuesto al tutsi: “O latigas al hutu o te latigamos a ti” (p. 63). A última hora, sin embargo, y poco antes de su retirada, los belgas cambiaron de bando y fomentaron la “revolución social” de 1959 por la que los hutus pasaron a ocupar las posiciones de privilegio que ostentaban antes los tutsis. Cuando Ruanda alcanzó la independencia en 1962 (bajo la presidencia de Grégoire Kayibanda) los tutsis eran ya una minoría discriminada y perseguida.
Desde entonces las matanzas de tutsis han sido una pauta recurrente: 1959, 1962, 1963-1964 (esta última, con unas 30.000 víctimas, fue calificada por Bertrand Russell como “la masacre más horrible y sistemática de la que hemos sido testigos desde el exterminio de los judíos por los nazis”), 1973, 1990… Estos “progromos” provocaron sucesivos movimientos migratorios de tutsis a los países vecinos, especialmente a Uganda, desde los que ensayaron (con diversa fortuna) sucesivas “invasiones” del país… las cuales desencadenaron nuevas matanzas en el interior en una espiral de nuevas violencias cuyo desenlace último –por ahora– fue el genocidio de 1994. Desde 1973 los destinos del país pasaron a manos de Juvenal Habyarimana quien, a pesar de algunos gestos cosméticos, continuó con la represión de los tutsis, si bien –hasta la guerra de 1990– con resultados menos letales. En este año se produce una nueva invasión del FPR desde Uganda y, en consecuencia, una nueva matanza de tutsis en el interior. Mientras tanto el “moderado” Habyarimana había sido arrinconado por un sector más duro del partido único (el MRND) aglutinado en torno a su esposa Agathe (el llamado akazu), quien –a través de periódicos como Kangura y de la emisora Radio de las Mil Colinas– exacerbaban el odio contra la minoría tutsi y contra aquellas facciones hutu que no comulgaban con los dictados del Poder Hutu. Surgieron milicias armadas (los interahamwe) entrenadas para el asesinato y despiece de tutsis. Las masacres se sucedían… hasta que, fruto de la presión internacional, el Presidente firmó en Arusha un acuerdo con el FPR para la formación de un gobierno conjunto. Un destacamento de la ONU (la UNAMIR) fue enviado para vigilar la transición. Pero ésta nunca llegó a producirse, al menos tal y como fue diseñada.
El 6 de abril de 1994 el avión en el que viajaba Habyarimana fue derribado. Cuatro horas después las matanzas se habían desatado por todo el país. Listas en mano, el ejército, la policía y los interahawne –con el apoyo, en cada distrito, de las autoridades municipales y algunos líderes religiosos– iban liquidando tutsis y hutus moderados. En 100 días murieron 800.000: a un ritmo de 10.000 al día, 400 a la hora, 7 por minuto. Gourevitch nos ofrece una mirada caleidoscópica a través de las experiencias de algunos supervivientes: Odette Nyiramilimo, Bonaventure Nyibizi, Thomas Kamilindi, Paul Rusesabagina. El riesgo de ser masacrado era constante. Tras el asesinato de diez soldados belgas, el grueso de las tropas de la UNAMIR recibió órdenes de abandonar el país, ante la consternación del general Dallaire. La comunidad internacional cerró los ojos ante la situación, mientras el exterminio se iba consumando a un ritmo frenético. Tan sólo el avance del FPR puso freno a las matanzas. Los miembros del Poder Hutu, amparados por masas de hutus inocentes, hallaron acomodo en campos de concentración de países vecinos, especialmente en Zaire, donde –con el apoyo de la "Operación Turquesa" orquestada por Francia, que cubrió la retirada– recibieron el apoyo inmediato y abnegado de todo tipo de organizaciones humanitarias.
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