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sábado, 13 de junio de 2009

Que sais-je?


Esta entrada (y las siguientes) pretenden ser –la fotografía lo delata– un homenaje a Michel de Montaigne. Verdaderamente, ¿qué sabemos? Y, sin embargo, el nervio de la reflexión se dirige a resaltar ciertos obstáculos al conocimiento (o ídolos, como los hubiera llamado Francis Bacon) que en tiempos de Montaigne ni siquiera se sospechaban. Me refiero a los derivados de nuestra lejanía de los hechos. El mundo de Montaigne era un mundo de andar por casa: para muchos terminaba justo allí donde acababan los límites de su aldea. Nuestra “aldea global”, por su parte, sólo es aldea en tanto que metáfora: el volcán que estalla al otro lado de la cámara de TV permanece tan alejado de nosotros (o de MacLuhan) como supongo que lo estará Alfa Centauro. Y, sin embargo, lo vemos ahí crepitando, y por el simple hecho de verlo (ese río de lava, esas fumarolas) lo consideramos tan arraigado en nuestra experiencia como lo está el vecino a quien saludamos junto al ascensor, ese vecino que vertió un día el agua de regar sobre nuestro toldo recién comprado. Hablamos, pues, del volcán, y emitimos juicios sobre sus espasmos, cuando lo cierto es que del volcán nada sabemos: sólo de las imágenes que de él nos ofrece un desconocido y verborreico reportero (“por fin despierta el gigante dormido”, etcétera).

Ahora bien, si ya es difícil no equivocarse con vecinos o familiares, ¿qué decir de aquello que acontece a miles de kilómetros de aquí, y que sólo conocemos a través de conductos cuya fiabilidad se nos escapa? En relación a estos eventos de “alcance mundial” (de lo del toldo fuimos testigos, ¡ya lo creo que lo fuimos!) cobran especial relevancia no los hechos en sí (pero, que sais-je?), sino los canales a través de los cuales nos llega esa papilla de acontecimientos estrictamente mediáticos. Hasta el punto de que nuestra misión –si quisiéramos establecer una misión en medio de esa terra incognita de selvática ignorancia– sería no la de verificar los hechos (tarea ímproba) sino la de comprobar la fiabilidad misma del canal por el que los hechos se nos acercan y llaman a nuestra puerta. Pero, ¿contamos con recursos para hacerlo, en medio del ajetreo de nuestra vida cotidiana, toda llena de toldos mojados y macetas inundadas? Ante dos versiones contrarias vertidas sobre un mismo hecho por dos medios de comunicación diferentes, ¿con cuál de ellas nos quedaremos? Pues no valen aquí vagas soluciones de compromiso. Entre el perro o el gato no cabe, digamos, un perrigato.

Pero ¿qué sabemos de esos canales? Normalmente damos crédito tan sólo a los que se acomodan a nuestra ideología. Ahora bien, ¿qué fiabilidad hemos de otorgar a nuestra ideología en cuanto esclarecedora de asuntos donde lo que intervienen son hechos? Y antes que nada, ¿qué cosa es esa de nuestra ideología? ¿Cómo ha llegado hasta nosotros? ¿Quién la ha construido? ¿Con qué materiales? ¿Somos autores de ella o sólo sus víctimas? Dando crédito a las noticias que se ajustan a nuestra ideología (sea esto lo que sea), contribuimos a fortalecerla, pero hacemos al mismo tiempo un flaco favor a la verdad (sea esto lo que sea).

Entre los interesados por los avatares de África, conozco a muchos que han encanecido sumidos en una blanda ideología semi-infantil en la que cualquier acontecimiento es juzgado como el fruto de una lucha entre unos malos siempre malos (aunque hayan cambiado de nombre y de aspecto) y unos buenos siempre buenos (aunque también ellos, con el tiempo, se hayan transformado). Según esta ideología el mundo se divide, sin solapamientos, en fuertes y en débiles. El débil siempre tiene razón (por definición); el fuerte nunca la tiene (por la misma causa). Ahora bien, el fuerte es valorado por lo que hace, mientras que el débil lo es por lo que no hace pero podría hacer si el mundo fuera justamente como sabemos que no es. De este modo el débil siempre se movería (si pudiera hacerlo) por las mejores razones, mientras que el fuerte –que sí se mueve– lo hace impulsado por los motivos más vituperables.
Con todo esto los portadores de esta ideología se sienten muy confortados. Amigos incondicionales de los débiles, se moverían (si pudieran) por avenidas de amor y de justicia; pero no pueden moverse: esa mala gente se lo impide. De este modo la brecha entre ricos y pobres se amplía, África se muere no sólo por falta de comida sino de reflexión, mientras los lamentos de toda esta buena gente ahogan cualquier análisis serio de los hechos. Pues, ¿a quién importan los hechos? Están tan lejos de nosotros como aquellas fumarolas y, además, ya sabemos –lo dice nuestra revista, o la solapilla de ese libro de nuestra editorial (no hace falta leerlo entero), o nuestro autor preferido– quién lleva la razón aquí y quién no la lleva. Con esto el concepto de verdad se desmorona. La verdad es sólo lo que calienta nuestro corazón: pura redundancia. Ningún texto o testimonio va a hacernos cambiar, porque o bien confirma lo que ya sabemos o bien es visto como un intento de engaño por parte de “los de siempre”, un sucio ardid al que no hay que tomar ni siquiera en consideración.

Armado con estas certidumbres (desarmado por tanta incertidumbre) me he decidido a abordar una cuestión muy concreta. Por ejemplo: ¿qué pasa con Paul Kagame? ¿Fue un liberador del pueblo ruandés, el único capaz de poner freno al genocidio de 1994, o bien es un tirano vengativo, sediento de sangre hutu y autor intelectual de nuevos genocidios (además de expoliador del coltan congolés)? Habituado a leer críticas a su figura en ciertos medios de comunicación, me impresionó el retrato que hace de él John Carlin en Heroica tierra cruel (Ed. Seix Barral, 2004): “más generoso y más sabio” que Mandela, afirma Carlin. ¿Quién es, pues, Paul Kagame? ¿Cómo saber, entre las diversas fuentes de información, cuál de ellas dice la verdad? He decidido hacer acopio de libros sobre el tema: Gourevitch, Hatzfeld, Melvern… así como desempolvar –es marca de la casa– el artículo que Kapuscinski dedica al genocidio en Ébano (“Conferencia sobre Ruanda”). En ello estoy. Si estos testimonios se contradicen, y dada mi lejanía de los hechos, ¿a quién otorgaré la razón? ¿Apelaré a mi “ideología” para confirmar lo que ya "sé" antes de ponerme a leer nada? ¿Para qué leer, entonces? Verdaderamente, ¡qué se yo!

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