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lunes, 23 de febrero de 2009

El final de la esclavitud




Pero, ¿de qué modo pudo desaparecer en un plazo tan breve de tiempo –considerando “breve” en términos históricos– un fenómeno tan arraigado en la sociedad occidental (y, sobre todo, en la conciencia y el bolsillo de sus pobladores) como la esclavitud? Creo que, según de desprende del libro de Hochschild (aunque él no lo secuencie de este modo), el proceso de la abolición se desarrolló a lo largo de tres etapas:

1.- En primer lugar hubo que traer a la conciencia de una gran parte de la población europea el hecho de que la esclavitud era un problema de orden moral. Fue necesario para ello despertar entre la opinión pública un sentimiento (hasta entonces inédito) de compasión. Ahora bien, la compasión –tematizada hasta la saciedad por los filósofos escoceses de la época– sólo se dispara ante seres próximos (o prójimos) a aquel que la experimenta; incluso alguien tan bien dispuesto a dilatar el radio de la “projimidad” como el “buen samaritano” de la parábola tuvo que tropezar literalmente con el hebreo herido en el camino para poder hacer despliegue de su cosmopolita sentido de la piedad. A finales del siglo XVIII los esclavos eran considerados en Gran Bretaña (desde un punto de vista social, pero también jurídico) como meros semovientes útiles sobre todo para faenas agrícolas. Los juicios relativos a la muerte de esclavos (como el sustanciado contra el capitán del barco negrero Zong, quien ordenó arrojar por la borda una “mercancía” deteriorada de 132 esclavos para cobrar fraudulentamente la cantidad asegurada) no eran competencia de la jurisdicción penal, sino de la mercantil. Hubo, pues, que humanizar al esclavo, hacer ver a la gente que –pese al lastre de la historia y de la costumbre– también él era un ser humano (“and a brother”). Esa fue la labor inicial del movimiento abolicionista. Las vívidas descripciones que hicieron sus miembros sobre la captura de esclavos en África, las penalidades sufridas a lo largo del “pasaje intermedio” y las condiciones insoportables que les aguardaban en las plantaciones eran modos de aproximar al inglés medio a la situación real de otro ser humano sufriente, caído al pie del camino. Los testimonios de esclavos liberados como Equiano también fueron decisivos para abrir ojos y oídos. Pero el peso de las imágenes fue fundamental. El cartel con el diagrama que mostraba el interior de un barco negrero con 482 esclavos depositados en hileras y apretujados como sardinas en lata, causó un impacto devastador en aquellos que lo contemplaron (el zar Alejandro I dijo que la visión de aquel grabado le había provocado más náuseas que el mar).

2.- En segundo lugar hubo que esclarecer cuáles eran exactamente los eslabones de la cadena causal que unía el sufrimiento de aquel ser humano oprimido por el látigo con el bienestar del súbdito británico que removía el azúcar en su taza de té. Se hacía necesario, por tanto, “desnaturalizar” el fenómeno de la esclavitud. Esta tenía causas humanas y, por tanto, reversibles (mediante el simple expediente, por ejemplo, de dejar de endulzar con azúcar el té); causas, por cierto, que respondían a un interés puramente económico. Este interés no era sólo el de los grandes comerciantes de esclavos, ni tampoco el de los plantadores de caña de las Indias Occidentales. Industrias enteras como la textil (que se abastecía del algodón antillano) o la más modesta de la metalurgia de Sheffield (cuyos productos –tijeras, navajas, hoces…– eran utilizados en la costa africana para traficar con esclavos) también se nutrían de los beneficios originados por este comercio infame. Hubo, pues, que medir entre intereses económicos contrapuestos y llevar a cabo una elección moral (en Sheffield hubo una petición al Parlamento por parte de 789 metalúrgicos en contra del tráfico de esclavos; Manchester era uno de los focos abolicionistas más entusiastas).

3.- Por último, hubo que mover los resortes necesarios para que los actores políticos rompieran la antedicha cadena causal. De nada servía extender entre la población un sentimiento de repulsa hacia la esclavitud y de compasión hacia sus víctimas si ese sentimiento no alteraba a su vez la estructura que mantenía vivo el fenómeno. La indignación moral debía transformarse en norma de obligado cumplimiento. Era un asunto en el que había que movilizar al gobierno y al Parlamento –en un tiempo, precisamente, en el que los parlamentos eran escasamente representativos­– pues la esclavitud era ante todo un instituto jurídico, una criatura normativa que, para dejar de existir, requería de una intervención normativa. La presión sobre la Cámara de los Comunes –mediante la presentación de peticiones o, indirectamente, a través de movilizaciones de masas y boicots– fue la llave maestra con la que pudo accederse a un mundo en el que el chasquido del látigo fuera tan sólo un recuerdo.

Junto a estos movimientos puramente éticos –desde la toma de conciencia de la existencia de un problema moral, al análisis de sus causas y, por último, a la presión ejercida sobre los actores con capacidad normativa para que procedieran a su erradicación – intervinieron también, a mi juicio, otros dos elementos no-éticos que contribuyeron a acelerar la abolición de la trata:
- El avance en la mecanización de las tareas agrícolas que la revolución industrial trajo consigo, que hizo menos funcional y necesario el trabajo de los esclavos.
- La violencia ejercida por los esclavos en Saint Domingue, Jamaica y el resto de los dominios británicos y franceses en las Antillas.


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