Páginas

martes, 3 de febrero de 2009

"Enterrad las cadenas..." (VII)


Por determinadas circunstancias que no viene al caso mencionar aquí la figura de Wilberforce ha permanecido en la memoria colectiva como la del principal abanderado en la lucha abolicionista. Ya vimos que para Hochschild este encumbramiento implica la comisión de una cierta injusticia histórica, al haber contribuido a oscurecer en parte la figura señera de Thomas Clarkson. Según Hochschild en el movimiento antiesclavista coexisten, no sin una cierta tensión, dos posiciones opuestas: la revolucionaria y la conservadora. En la plutarquiana división del trabajo que acomete nuestro autor, a Wilberforce le corresponde el liderazgo de esta última postura.

Cuando el cáustico James Boswell conoció a Wilberforce en un acto público dejó anotado lo siguiente: “Vi cómo se subía encima de la mesa algo que no parecía abultar más que una gamba pero, conforme le escuchaba, observé que la gamba iba creciendo hasta convertirse en una ballena”. Hombre profundamente religioso, “su sentido del pecado”, señala Hochschild, “parece desconcertante, pues a diferencia de otros conversos evangélicos como John Newton o James Stephen, no hay constancia de que en su juventud llevara una vida libertina. Resulta inútil buscar en ella cualquier fechoría mayor que la de quedarse dormido en la iglesia”. Estaba convencido de que las diversiones populares conducían al pecado, y logró que Jorge III publicara una “Declaración contra el Vicio y la Inmoralidad”. En cuestiones políticas, Wilberforce se oponía a cualquier ampliación del restringidísimo sufragio de la época; los movimientos de masas (como el boicot del azúcar) le causaban espanto; miraba con recelo los acontecimientos de Francia (a veces tuvo que pedir a Clarkson que moderara su entusiasmo) y las matanzas de Santo Domingo provocaron en él un pavor desmesurado. En el tema de la abolición, sin embargo, se mostró siempre firme como una roca, aunque las medidas que adoptó al respecto pecaron siempre de un exceso de cautela.

Como miembro de la Cámara de los Comunes, jugó un papel decisivo en la lucha por la abolición. Por desgracia, aunque era un orador excelente (“la mayor elocuencia natural de Inglaterra”, decía de él Pitt), su ausencia de doblez le incapacitaba para hacer frente a las emboscadas tendidas por los representantes parlamentarios del lobby esclavista, quienes sorteaban sus discursos a base de evasivas y dilaciones. No olvidemos el carácter poco representativo de un Parlamento puesto al servicio de comerciantes y plantadores. Wilberforce apelaba a la virtud británica, mientras que sus oponentes lo hacían a la economía. Durante lo que Hochschild llama la “década desolada”, en la que el movimiento abolicionista languideció ante los temores despertados por la Revolución Francesa, Wilberforce vivió en el pueblo de Clapham junto a un círculo de amigos fieles, todos ellos anglicanos ricos y piadosos (los “Santos”). La mojigatería de este grupo era célebre, y daba pie a numerosas bromas. Una de las acciones que emprendieron fue la de reescribir las obras de Shakespeare “con el fin de excluir todo lo que no fuera apto para ser leído en voz alta por un caballero ante una reunión de damas”.

En 1807 Wilberforce vivió unos de sus momentos más gratos, al ver aprobada por fin en el Parlamento la abolición de la trata de esclavos. El resto de su vida la pasó luchando contra el vicio y el pecado. Protestó por la “indecencia” que ocasionaría el permitir los baños públicos en el Támesis. En política su conservadurismo le llevó a escribir que “el aumento de los salarios era un mal […] suficiente para provocar la ruina […] de la grandeza comercial de nuestro país”. En cuanto a los pobres, deberían saber que “es la mano de Dios la que les ha asignado esa senda más modesta que deben recorrer; y que les corresponde […] soportar sus inconvenientes con resignación”. Su moderación se extendía incluso a las posibles medidas a adoptar contra los castigos infligidos a sus esclavos por los propietarios de las Indias Occidentales: la prohibición completa del uso del látigo le parecía excesiva, y abogaba por azotar a los esclavos sólo “de noche, una vez concluido el trabajo de la jornada”. Su bondad con amigos y allegados no conocía, sin embargo, límite alguno. Según testimonio de Marianne Thornton, su casa estaba siempre “atestada de criados, todos ellos cojos, imposibilitados o ciegos, o salidos de alguna institución benéfica. Había entre ellos un antiguo secretario, a quien mantenía por gratitud; y la esposa de este, porque había cuidado de la pobre Bárbara [la señora Wilberforce]; un antiguo mayordomo por quien, a pesar de que preferían que se fuera, sentía un gran afecto… Podías desesperarte aguardando a que te cambiasen el plato en la cena y escuchar todo el día un coro de campanillas sin que nadie respondiera”. Murió piadosamente en 1833 ("me siento como un reloj casi sin cuerda”, dijo unas semanas antes), sin llegar a ver aprobada la abolición de la esclavitud en los confines del Imperio Británico.

No hay comentarios:

Publicar un comentario