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sábado, 14 de febrero de 2009

"Enterrad las cadenas..." (IX)


Supervisor de ganado y cochero en una plantación cercana a Cap François, Toussaint podía considerarse un privilegiado en el momento en que estalló la revuelta. Liberado unos años antes, era propietario él mismo de algunos esclavos. Desvió a los sublevados durante unos días hasta que el administrador de la plantación quedó a salvo y, en ese momento, se unió a la rebelión, no tardando en liderarla. Adoptó el apellido L`Ouverture. Muchos le identificaron con Napoleón, lo que a él no disgustaba en absoluto: bajito, frugal, de mirada atenta, se convirtió en poco tiempo en un líder militar capaz de frenar las tropas de las dos naciones más poderosas de la época. El general De Lacroix, que combatió contra él, dejó escrito: “Dormía solo dos horas por la noche […]. Nunca sabíamos qué hacía, si se marchaba, si se quedaba, a dónde iba o de dónde venía. Mientras recorría la colonia a caballo a la velocidad del rayo… preparaba sus planes y pensaba las cosas a pleno galope”. Uno no puede dejar de pensar en las cabalgadas de Clarkson: ¿se dirigían ambos al mismo lugar, aunque por caminos diferentes?

No tardó Toussaint en convertirse en un maestro de la guerra de guerrillas. Contrató a desertores franceses para que instruyeran a la tropa. Se caracterizaba por imponer entre sus filas una disciplina muy severa: “Todos los oficiales impartían sus órdenes pistola en mano”, escribió De Lacroix, “y tenían poder de vida y muerte sobre sus subordinados”. Si a sus soldados se les acababa la munición, luchaban con piedras o fabricaban arcos y flechas (según el historiador John Thornton, las habilidades militares de estas tropas pueden explicarse si se tiene en cuenta que muchos de aquellos hombres eran africanos de nacimiento, y habían aprendido técnicas guerreras en sus luchas contra los portugueses). En la guerra contra los británicos L`Ouverture se mostró no sólo como un genial estratega y un jefe hábil con su tropa, sino también como un gran diplomático.

Herido en combate en varias ocasiones, las leyendas sobre él iban en aumento. Como temía ser asesinado, solo aceptaba la comida que le ofrecían de sus manos aquellos ayudantes en quienes confiaba. Evitaba las ventanas. Una red de espías velaba constantemente por su seguridad. A través de ellos “lograba hacerse invisible, por así decirlo, donde quiera que se hallaba, y visible donde no se encontraba”. Su identificación con Napoleón era tal (se vestía como un emperador e iba precedido por dos trompeteros con yelmos empenachados de rojo) que le envió una misiva con este encabezamiento: “Del primero de los negros al primero de los blancos”. Desgraciadamente el Corso, dueño efectivo de un país que había proclamado la “Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano”, no era abolicionista, y se limitó a decirle a su cuñado Leclerc, encargado de aplastar a L`Ouverture tras la retirada de los británicos: “Quítanos de encima a esos africanos chapados en oro y no tendremos nada más que desear”.

Ya sabemos que la colonia no fue dominada por los franceses pero L`Ouverture cayó preso. Mientras lo conducían a Francia, dijo al capitán de la nave: “Solo han talado el tronco del árbol de la libertad. Volverá a brotar de sus raíces, pues son profundas y abundantes”. Así fue, en efecto, aunque él no alcanzó a ver por poco tiempo la proclamación de la República de Haití. Pasó sus últimos días en una prisión francesa cercana a la frontera con Suiza. Se negó a hablar con los representantes del Emperador. Murió el 7 de abril de 1803, diez meses después de ser capturado. En Gran Bretaña se había despertado mientras tanto una ola de simpatía hacia su persona. Coleridge escribió que su carácter era más digno que el de Napoleón. En unas improbables “Vidas paralelas” no sabemos cuál de ellas habría salido más favorecida.

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