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lunes, 16 de febrero de 2009

"Enterrad las cadenas..." (X)


La quinta y última parte del libro de Hochschild se titula “Enterrad las cadenas”, y de su narración hay que retener dos fechas fundamentales: 1807 y 1838. A principios del siglo XIX, señala Hochschild, la situación de los abolicionistas parecía desesperada. Una legislación represiva había paralizado cualquier actividad reformista, y la trata británica de esclavos se acercaba a sus niveles más altos (más de cuarenta mil africanos por año). Sin embargo, a medida que se acercaba el año 1807 las cosas fueron cambiando. El miedo a los sucesos de Saint Domingue y la posible propagación de nuevas revueltas en las colonias británicas jugó un papel destacado. Además, el viejo argumento de que si los británicos abolían la trata, serían los franceses quienes se harían cargo de ella, chocaba contra la mera existencia de la República de Haití. La presión popular también volvió a hacer oír su voz. Según Hochschild el Parlamento tenía además una razón puramente prudencial para acceder a las demandas de la sociedad: “Con el país empantanado en una guerra que estaba poniendo a prueba el tejido social, la élite británica tenía buenos motivos para someterse al sentir nacional accediendo a una demanda que suponía para ella una amenaza bastante menor que la reforma de las flagrantes desigualdades existentes en el país”, desigualdades que habían conducido en Francia a la temida Revolución. De este modo, el 25 de marzo de 1807, veinte años después de la creación de la comisión abolicionista, se aprobaba la ley que abolía por completo la trata de esclavos.

Sin embargo, una cosa era la abolición de la trata y otra muy distinta la de la esclavitud. Tal objetivo parecía demasiado lejano. Mientras tanto, la vida de los esclavos en el Caribe seguía gobernada “por el látigo y el sol”. Sin embargo, las revueltas ante esta situación no tardaron en producirse: en Barbados estalló una violenta rebelión en 1816, y en Demerara (en la actual Guayana) otra en 1823. En la metrópoli, mientras tanto, la antigua comisión había sido reemplazada por una “Sociedad Londinense para Mitigar y Abolir Gradualmente el Estado de Esclavitud en los Dominios Británicos”. Aquí el término clave es “gradual”. Aunque Clarkson formó parte de ella (a sus sesenta y tres años y casi completamente miope, cabalgó 16.000 kilómetros en menos de 12 meses), el carácter gradual de la nueva Sociedad hizo que sus trabajos apenas avanzaran. El pueblo, sin embargo, no estaba para contemporizaciones, y exigía la abolición inmediata. En esta fase la voz de las mujeres (entre ellas, la de Elizabeth Heyrick o la de Lucy Townsend) se hizo notar con fuerza: hacían campaña casa por casa, publicaban panfletos y, entre otras medidas, retomaron el boicot al azúcar. “Quizás los hombres propongan abolir solo gradualmente el peor de los crímenes”, escribió una de ellas, “y mitigar la servidumbre más cruel, pero, ¿por qué íbamos a aceptar nosotras tales atrocidades? […] No debemos hablar de una abolición gradual del asesinato, el libertinaje, la crueldad, la tiranía…”. No hay duda de que las sociedades de mujeres fueron más audaces que las masculinas. Sin embargo, el Parlamento no cedía ante estas demandas (un grupo importante de sus miembros poseía latifundios o mantenía fuertes lazos comerciales con las Indias Occidentales) y a finales de los años 20 el movimiento perdió fuerza.

Fue necesario, por tanto, que el Parlamento cambiara en su composición. En toda Europa soplaban aires de reforma. En 1830 volvieron a levantarse en Francia las barricadas, en protesta por el carácter poco representativo de su Parlamento. En Gran Bretaña los abolicionistas se hicieron conscientes de que su causa estaba estrechamente unida a la de la ampliación del sufragio. Los gradualistas dejaron paso a un movimiento más decidido, que creó una nueva “Comisión de Actividades Antiesclavistas”. Ante estas noticias, estalló en Jamaica una nueva rebelión a finales de 1831. Por fin salió adelante en la metrópoli la Ley de Reforma de 1832. En el nuevo Parlamento las fuerzas antiesclavistas adquirieron mayor peso, por lo que en el verano de 1833 se aprobó el proyecto de ley de emancipación, si bien con dos cautelas: se compensaría a los propietarios de plantaciones con una suma de 20 millones de libras esterlinas (el 40% del presupuesto nacional), y se concedería un plazo de varios años para hacer efectiva la medida. El 1 de agosto de 1838 los 800.000 esclavos del Imperio Británico fueron declarados oficialmente libres. La alegría de los abolicionistas fue mayúscula. William Allen, un cuáquero que había dejado de consumir azúcar en 1789, pudo añadir al fin una cucharadita en una taza de té.

El movimiento abolicionista inglés fue modelo e inspiración para los dirigentes antiesclavistas de otros países, señaladamente de los EE.UU., pero su influencia se hizo notar en el resto del mundo. En pocas décadas la esclavitud desapareció formalmente de la faz de la tierra (en algún país ello condujo incluso a una Guerra Civil), si bien todavía perduran ciertas formas de servidumbre como la trata internacional de blancas, la mano de obra infantil o ciertas formas de trabajo rural semiesclavizado. La actual organización de derechos humanos “Anti-Slavery International”, tiene su cuartel general en Londres, y el nombre de su sede hace honor a la historia que narra Hochschild a lo largo de este libro. Se llama la “Thomas Clarkson House”.

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