De Thomas Clarkson dijo Coleridge que era una “máquina de vapor moral […]. ¡Le venero! Será mi amigo, mi ejemplo, mi santo”. Comparar a alguien, en plena Revolución Industrial, con una máquina de vapor (aunque sólo sea moral) resulta bastante elocuente. Y si no, que se lo pregunten a su caballo. Ya describimos someramente el viaje que hizo en 1787 a Bristol y Liverpool en busca de testimonios sobre la trata de esclavos, y de las frenéticas cabalgadas que durante 1788 le condujeron de una punta a otra de Inglaterra. Pero eso fue sólo el principio. A lo largo de su vida “fatigó” (por usar un vocablo tan caro a Borges) todo tipo de monturas. Lástima que Stephenson no se adelantara algunos años con su invento. En su afán por recoger material para la sesión parlamentaria de 1791 cabalgó 3000 kilómetros y se subió a 317 barcos. Un anfitrión cuáquero que le hospedó en su casa dejó anotado: “Nunca en la vida he visto a un hombre tan entregado a una causa como T. Clarkson a la suya. Parece una persona sensible y su constitución física se deteriora con rapidez, pero da la impresión de sentirse perfectamente satisfecho siendo el esclavo de los esclavos”.
Al estilo de las “Vidas paralelas” plutarquianas, Hochschild gusta de comparar el carácter y la trayectoria de Clarkson con las del otro coloso de la causa abolicionista: Wilberforce. Inevitablemente eso le lleva a forzar un poco el dibujo que traza de cada uno de ellos: Clarkson es un “fogoso radical”, Wilberforce un “cauteloso evangélico”. Y como tales se comportan siempre. ¿Hace justicia Hochschild a la complejidad biográfica de ambas figuras? Carezco de base, desde un punto de vista historiográfico, para responder a esa pregunta. Desde un punto de vista narrativo tal contraste constituye, desde luego, todo un acierto. Hochschild trata de documentar su postura, por supuesto. Y como estas líneas no son sino una especie de largo resumen con el que espero seducirles, no ahondaré más en esta cuestión. No hay que olvidar, además, que el gobierno revolucionario francés –“para horror de Wilberforce”, señala Hochschild– concedió la ciudadanía honoraria a Clarkson junto ¡al diabólico Thomas Paine! Durante toda su vida conservó Clarkson una piedra procedente de una celda derruida de la Bastilla en la que un prisionero había grabado en latín: “Escribo este verso con el corazón angustiado”.
Pero hasta los más fogosos radicales acaban por agotarse. Las máquinas de vapor también se gastan con el uso. La suspicacia despertada por la revolución del otro lado del canal hizo más peligrosas las tomas de postura favorables a cualquier medida igualitaria. Los continuos fracasos parlamentarios no invitaban al optimismo. A mediados de la década de los 90 Clarkson comenzó a sufrir las secuelas de una crisis nerviosa: “Mi mente se ha doblegado literalmente como un arco ante este triste asunto […] A menudo me siento atacado por vértigos y calambres. Oigo un desagradable tintineo en los oídos, y las manos me tiemblan a menudo”. Los médicos limitaron sus viajes a 16 kilómetros diarios y le recetaron descanso y baños fríos. Abandonó temporalmente la vida pública, se casó y se hizo construir una casa en el distrito de los Lagos, en el mismo lugar y en los mismos años en que Wordsworth y Coleridge ponían los cimientos del romanticismo literario inglés. El temperamento de Clarkson no era dado, sin embargo, a las florituras, y cuando uno de los vates le obsequió con una oda le pidió una “traducción en prosa”. Durante varios años Clarkson y el movimiento abolicionista entraron en una especie de letargo.
En 1807, sin embargo, tras las revueltas de las Antillas, resurgió de nuevo. Clarkson, medio miope, volvió a montar en su caballo e hizo un viaje de varios meses por Inglaterra y Escocia. La trata fue por fin abolida ese mismo año. A partir de entonces se dedicó Clarkson a cabalgar sobre el papel: escribió su voluminosa historia autobiográfica del movimiento abolicionista (el enfático Coleridge anotó: “Nada puede superar en belleza moral la forma en que […] relata su [participación] en esa inmortal guerra; ¡qué insignificantes son, comparadas con ella, todas las conquistas de Napoleón y Alejandro!”), una historia de Sierra Leona, una biografía del dirigente cuáquero William Penn y nuevos tratados y folletos sobre la esclavitud. Abrió una escuela “no sectaria y abierta a todos”, emprendió una campaña para reformar el derecho penal y reducir los muchos delitos castigados con la pena capital, fundó una “Sociedad para la Promoción de la Paz Universal y Perpetua”… y estaba vivo y lúcido aún cuando el 31 de julio de 1838 fue abolida la esclavitud dentro de los límites del Imperio. Fue el último de los veteranos abolicionistas en abandonar este mundo. Cinco semanas antes de hacerlo declaró que había dedicado sesenta años a la lucha, “y si me quedaran otros sesenta, debería entregarlos a la misma causa”. Así murió, como si acabara de caer justo en ese momento del caballo, este “esclavo de los esclavos”.
Al estilo de las “Vidas paralelas” plutarquianas, Hochschild gusta de comparar el carácter y la trayectoria de Clarkson con las del otro coloso de la causa abolicionista: Wilberforce. Inevitablemente eso le lleva a forzar un poco el dibujo que traza de cada uno de ellos: Clarkson es un “fogoso radical”, Wilberforce un “cauteloso evangélico”. Y como tales se comportan siempre. ¿Hace justicia Hochschild a la complejidad biográfica de ambas figuras? Carezco de base, desde un punto de vista historiográfico, para responder a esa pregunta. Desde un punto de vista narrativo tal contraste constituye, desde luego, todo un acierto. Hochschild trata de documentar su postura, por supuesto. Y como estas líneas no son sino una especie de largo resumen con el que espero seducirles, no ahondaré más en esta cuestión. No hay que olvidar, además, que el gobierno revolucionario francés –“para horror de Wilberforce”, señala Hochschild– concedió la ciudadanía honoraria a Clarkson junto ¡al diabólico Thomas Paine! Durante toda su vida conservó Clarkson una piedra procedente de una celda derruida de la Bastilla en la que un prisionero había grabado en latín: “Escribo este verso con el corazón angustiado”.
Pero hasta los más fogosos radicales acaban por agotarse. Las máquinas de vapor también se gastan con el uso. La suspicacia despertada por la revolución del otro lado del canal hizo más peligrosas las tomas de postura favorables a cualquier medida igualitaria. Los continuos fracasos parlamentarios no invitaban al optimismo. A mediados de la década de los 90 Clarkson comenzó a sufrir las secuelas de una crisis nerviosa: “Mi mente se ha doblegado literalmente como un arco ante este triste asunto […] A menudo me siento atacado por vértigos y calambres. Oigo un desagradable tintineo en los oídos, y las manos me tiemblan a menudo”. Los médicos limitaron sus viajes a 16 kilómetros diarios y le recetaron descanso y baños fríos. Abandonó temporalmente la vida pública, se casó y se hizo construir una casa en el distrito de los Lagos, en el mismo lugar y en los mismos años en que Wordsworth y Coleridge ponían los cimientos del romanticismo literario inglés. El temperamento de Clarkson no era dado, sin embargo, a las florituras, y cuando uno de los vates le obsequió con una oda le pidió una “traducción en prosa”. Durante varios años Clarkson y el movimiento abolicionista entraron en una especie de letargo.
En 1807, sin embargo, tras las revueltas de las Antillas, resurgió de nuevo. Clarkson, medio miope, volvió a montar en su caballo e hizo un viaje de varios meses por Inglaterra y Escocia. La trata fue por fin abolida ese mismo año. A partir de entonces se dedicó Clarkson a cabalgar sobre el papel: escribió su voluminosa historia autobiográfica del movimiento abolicionista (el enfático Coleridge anotó: “Nada puede superar en belleza moral la forma en que […] relata su [participación] en esa inmortal guerra; ¡qué insignificantes son, comparadas con ella, todas las conquistas de Napoleón y Alejandro!”), una historia de Sierra Leona, una biografía del dirigente cuáquero William Penn y nuevos tratados y folletos sobre la esclavitud. Abrió una escuela “no sectaria y abierta a todos”, emprendió una campaña para reformar el derecho penal y reducir los muchos delitos castigados con la pena capital, fundó una “Sociedad para la Promoción de la Paz Universal y Perpetua”… y estaba vivo y lúcido aún cuando el 31 de julio de 1838 fue abolida la esclavitud dentro de los límites del Imperio. Fue el último de los veteranos abolicionistas en abandonar este mundo. Cinco semanas antes de hacerlo declaró que había dedicado sesenta años a la lucha, “y si me quedaran otros sesenta, debería entregarlos a la misma causa”. Así murió, como si acabara de caer justo en ese momento del caballo, este “esclavo de los esclavos”.
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