La primera parte del libro de Hochschild se titula “Un mundo de servidumbre”, y traza en ella un retrato muy vivo del llamado “comercio triangular”. Como es sabido, este tráfico reposaba sobre tres patas: Europa, que exportaba productos manufacturados a menudo de muy escaso valor (mera quincalla); la costa occidental de África, donde esos productos eran canjeados por esclavos capturados a tribus del interior por miembros de las tribus costeras, que actuaban como intermediarias; y, por último, las Antillas y la costa americana, donde los esclavos eran vendidos para obtener mercancías de alto valor añadido: algodón, ron, tabaco y, sobre todo, el “petróleo” del siglo XVIII: el azúcar. El transporte marítimo se beneficiaba de las corrientes oceánicas, que fluyen en el sentido de las agujas del reloj y propulsaban a los barcos, por así decir, a lo largo de este triángulo tan lucrativo. En la época que nos ocupa el dominio del Atlántico estaba en manos de Gran Bretaña, gran beneficiaria de dicho tráfico mercantil.
Hochschild describe los distintos tramos de esta ruta desde los puntos de vista complementarios de cuatro de sus protagonistas: un piadoso capitán de barco transfigurado más tarde en clérigo anglicano (y célebre autor de himnos), John Newton; un esclavo capturado en África, Oluadah Equiano, que logró liberarse por sus propios medios y escribir un libro en el que narraba sus peripecias; un joven abogado, James Stephen, que quedó horrorizado ante el trato infligido a los esclavos en las plantaciones azucareras de las Indias Occidentales; y un inglés algo excéntrico, Grandville Sharp, que entre otras muchas actividades (era un libelista compulsivo) tocaba música de cámara en una barcaza que flotaba lánguidamente por los canales del sur de Inglaterra. Con el paso del tiempo todos estos personajes jugarían un papel señero en la lucha contra la esclavitud. Pero por lo pronto se mueven en un ambiente en el que lo “natural” era no ver en dicha práctica ningún problema de orden moral. Así, Newton dedicó la primera parte de su vida a capitanear barcos negreros; Equiano no tuvo empacho, una vez liberado, en colaborar por un tiempo en el tráfico de esclavos, seleccionando la "mercancía"; Stephen pudo acabar sus estudios jurídicos gracias al legado recibido de parte de un tío médico, el cual procedía de un pingüe negocio: comprar “esclavos de deshecho”, sanarlos y revenderlos más tarde a un precio muy superior al de su adquisición. Sólo Grandville Sharp se mostró de un modo espontáneo reacio a toda forma de esclavitud.
Creo que ésta es la idea básica que quiere transmitirnos el autor: la naturalidad con la que en esa época era considerado el fenómeno esclavista: “A finales del siglo XVIII”, dice, “bastante más de tres cuartas partes de las personas entonces vivas se hallaban sometidas a algún tipo de dependencia servil… Se trataba de la época en la que, según el historiador Seymour Drescher, la institución peculiar no era la esclavitud sino la libertad”. El piadoso John Newton, por ejemplo, dedicaba dos horas al día a rezar y a leer la Biblia a bordo de su barco negrero. En una ocasión coincidió en un viaje con otro capitán de mentalidad evangélica y mantuvo con él extensas charlas religiosas durante toda la travesía. Con su habitual agudeza señala Hochschild: “Imaginemos aquella rara escena: dos capitanes con sus sombreros de tres picos paseando por cubierta y hablando seriamente de Dios y el pecado a lo largo de la noche, mientras bajo sus pies yacían unos esclavos sujetos con grilletes”.
Y no es sólo que la esclavitud estuviese ampliamente extendida; es que, además, había existido desde siempre. No olvidemos tampoco que en aquel tiempo la trata con seres humanos reportaba un enorme beneficio a quienes la practicaban. Así pues, el carácter “natural” de ese sufrimiento y el beneficio económico obtenido a través de él (pero, ¿les suenan estas dos características?) provocaba que las consecuencias morales de práctica tan repugnante resultaran invisibles para casi todos. Pero no para todos. Desde el corazón mismo del imperio el movimiento abolicionista comenzaba poco a poco a forjarse. Algunos años después su fuerza sería tan irresistible que en el breve plazo (desde el punto de vista histórico) de algo menos de un siglo la esclavitud sería barrida de la faz de todo el mundo conocido.
Hochschild describe los distintos tramos de esta ruta desde los puntos de vista complementarios de cuatro de sus protagonistas: un piadoso capitán de barco transfigurado más tarde en clérigo anglicano (y célebre autor de himnos), John Newton; un esclavo capturado en África, Oluadah Equiano, que logró liberarse por sus propios medios y escribir un libro en el que narraba sus peripecias; un joven abogado, James Stephen, que quedó horrorizado ante el trato infligido a los esclavos en las plantaciones azucareras de las Indias Occidentales; y un inglés algo excéntrico, Grandville Sharp, que entre otras muchas actividades (era un libelista compulsivo) tocaba música de cámara en una barcaza que flotaba lánguidamente por los canales del sur de Inglaterra. Con el paso del tiempo todos estos personajes jugarían un papel señero en la lucha contra la esclavitud. Pero por lo pronto se mueven en un ambiente en el que lo “natural” era no ver en dicha práctica ningún problema de orden moral. Así, Newton dedicó la primera parte de su vida a capitanear barcos negreros; Equiano no tuvo empacho, una vez liberado, en colaborar por un tiempo en el tráfico de esclavos, seleccionando la "mercancía"; Stephen pudo acabar sus estudios jurídicos gracias al legado recibido de parte de un tío médico, el cual procedía de un pingüe negocio: comprar “esclavos de deshecho”, sanarlos y revenderlos más tarde a un precio muy superior al de su adquisición. Sólo Grandville Sharp se mostró de un modo espontáneo reacio a toda forma de esclavitud.
Creo que ésta es la idea básica que quiere transmitirnos el autor: la naturalidad con la que en esa época era considerado el fenómeno esclavista: “A finales del siglo XVIII”, dice, “bastante más de tres cuartas partes de las personas entonces vivas se hallaban sometidas a algún tipo de dependencia servil… Se trataba de la época en la que, según el historiador Seymour Drescher, la institución peculiar no era la esclavitud sino la libertad”. El piadoso John Newton, por ejemplo, dedicaba dos horas al día a rezar y a leer la Biblia a bordo de su barco negrero. En una ocasión coincidió en un viaje con otro capitán de mentalidad evangélica y mantuvo con él extensas charlas religiosas durante toda la travesía. Con su habitual agudeza señala Hochschild: “Imaginemos aquella rara escena: dos capitanes con sus sombreros de tres picos paseando por cubierta y hablando seriamente de Dios y el pecado a lo largo de la noche, mientras bajo sus pies yacían unos esclavos sujetos con grilletes”.
Y no es sólo que la esclavitud estuviese ampliamente extendida; es que, además, había existido desde siempre. No olvidemos tampoco que en aquel tiempo la trata con seres humanos reportaba un enorme beneficio a quienes la practicaban. Así pues, el carácter “natural” de ese sufrimiento y el beneficio económico obtenido a través de él (pero, ¿les suenan estas dos características?) provocaba que las consecuencias morales de práctica tan repugnante resultaran invisibles para casi todos. Pero no para todos. Desde el corazón mismo del imperio el movimiento abolicionista comenzaba poco a poco a forjarse. Algunos años después su fuerza sería tan irresistible que en el breve plazo (desde el punto de vista histórico) de algo menos de un siglo la esclavitud sería barrida de la faz de todo el mundo conocido.
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