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miércoles, 14 de enero de 2009

Declaración de intenciones (II)




La segunda estrategia para aquietar el desasosiego que podría provocarnos la constatación del dolor que experimenta África consiste, pues, en “naturalizar” ese dolor. No hay duda de que muchos economistas (especialmente los que integran la llamada "escuela neoclásica") contribuyen a ello.

Para los principales representantes de esta escuela todo es (o debería ser) mercado, y el mercado es –y precisamente por ello se deja capturar por la ciencia– pura naturaleza. El mercado constituye un mecanismo moralmente neutro. Todos gozamos en él de algún tipo de ventaja, de la que, si somos avispados, podemos extraer algún provecho. Si no lo hacemos, a nadie (si no es a nuestra propia incapacidad) se puede culpar de ello. No cabe experimentar aquí inquietud moral alguna: ¿acaso nos sentimos moralmente afectados si un rayo fulmina a un transeúnte, si un león devora a una gacela? No se nos ocurre reprender a la silla con la que tropezamos (a no ser que estemos demasiado borrachos).

Este proceso de naturalización es justo el fenómeno opuesto a aquella estrategia animista con la que nuestros más remotos antepasados se enfrentaban al mundo. Para ellos detrás de cualquier fenómeno natural se ocultaba la intención (buena o mala) de algún ser oculto y poderoso, al que en ocasiones –y mediando siempre los sacrificios oportunos– podía engatusarse con algún soborno. Cuatro siglos de dominio de las ciencias físicas le han dado la vuelta a la tortilla, y ahora vemos, tras todo proceso intencional (es decir, originado por el hombre), sólo naturaleza: ni buena, ni mala. Con sus fórmulas matemáticas los economistas neoclásicos del desarrollo nos explican que ese niño rodeado de moscas se ha labrado su propio destino; o (segunda estrategia) que ese destino es el resultado de no permitir que actúen libremente los incentivos del mercado. En suma: si el mercado no funciona, la culpa es de quienes obstruyen sus mecanismos; si el mercado funciona, la “culpa” –por llamar la cosa de algún modo– es de quienes no saben aprovecharse de sus ventajas y se hacen merecedores por ello de una muerte aséptica y darviniana (la influencia de Malthus sobre Darwin resulta aquí más que evidente).

La conversión de la Economía en ciencia natural naturaliza inevitablemente a su objeto. El homo sapiens queda reducido a homo oeconomicus, y las complejas sociedades humanas a un mercado donde las leyes de la oferta y de la demanda trazan sus elegantes curvas de indiferencia. Sólo así pueden realizarse esas predicciones (normalmente fallidas) con las que nos obsequia a menudo esta ciencia; sólo así pueden embutirse las sutiles y enmarañadas relaciones humanas en refinadas regresiones econométricas. Desaparecen las causas finales y ocupa su lugar esa causa eficiente universal que es la búsqueda de la utilidad, que juega entre nosotros un papel semejante al desempeñado por la ley de la gravedad en la física newtoniana. Decía Galileo que el mundo está escrito en caracteres matemáticos. Los economistas, en cambio, trabajan como si el mundo estuviese escrito en caracteres económicos. Escandalizarse por las consecuencias del hambre en África sería lo mismo que alarmarse porque, al caer, la manzana aplasta a una hormiguita que pasaba casualmente por allí.

¡Pero el hambre no es un fenómeno natural, ni la pobreza, ni el subdesarrollo! No son rayos que te parten de golpe, leones cartesianos que saltan a tu paso como resortes desalmados. Todos estos fenómenos responden a causas humanas. El mercado no es res extensa. Tampoco ese mercado globalizado en el que a África, al parecer, le ha tocado en suerte cultivar cacahuetes. No es natural la política. Ni lo es la historia. Ni nada de aquello en lo que intervenga o haya intervenido alguna vez el ser humano.

Una de las pretensiones de este blog consiste en ayudar a propiciar una reflexión colectiva (mis limitaciones son infinitas y en seguida se les harán evidentes –si es que no las han descubierto ya) guiada por este “prejuicio”: que las desgracias que padece África no son fenómenos naturales sino procesos humanos. Y que por ese motivo la causación puede invertirse: lo hecho por el hombre puede ser, primero, comprendido (¡Vico frente a Descartes!); y, luego, enmendado también por obra del hombre. Lo único que se requiere para ello es voluntad política. Voluntad: precisamente el manantial de donde brotan esas “causas finales” que la ciencia orilla con toda razón cuando estudia el mundo físico, y que la Economía pretende eliminar sin ninguna razón cuando examina las raíces complejas del incierto comportamiento humano.

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