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viernes, 30 de enero de 2009

"Enterrad las cadenas..." (V)



De Thomas Clarkson dijo Coleridge que era una “máquina de vapor moral […]. ¡Le venero! Será mi amigo, mi ejemplo, mi santo”. Comparar a alguien, en plena Revolución Industrial, con una máquina de vapor (aunque sólo sea moral) resulta bastante elocuente. Y si no, que se lo pregunten a su caballo. Ya describimos someramente el viaje que hizo en 1787 a Bristol y Liverpool en busca de testimonios sobre la trata de esclavos, y de las frenéticas cabalgadas que durante 1788 le condujeron de una punta a otra de Inglaterra. Pero eso fue sólo el principio. A lo largo de su vida “fatigó” (por usar un vocablo tan caro a Borges) todo tipo de monturas. Lástima que Stephenson no se adelantara algunos años con su invento. En su afán por recoger material para la sesión parlamentaria de 1791 cabalgó 3000 kilómetros y se subió a 317 barcos. Un anfitrión cuáquero que le hospedó en su casa dejó anotado: “Nunca en la vida he visto a un hombre tan entregado a una causa como T. Clarkson a la suya. Parece una persona sensible y su constitución física se deteriora con rapidez, pero da la impresión de sentirse perfectamente satisfecho siendo el esclavo de los esclavos”.

Al estilo de las “Vidas paralelas” plutarquianas, Hochschild gusta de comparar el carácter y la trayectoria de Clarkson con las del otro coloso de la causa abolicionista: Wilberforce. Inevitablemente eso le lleva a forzar un poco el dibujo que traza de cada uno de ellos: Clarkson es un “fogoso radical”, Wilberforce un “cauteloso evangélico”. Y como tales se comportan siempre. ¿Hace justicia Hochschild a la complejidad biográfica de ambas figuras? Carezco de base, desde un punto de vista historiográfico, para responder a esa pregunta. Desde un punto de vista narrativo tal contraste constituye, desde luego, todo un acierto. Hochschild trata de documentar su postura, por supuesto. Y como estas líneas no son sino una especie de largo resumen con el que espero seducirles, no ahondaré más en esta cuestión. No hay que olvidar, además, que el gobierno revolucionario francés –“para horror de Wilberforce”, señala Hochschild– concedió la ciudadanía honoraria a Clarkson junto ¡al diabólico Thomas Paine! Durante toda su vida conservó Clarkson una piedra procedente de una celda derruida de la Bastilla en la que un prisionero había grabado en latín: “Escribo este verso con el corazón angustiado”.

Pero hasta los más fogosos radicales acaban por agotarse. Las máquinas de vapor también se gastan con el uso. La suspicacia despertada por la revolución del otro lado del canal hizo más peligrosas las tomas de postura favorables a cualquier medida igualitaria. Los continuos fracasos parlamentarios no invitaban al optimismo. A mediados de la década de los 90 Clarkson comenzó a sufrir las secuelas de una crisis nerviosa: “Mi mente se ha doblegado literalmente como un arco ante este triste asunto […] A menudo me siento atacado por vértigos y calambres. Oigo un desagradable tintineo en los oídos, y las manos me tiemblan a menudo”. Los médicos limitaron sus viajes a 16 kilómetros diarios y le recetaron descanso y baños fríos. Abandonó temporalmente la vida pública, se casó y se hizo construir una casa en el distrito de los Lagos, en el mismo lugar y en los mismos años en que Wordsworth y Coleridge ponían los cimientos del romanticismo literario inglés. El temperamento de Clarkson no era dado, sin embargo, a las florituras, y cuando uno de los vates le obsequió con una oda le pidió una “traducción en prosa”. Durante varios años Clarkson y el movimiento abolicionista entraron en una especie de letargo.

En 1807, sin embargo, tras las revueltas de las Antillas, resurgió de nuevo. Clarkson, medio miope, volvió a montar en su caballo e hizo un viaje de varios meses por Inglaterra y Escocia. La trata fue por fin abolida ese mismo año. A partir de entonces se dedicó Clarkson a cabalgar sobre el papel: escribió su voluminosa historia autobiográfica del movimiento abolicionista (el enfático Coleridge anotó: “Nada puede superar en belleza moral la forma en que […] relata su [participación] en esa inmortal guerra; ¡qué insignificantes son, comparadas con ella, todas las conquistas de Napoleón y Alejandro!”), una historia de Sierra Leona, una biografía del dirigente cuáquero William Penn y nuevos tratados y folletos sobre la esclavitud. Abrió una escuela “no sectaria y abierta a todos”, emprendió una campaña para reformar el derecho penal y reducir los muchos delitos castigados con la pena capital, fundó una “Sociedad para la Promoción de la Paz Universal y Perpetua”… y estaba vivo y lúcido aún cuando el 31 de julio de 1838 fue abolida la esclavitud dentro de los límites del Imperio. Fue el último de los veteranos abolicionistas en abandonar este mundo. Cinco semanas antes de hacerlo declaró que había dedicado sesenta años a la lucha, “y si me quedaran otros sesenta, debería entregarlos a la misma causa”. Así murió, como si acabara de caer justo en ese momento del caballo, este “esclavo de los esclavos”.

miércoles, 28 de enero de 2009

"Enterrad las cadenas..." (IV)


La segunda parte del libro de Hochschild se titula “De la yesca a la llama”, y narra de un modo frenético –uno cree ir todo el tiempo a lomos de un caballo desbocado– el proceso por el que el raquítico movimiento abolicionista prende de golpe en Gran Bretaña y –continuando con la metáfora (que no lo será tanto en lugares como Jamaica)– acaba por incendiar con sus llamas la superficie entera del país. El motor de este cambio tiene nombre y apellido: Thomas Clarkson, por quien el autor siente un afecto que acaba por contagiar a quien lo lee. A la edad de 25 años (concretamente un día de junio de 1785) Clarkson sufre una especie de conversión paulina que le hace bajar del caballo que le conducía a Londres. Acababa de publicar un ensayo en torno al tema de la esclavitud con el único propósito de obtener un galardón convocado por la Universidad de Cambridge. Lo ganó, y la obra fue publicada. Pero no quedó tranquilo con el premio. Al bajarse de su montura pensó que “si los contenidos del ensayo eran ciertos, alguien debería procurar poner fin de una vez a aquellas calamidades”. No fue él quien lo consiguió, por supuesto. Ningún individuo aislado podría haber llevado a cabo esa labor gigantesca. Pero gracias a su trabajo el abolicionismo dejó de ser una minoritaria actividad filantrópica para convertirse en un verdadero movimiento de masas.

Rápidamente entra Clarkson en contacto con los cuáqueros, solitarios abanderados hasta entonces de la causa, así como con el venerable (y algo lunático) Grandville Sharp. El 22 de mayo de 1787 nace, en casa del impresor James Phillips (cuáquero también), la comisión antiesclavista que, para vencer las suspicacias inspiradas por un grupo tan extravagante como el cuáquero, fue presidida por Sharp. Sin embargo, aunque “los anglicanos como Sharp y Clarkson fueron objeto de mayor atención por parte del público, quienes dieron realmente forma a la campaña fueron los cuáqueros”, habituados durante décadas a actuar como grupo de presión. La primera cuestión que se planteó fue la del objetivo a conseguir: ¿la abolición de la trata de esclavos o directamente la emancipación? Se escogió la única alternativa que parecía entonces viable: la abolición de la trata, pues eran conscientes de que la emancipación habría sido vista por un Parlamento dominado por ricos hacendados y comerciantes como una ilegítima “intromisión en los derechos de propiedad de los plantadores”. No olvidemos que el esclavo no era un ser humano sino un semoviente sujeto como tal a las cláusulas del derecho mercantil.

Había que cambiar la mentalidad de la gente. Y, al mismo tiempo, se hacía necesario recoger datos veraces sobre el comercio de esclavos. Con tal fin Clarkson emprende en el verano del 87 un viaje por las ciudades portuarias de Bristol y Liverpool. Habla allí con marineros y médicos navales, extrae datos comprometedores de los registros de la Aduana, merodea por las tabernas, se desliza en el interior de buques negreros... Y lo anota todo. Su jornada de trabajo consta de 16 horas. Colecciona además todo tipo de objetos y productos africanos (marfil, maderas raras, telas tejidas por nativos…), con el propósito de mostrar ante el público la posibilidad de un comercio con África no basado necesariamente en la esclavitud. Comienza a ser mal visto por capitanes y armadores, recibe amenazas de muerte, intentan expulsarle del hotel donde se aloja y una noche a punto están de propinarle una paliza en el muelle. De camino a Londres contacta en Manchester con simpatizantes de la causa.

Una vez recogidos los datos faltaba, sin embargo, un eslabón importantísimo de la cadena: se hacía imprescindible la presencia de un aliado en el Parlamento que contribuyera con su oratoria a transformar la indignación moral en cambio legislativo. Wilberforce asumirá esta tarea. Para contrarrestar sus esfuerzos, surgen grupos de presión contrarios a la trata. Pero la comisión antiesclavista funciona ya a toda máquina. Un nuevo miembro, Josiah Wedgwood, fabricante de objetos de cerámica y dotado de un alto sentido de la mercadotecnia, diseña un sello que es reproducido de inmediato en todas partes. Muestra a un esclavo encadenado y de rodillas que clama: “¿No soy hombre y hermano?”. Benjamín Franklin declara al verlo que esa imagen “igualaba al panfleto mejor escrito”. Poco tiempo después el antiguo capitán negrero John Newton es fichado también por la comisión. James Stephen regresa de las Indias Occidentales más combativo que nunca. Se multiplican las peticiones al parlamento. Los armadores de Liverpool se asustan y tratan de convencer a la población de que “el tiempo pasado a bordo durante su transporte de África a las colonias era la parte más feliz de la vida de un negro”.

El ambiente parecía listo para que Wilberforce diera en el Parlamento el golpe de gracia. Durante dos meses Clarkson recorre a caballo 2.600 kilómetros en busca de testigos, fundando filiales por cada lugar que pasa. Se publica finalmente un informe de 850 páginas con todos los testimonios recogidos. Desgraciadamente en la sesión parlamentaria del 12 de mayo de 1789 (la de 1788 se vio ensombrecida por la súbita locura de Jorge III) el elocuente Wilberforce (un observador señaló que su voz era “tan clara y melodiosa que, […] aunque dijera tonterías, nos sentiríamos obligados a escucharla”) no pudo torcer la voluntad de unos parlamentarios que estaban al servicio de hacendados y comerciantes. El momento aún no había llegado. Es entonces cuando en Francia estalla una revolución que proclama con entusiasmo la igualdad de todos los seres humanos.

lunes, 26 de enero de 2009

"Enterrad las cadenas..." (III)


Olaudah Equiano fue un igbo originario del sudeste de lo que es hoy Nigeria. Capturado a mediados de la década de 1750, fue vendido y revendido varias veces como esclavo en su camino hacia la costa, dando finalmente con sus huesos en la bodega de un barco negrero. Como ya dijimos, Equiano escribió más tarde una autobiografía: The Interesting Narrative of the Life of Olaudah Equiano, or Gustavus Vassa the African (que puede leerse aquí, en inglés, en formato digital) en la que dibuja un relato escalofriante del “pasaje intermedio”: “El hedor de la bodega (…) resultó absolutamente pestilente… Aquella espantosa situación se agravaba aún más a causa de las llagas producidas por las cadenas, que a partir de ese momento resultaron insoportables, y por la suciedad de los recipientes para las necesidades [cubos para los excrementos], en cuyo interior caían a menudo los niños llegando casi a ahogarse”. Como era habitual, algunos esclavos intentaron suicidarse arrojándose por la borda; otros muchos murieron durante la travesía.

Afortunadamente no fue adquirido por ningún plantador de caña de las Indias Occidentales, sino que –dado el estado lastimoso en el que llegó a Barbados– fue enviado a Virginia, donde después de trabajar brevemente en una plantación fue comprado por un oficial de la Armada inglesa en calidad de esclavo personal. Viajó con él durante seis años de un barco a otro (se libraba entonces la Guerra de los Siete Años). Como si se tratara de una exótica mascota, su dueño (que le había puesto de nombre "Gustavus Vassa") lo cedía de vez en cuando a sus familiares de la metrópolis, circunstancia que le facilitó el aprendizaje de la lectura y de la escritura. Más tarde fue vendido a un hacendado caribeño, que al descubrir sus cualidades sobresalientes le asignó tareas especializadas, como la de transportar esclavos por diversas islas de las Indias Occidentales. Allí conoció de cerca la esclavitud en toda su dureza: “Vi golpear a un negro hasta que le rompieron los huesos solo por haber dejado hervir un puchero hasta derramarse”. Discretamente comenzó a comerciar por cuenta propia hasta que logró reunir una suma suficiente como para comprar su libertad (corría el año 1766). Marchó entonces a Londres pero, dado su carácter inquieto, no permaneció allí mucho tiempo. Viajó por gran parte del mundo conocido: desde Turquía hasta Groenlandia (¡). Trabajó de sirviente doméstico, barbero, e incluso durante una temporada ayudó a seleccionar esclavos (“Resulta curioso verle pasar por encima de este cambio de papeles con unas pocas frases de su autobiografía”, señala Hochschild). Tuvo tiempo además para estudiar la Biblia y aprender a tocar la trompa de caza.

En 1774 conoció a Grandville Sharp, lo que le permitió infiltrarse en el naciente grupo de militantes abolicionistas (sostenido en aquellos años prácticamente tan sólo por cuáqueros). A partir de entonces llevó una labor frenética en pro de la causa: luchó por liberar esclavos residentes en Inglaterra (que, teóricamente, y tras la sentencia que arrancó Sharp al juez Mansfield en 1772, eran libres), escribió numerosas cartas a periódicos londinenses, ofreció charlas ante todo tipo de auditorios y, finalmente, escribió su famosa autobiografía. Emprendió con ella una gira editorial por todas las islas británicas y consiguió vender tantos ejemplares (publicó ocho ediciones en vida) que alcanzó a vivir gracias a sus ingresos. Según Hochschild: “De los cientos de libros que abogaron por la libertad de los esclavos en el Imperio Británico, el suyo es el único que el lector puede encontrar hoy con facilidad en librerías británicas o norteamericanas” (en España fue editada por Miraguano Ediciones en 1999). Llegó a ser tan conocido que, al describir un debate público, un periódico londinense comentó que “un africano (que no era Gustavus Vassa) había replicado” en él a un orador esclavista.

En contra de sus correligionarios más mojigatos (especialmente del bendito Wilberforce) Equiano aproximó sus posiciones a las de los demócratas radicales de su época, estableciendo sutiles nexos de unión entre su causa y la de otros grupos oprimidos: irlandeses, marineros reclutados contra su voluntad por los piquetes de reclutamiento forzoso o activistas proletarios al estilo de Thomas Hardy (nada que ver con Thomas Hardy). Se mostró partidario, por ejemplo, del matrimonio mixto, “siguiendo el plan amplio y dilatado de la propia naturaleza”, y de hecho se casó con una inglesa. Murió en 1797. “Nada es mas útil a una causa”, señala Hochschild, “que una persona que parece encarnarla”. Este fue el caso de Equiano, cuya huella aun en nuestros días se resiste a desaparecer del todo.

domingo, 25 de enero de 2009

"Enterrad las cadenas..." (II)


La primera parte del libro de Hochschild se titula “Un mundo de servidumbre”, y traza en ella un retrato muy vivo del llamado “comercio triangular”. Como es sabido, este tráfico reposaba sobre tres patas: Europa, que exportaba productos manufacturados a menudo de muy escaso valor (mera quincalla); la costa occidental de África, donde esos productos eran canjeados por esclavos capturados a tribus del interior por miembros de las tribus costeras, que actuaban como intermediarias; y, por último, las Antillas y la costa americana, donde los esclavos eran vendidos para obtener mercancías de alto valor añadido: algodón, ron, tabaco y, sobre todo, el “petróleo” del siglo XVIII: el azúcar. El transporte marítimo se beneficiaba de las corrientes oceánicas, que fluyen en el sentido de las agujas del reloj y propulsaban a los barcos, por así decir, a lo largo de este triángulo tan lucrativo. En la época que nos ocupa el dominio del Atlántico estaba en manos de Gran Bretaña, gran beneficiaria de dicho tráfico mercantil.

Hochschild describe los distintos tramos de esta ruta desde los puntos de vista complementarios de cuatro de sus protagonistas: un piadoso capitán de barco transfigurado más tarde en clérigo anglicano (y célebre autor de himnos), John Newton; un esclavo capturado en África, Oluadah Equiano, que logró liberarse por sus propios medios y escribir un libro en el que narraba sus peripecias; un joven abogado, James Stephen, que quedó horrorizado ante el trato infligido a los esclavos en las plantaciones azucareras de las Indias Occidentales; y un inglés algo excéntrico, Grandville Sharp, que entre otras muchas actividades (era un libelista compulsivo) tocaba música de cámara en una barcaza que flotaba lánguidamente por los canales del sur de Inglaterra. Con el paso del tiempo todos estos personajes jugarían un papel señero en la lucha contra la esclavitud. Pero por lo pronto se mueven en un ambiente en el que lo “natural” era no ver en dicha práctica ningún problema de orden moral. Así, Newton dedicó la primera parte de su vida a capitanear barcos negreros; Equiano no tuvo empacho, una vez liberado, en colaborar por un tiempo en el tráfico de esclavos, seleccionando la "mercancía"; Stephen pudo acabar sus estudios jurídicos gracias al legado recibido de parte de un tío médico, el cual procedía de un pingüe negocio: comprar “esclavos de deshecho”, sanarlos y revenderlos más tarde a un precio muy superior al de su adquisición. Sólo Grandville Sharp se mostró de un modo espontáneo reacio a toda forma de esclavitud.

Creo que ésta es la idea básica que quiere transmitirnos el autor: la naturalidad con la que en esa época era considerado el fenómeno esclavista: “A finales del siglo XVIII”, dice, “bastante más de tres cuartas partes de las personas entonces vivas se hallaban sometidas a algún tipo de dependencia servil… Se trataba de la época en la que, según el historiador Seymour Drescher, la institución peculiar no era la esclavitud sino la libertad”. El piadoso John Newton, por ejemplo, dedicaba dos horas al día a rezar y a leer la Biblia a bordo de su barco negrero. En una ocasión coincidió en un viaje con otro capitán de mentalidad evangélica y mantuvo con él extensas charlas religiosas durante toda la travesía. Con su habitual agudeza señala Hochschild: “Imaginemos aquella rara escena: dos capitanes con sus sombreros de tres picos paseando por cubierta y hablando seriamente de Dios y el pecado a lo largo de la noche, mientras bajo sus pies yacían unos esclavos sujetos con grilletes”.

Y no es sólo que la esclavitud estuviese ampliamente extendida; es que, además, había existido desde siempre. No olvidemos tampoco que en aquel tiempo la trata con seres humanos reportaba un enorme beneficio a quienes la practicaban. Así pues, el carácter “natural” de ese sufrimiento y el beneficio económico obtenido a través de él (pero, ¿les suenan estas dos características?) provocaba que las consecuencias morales de práctica tan repugnante resultaran invisibles para casi todos. Pero no para todos. Desde el corazón mismo del imperio el movimiento abolicionista comenzaba poco a poco a forjarse. Algunos años después su fuerza sería tan irresistible que en el breve plazo (desde el punto de vista histórico) de algo menos de un siglo la esclavitud sería barrida de la faz de todo el mundo conocido.

viernes, 23 de enero de 2009

"Enterrad las cadenas..." (I)


El primer libro que quiero presentarles se titula: Enterrad las cadenas. Profetas y rebeldes en la lucha por la liberación de los esclavos de un imperio (Ediciones Península, 2006). Su autor, Adam Hochschild, es un reputado escritor estadounidense que cuenta en su haber con otro libro sobre tema africano (El fantasma del rey Leopoldo), que espero reseñar también alguna vez en este blog. El libro que ahora les presento se ocupa, como revela su título, de la abolición de la esclavitud en la Gran Bretaña de fines del XVIII y primera mitad del XIX, así como de las reverberaciones que este fenómeno produjo en otros países.


Lo primero que tengo que decirles es que se trata de un libro maravillosamente escrito. Hochschild no es historiador profesional sino escritor, y (dicho sea sin desdoro para los historiadores) eso se nota en cada una de las páginas que escribe, así como en la estructura general del libro y en el tempo mismo del relato. Éste se lee, pues, “como una novela” (dicho sea sin desdoro para los autores de ficción). Grandes dosis de humor se mezclan de un modo agridulce con el testimonio pormenorizado de unos acontecimientos moralmente repugnantes. El libro resulta tan atractivo que a veces olvida uno la crudeza del tema para dejarse llevar por el encanto de la narración y la frescura de sus descripciones. Un ejemplo: al hablar de la escasa actividad del Parlamento inglés en el siglo XVIII y del impacto que causó en él el debate antiesclavista, escribe: “Sus miembros no estaban habituados a sentir la presión de la opinión pública sobre materias formuladas como cuestiones morales candentes. Se decía que un pájaro podía anidar en la peluca del presidente de la Cámara de los Comunes y nunca sería despertado de su sueño. Poco después, aquel pájaro no podría seguir ya durmiendo”.


Con una prosa chispeante recrea el ambiente de la época: tanto el que se respiraba en plena metrópolis (uno cree surcar a veces las páginas de alguna novela de Fielding) como el mucho menos conocido de las plantaciones azucareras de las Indias Occidentales o –ya en el tercer vértice del “comercio triangular”– el de esa costa guineana donde, de forma paradójica, convivían a 20 kilómetros de distancia los operarios de la principal base esclavista de la zona con los colonos de lo que fue el primer asentamiento de libertos en África, ambos en Sierra Leona.


Surcan las páginas de este libro multitud de personajes descritos con gran detalle y una enorme carga de ironía. Muy a menudo el autor se oculta para dejar la palabra a los protagonistas (sin que el aparato de notas, discretamente situado al final del libro, interrumpa nunca la lectura), de modo que uno es capaz de representarse sin apenas esfuerzo cómo eran las ciudades de aquel siglo ya tan lejano, sus puertos y sus caminos, sus iglesias, las incipientes industrias manufactureras… Percibe uno con viveza el trajín de las lonjas, el revuelo de las togas de los magistrados, el olor a orina de las imprentas, el chirrido de los carruajes y –desgraciadamente también– el estampido cruel de los latigazos, el olor a vómito y excremento de los barcos negreros (en el llamado “pasaje intermedio”), la quema de un esclavo tras un intento frustrado de fuga… Como en toda buena novela (aunque no estemos ante una novela) las ideas abstractas se manifiestan a menudo no mediante largos discursos sino a través del relato de acciones llevadas a cabo por personajes que nos parecen tremendamente vivos.


Como habrán notado ya, el libro me entusiasma. Tanto que quisiera transcribir aquí capítulos enteros, para animarles a que lo lean. Como no puedo hacerlo, perpetraré una larga reseña donde espero incluir al menos algunos fragmentos reveladores. Ahora bien, para no fatigar aún más al fatigado lector, dividiré esta reseña mastodóntica en varios trozos. Espero hacerla así más digerible.

jueves, 15 de enero de 2009

Declaración de intenciones (y III)



Pero tienen razón los “rousseaunianos” cuando se quejan de que África no es sólo hambre, guerra, miseria, privaciones…; en suma: subdesarrollo. Por ese motivo este blog desea abrirse a otros aspectos de la realidad del continente. Sin olvidar nunca el dolor inmenso que sufren muchos de sus habitantes, mi deseo principal es el de estudiar África en su totalidad, y el de que también ustedes se pongan a estudiarla conmigo. No se puede denunciar una situación lacerante si no se comprenden antes las causas que han conducido a ella. Y no hay duda de que algunas de esas causas se encuentran en África misma, no fuera. Quiero, pues, comprender (quiero librarme de tópicos e ideas preconcebidas). Y quiero que ustedes comprendan al tiempo que yo lo hago.

Historia, Economía, Geografía, Economía del Desarrollo, Antropología, Politología, Derecho Internacional, Literatura, Filosofía Práctica… desde mil perspectivas distintas puede abordarse la realidad africana. Nadie es capaz de abarcar hoy todas ellas, ni siquiera una sola. Se me ocurre que un blog puede llegar a convertirse en instrumento idóneo para aunar una gran masa de información y de reflexión colectivas y avanzar –aunque sea un milímetro– en ese proceso fatigoso del conocer. Esto es lo que les pido a ustedes (suponiendo que haya alguien al otro lado de ese “ustedes”): que me ayuden a pensar criticando en todo momento lo que yo pienso; o sea: que pensemos juntos. En esto me declaro profundamente hegeliano: creo que el conocimiento avanza a base de contradicciones. Cuando uno piensa a solas, eso es en realidad lo que hace: piensa A; luego ve la sombra que no-A proyecta sobre A; entonces barrunta B; más tarde se hace consciente de las debilidades de B… y así ad infinitum. El blog abre la posibilidad de un pensamiento mucho más rico que el que un individuo solitario podría alcanzar nunca en su estudio. ¡Pensemos África entre todos! Creo que vale la pena.

Si les estoy pidiendo que me ayuden a pensar, les anuncio desde ahora lo que yo voy a ofrecerles en estas páginas (¿también rige aquí el fatídico do ut des?). Les ofrezco lecturas. Muchas lecturas. Pondré a disposición de ustedes todo mi arsenal de lecturas sobre la materia, así como las reflexiones que esas lecturas me vayan inspirando. Hace ya algún tiempo que medito sobre estas cuestiones y cada vez me hago más consciente de su importancia para todos (no sólo para los africanos). Repasaré con ustedes libros de viajes, novelas, manuales de economía (sobre los que estoy dispuesto a sudar), ensayos históricos, estudios antropológicos, y también mapas, o fotografías, o noticias que al hilo del tiempo se vayan produciendo. Quiero leer y contarles lo que he leído, por si de alguna manera les tiento a leer. Quiero que me lean y que hagan luego el esfuerzo de criticarme. Quiero conocer África. Quiero que ustedes la conozcan conmigo.



NOTA SOBRE EL TÍTULO DE ESTE BLOG: la preposición “de” (y no la más socorrida “sobre”) abre, además de la acepción 2º del DRAE (“obra o cosa leída”), la 3ª: “interpretación del sentido de un texto”. El plural indica mi deseo de permanecer abierto a múltiples interpretaciones. O, tal vez, tan sólo mi perplejidad.

miércoles, 14 de enero de 2009

Declaración de intenciones (II)




La segunda estrategia para aquietar el desasosiego que podría provocarnos la constatación del dolor que experimenta África consiste, pues, en “naturalizar” ese dolor. No hay duda de que muchos economistas (especialmente los que integran la llamada "escuela neoclásica") contribuyen a ello.

Para los principales representantes de esta escuela todo es (o debería ser) mercado, y el mercado es –y precisamente por ello se deja capturar por la ciencia– pura naturaleza. El mercado constituye un mecanismo moralmente neutro. Todos gozamos en él de algún tipo de ventaja, de la que, si somos avispados, podemos extraer algún provecho. Si no lo hacemos, a nadie (si no es a nuestra propia incapacidad) se puede culpar de ello. No cabe experimentar aquí inquietud moral alguna: ¿acaso nos sentimos moralmente afectados si un rayo fulmina a un transeúnte, si un león devora a una gacela? No se nos ocurre reprender a la silla con la que tropezamos (a no ser que estemos demasiado borrachos).

Este proceso de naturalización es justo el fenómeno opuesto a aquella estrategia animista con la que nuestros más remotos antepasados se enfrentaban al mundo. Para ellos detrás de cualquier fenómeno natural se ocultaba la intención (buena o mala) de algún ser oculto y poderoso, al que en ocasiones –y mediando siempre los sacrificios oportunos– podía engatusarse con algún soborno. Cuatro siglos de dominio de las ciencias físicas le han dado la vuelta a la tortilla, y ahora vemos, tras todo proceso intencional (es decir, originado por el hombre), sólo naturaleza: ni buena, ni mala. Con sus fórmulas matemáticas los economistas neoclásicos del desarrollo nos explican que ese niño rodeado de moscas se ha labrado su propio destino; o (segunda estrategia) que ese destino es el resultado de no permitir que actúen libremente los incentivos del mercado. En suma: si el mercado no funciona, la culpa es de quienes obstruyen sus mecanismos; si el mercado funciona, la “culpa” –por llamar la cosa de algún modo– es de quienes no saben aprovecharse de sus ventajas y se hacen merecedores por ello de una muerte aséptica y darviniana (la influencia de Malthus sobre Darwin resulta aquí más que evidente).

La conversión de la Economía en ciencia natural naturaliza inevitablemente a su objeto. El homo sapiens queda reducido a homo oeconomicus, y las complejas sociedades humanas a un mercado donde las leyes de la oferta y de la demanda trazan sus elegantes curvas de indiferencia. Sólo así pueden realizarse esas predicciones (normalmente fallidas) con las que nos obsequia a menudo esta ciencia; sólo así pueden embutirse las sutiles y enmarañadas relaciones humanas en refinadas regresiones econométricas. Desaparecen las causas finales y ocupa su lugar esa causa eficiente universal que es la búsqueda de la utilidad, que juega entre nosotros un papel semejante al desempeñado por la ley de la gravedad en la física newtoniana. Decía Galileo que el mundo está escrito en caracteres matemáticos. Los economistas, en cambio, trabajan como si el mundo estuviese escrito en caracteres económicos. Escandalizarse por las consecuencias del hambre en África sería lo mismo que alarmarse porque, al caer, la manzana aplasta a una hormiguita que pasaba casualmente por allí.

¡Pero el hambre no es un fenómeno natural, ni la pobreza, ni el subdesarrollo! No son rayos que te parten de golpe, leones cartesianos que saltan a tu paso como resortes desalmados. Todos estos fenómenos responden a causas humanas. El mercado no es res extensa. Tampoco ese mercado globalizado en el que a África, al parecer, le ha tocado en suerte cultivar cacahuetes. No es natural la política. Ni lo es la historia. Ni nada de aquello en lo que intervenga o haya intervenido alguna vez el ser humano.

Una de las pretensiones de este blog consiste en ayudar a propiciar una reflexión colectiva (mis limitaciones son infinitas y en seguida se les harán evidentes –si es que no las han descubierto ya) guiada por este “prejuicio”: que las desgracias que padece África no son fenómenos naturales sino procesos humanos. Y que por ese motivo la causación puede invertirse: lo hecho por el hombre puede ser, primero, comprendido (¡Vico frente a Descartes!); y, luego, enmendado también por obra del hombre. Lo único que se requiere para ello es voluntad política. Voluntad: precisamente el manantial de donde brotan esas “causas finales” que la ciencia orilla con toda razón cuando estudia el mundo físico, y que la Economía pretende eliminar sin ninguna razón cuando examina las raíces complejas del incierto comportamiento humano.

martes, 13 de enero de 2009

Declaración de intenciones (I)








El cúmulo de desgracias que se cierne sobre África, y del que sólo de vez en cuando nos llegan atisbos a través del parpadeo del televisor, debería constituir para todos los que habitamos el Primer Mundo una fuente inagotable de comezón moral. Y, sin embargo, ¿quién de nosotros se escandaliza ante esa contemplación de hambrunas y machetes? Sólo a ratos nos apesadumbramos un poco, pero rápidamente amagamos un zapping sentimental y pasamos a otra cosa. A veces, sin embargo, por alguna circunstancia imprevisible no podemos cambiar de cadena, y es entonces cuando la imagen del niño con las moscas se aferra a nuestras retinas y se hace fuerte allí, forzándonos a pensar. Vana empresa. No tardamos en echar mano de múltiples estrategias con las que eliminar la molestia que la irrupción de esas imágenes podría provocarnos. Trazaré aquí el itinerario de dos de ellas, con sus correspondientes variantes y subvariantes.

1.- La primera estrategia de escape, fruto de esa “filosofía de la sospecha” que parece impregnar nuestra cultura y con la que jugamos en privado a parecer cínicos (aunque luego paguemos religiosamente nuestros impuestos), consiste en desconfiar de esa preocupación moral. Presenta dos variantes:

1.1. Variante “nietzscheana”. Sospechamos del sujeto de esa preocupación: de nosotros mismos, por sentir preocupación alguna. ¿A qué se debe ésta, en realidad? ¿Por qué inquietarse ante las vicisitudes de unos desconocidos? (a) ¿Tal vez experimentamos un placer morboso ante el sufrimiento ajeno, entre cuyas imágenes nos revolcamos como cerdos en la pocilga? (b) ¿Tal vez utilizamos ese dolor para relativizar un poco nuestras propias miserias, que al lado de los machetes se nos aparecen ciertamente como insignificantes? (c) ¿Tal vez seamos buenos tan sólo por el placer que nos provoca el ser buenos? (y aquí asoma el dedo censor kantiano) ¡Pero dejémonos de zarandajas y vivamos de una vez nuestras vidas, que es lo único que poseemos! ¡Despleguemos al viento todas nuestras potencialidades! Preocuparse por los africanos (o fingir que lo hacemos) es sólo una excusa para no hacer de nuestras vidas una obra de arte. Pero eso es en verdad lo único valioso. Lo único, además, que está en nuestras manos.

1.2.- Variante “anti-Kipling”. Sospechamos del objeto de esa preocupación. Nos preocupa la miseria de África, la situación de subdesarrollo que sufren sus habitantes. Y apelamos, como al séptimo de caballería, al manido concepto de desarrollo. Pero, ¿qué es eso del “desarrollo”? ¿Podemos confiar en él? Aquí surgen dos subvariantes:
1.2.1. Subvariante “rousseauniana”. Como los buenos misioneros se esforzaban antaño (ahora son más discretos) en rescatar las almas de los “salvajes”, así nos empeñamos nosotros en salvar sus cuerpos. ¡Pero para nada necesitan ellos nuestra salvación! Es más, sabemos que esa salvación es un regalo envenenado: con el concepto de “desarrollo” buscamos destruir la verdadera esencia de África. Reducir la rica realidad del continente a una hilera de estómagos vacíos es mutilar esa realidad, esquematizarla, falsearla. ¡Señores: África es mucho más que eso! Esta obsesión por compadecernos de los pobres “negritos” no es sino una muestra larvada del más puro racismo. Lo único bueno que podríamos hacer por ellos es alejarnos de puntillas y evitar que se contaminen aún más con los gérmenes de nuestra civilización consumista y depredadora. Sólo entonces aflorarán de nuevo esos buenos salvajes que poblaban la selva antes de que Diogo Cao sembrara en 1482 su primer pilar de piedra. Todo el mal procede del hombre blanco y de su "pesada carga", que nadie por cierto les obligó a arrastrar. Nuestra preocupación moral es puro paternalismo con el que intentamos ahogar el alma africana.
1.2.2. “Subvariante marxista”. Tras el concepto de desarrollo ¿no se esconde un modo refinado de explotación? A la secuencia esclavitud-colonialismo-neocolonialismo, ¿no habría que añadir esta preocupación obsesiva por el desarrollo? Bien sea en su variante (a lo Sachs) de ayuda al desarrollo, bien en su variante (a lo Easterly) de respuesta espontánea a los incentivos del mercado, ¿qué buscamos realmente con el desarrollo? Con la ayuda internacional creamos una situación crónica de dependencia que en última instancia nos beneficia; con el libre juego del mercado globalizado y sus ventajas comparativas, arrojamos a África a la condición de eterno proveedor de materias primas, cegando para siempre los cauces de una posible industrialización.



2.- La segunda estrategia de escape –ésta mucho más seria– consiste no en sospechar de nuestra preocupación (de su sujeto o de su objeto), sino en negar que ésta tenga referente alguno. Dicho de otro modo: en “naturalizar” ese dolor cuyas manifestaciones vemos despuntar a veces por la pantalla del televisor. Pero el desarrollo y crítica de esta postura nos exige otro post completo.