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sábado, 12 de marzo de 2011

Collier y la ayuda al desarrollo (II)




En el último post anuncié que Collier considera dos formas de instrumentalizar la ayuda concedida a los países pobres. Mencioné entonces sólo una de ellas: el “apoyo al presupuesto”. La otra la va a tratar el autor al hilo del análisis que emprenderá acerca del efecto que ejerce la ayuda sobre la trampa del mal gobierno. Esta forma de ayuda es, por supuesto, la "ayuda condicionada", es decir, no una mera inyección de dinero al presupuesto del país receptor, con independencia de en qué partidas se gaste éste, sino una aportación que sólo se hará efectiva si se cumplen determinados objetivos por parte de los gestores de tales fondos. Collier distingue, en cuanto al momento de prestar dicha ayuda condicionada, dos modalidades: ex ante y ex post; y en cuanto al contenido de la misma: asistencia técnica y ayuda monetaria.

Respecto a la primera distinción, el autor señala que la ayuda ex ante, iniciada en la década de los 80, ha sido un rotundo fracaso: “A menos que los incentivos se alineen adecuadamente, los gobiernos harán la promesa, agarrarán el dinero y obrarán a su antojo” (p. 183). De ahí que pronto se recurriera a la ayuda condicionada en su modalidad ex post: ésta se realizaría en función “no de las promesas de mejora, sino del nivel de reforma política alcanzado”. El gran inconveniente de este tipo de ayuda es que no recae sobre los países que más lo necesitan, dada la incapacidad de éstos para llevar a cabo las reformas requeridas.

Respecto al contenido de la ayuda, Collier va a centrar su foco de atención, en primer lugar, en la asistencia técnica o “ayuda en forma de conocimientos”. Parte de la afirmación de que todo proceso de reforma que conduzca de un “mal” gobierno a otro “bueno” requiere la presencia de personas cualificadas; por desgracia, en los países del club de la miseria ha tenido lugar en las últimas décadas un proceso de selección inversa en virtud del cual la función pública se ha vaciado de talento (“fuga de cerebros”). De este modo, el dirigente esclarecido que llega por fin al poder, se encuentra con que la administración, más que un instrumento para las reformas, representa un obstáculo. De ahí la importancia de la asistencia técnica, que supone por cierto una cuarta parte del total de la ayuda. Ahora bien, ¿cuándo prestarla? Collier considera que el momento óptimo es aquel en el que un país comienza el viraje hacia las reformas. Hacerlo antes es inútil; hacerlo más tarde, contraproducente. Sin embargo, durante “los primeros cuatro años de una reforma incipiente, y sobre todo durante los dos primeros, la asistencia técnica incide favorablemente en las posibilidades de que se mantenga el impulso reformista y reduce de un modo sustancial el riesgo de que las reformas se vayan al traste” (p. 190). Por desgracia, las agencias de ayuda no destinan dicha asistencia a los países que se encuentran en tal coyuntura, sino que la aplican año tras año a los mismos países, con independencia de su situación, por lo que la mayor parte de ella se desperdicia.

Por lo que se refiere a la ayuda en forma de dinero, el momento óptimo para prestarla es –al contrario de lo que sucede con la asistencia técnica– cuando las reformas están ya avanzadas. La secuencia establecida por Collier es, pues, la siguiente: “La ayuda no sirve de mucho para inducir un cambio de rumbo en un Estado fallido; hay que esperar a que surja una oportunidad política. Cuando ésta se presenta, se aporta la asistencia técnica lo más rápidamente posible para ayudar a ejecutar las reformas. Posteriormente, al cabo de unos pocos años, se empieza a inyectar dinero a raudales para los gastos del gobierno” (p. 194).

La valoración última de Collier respecto a la ayuda es la siguiente: “En los últimos años se ha puesto en [la ayuda] demasiado énfasis… Este énfasis excesivo, que procede de la izquierda, ha provocado la previsible reacción violenta por parte de la derecha… La ayuda presenta graves problemas… El desafío es cómo complementarla con otras acciones” (p. 205). Es justo en este momento cuando vamos a escuchar lo que sobre la ayuda tiene que decirnos su principal defensor en el debate económico contemporáneo: Jeffrey Sachs. Pero antes haremos una parada. Para recopilar.

viernes, 4 de marzo de 2011

Collier y la ayuda al desarrollo (I)


El primero de los cuatro instrumentos que propone Collier para sacar de sus trampas a los países de África + es la ayuda. La ironía con la que se abre este capítulo, tanto en su propio título (¿La ayuda al rescate? –en la interrogación, en esa socarrona apelación a un improbable séptimo de caballería) como en la ya un poco fatigosa mención a los “rockeros concienciados”, indica a las claras que la ayuda constituye para el autor una solución insuficiente. Ello se debe no a la ayuda en sí, sino a la disfuncionalidad de su diseño. La ayuda, en efecto, y según un “cálculo razonable”, ha contribuido en estos últimos 30 años a elevar “aproximadamente” en un punto porcentual la tasa de crecimiento anual de los países del club. Sin embargo, por estar sujeta a la ley de rendimientos decrecientes, la ayuda pierde eficacia a medida que aumenta, dejando de ser completamente operativa cuando alcanza el 16 % del PNB del país receptor. Pero Collier es optimista: piensa que cambiando la forma en que se suministra, la ayuda podría ser más efectiva e incrementar así su margen de absorción. ¿Cómo conseguirlo?

Existen dos formas de instrumentalizar la ayuda otorgada a los países pobres. Una de ellas es la que Collier denomina “apoyo al presupuesto”: “los donantes entregan el dinero al gobierno y éste se lo gasta en lo que juzga conveniente, como si fueran sus propios ingresos fiscales” (p. 170). Collier señala que este tipo de ayuda sólo es eficaz en aquellos países que ya están bien gobernados; en los que no lo están (los integrantes del club de la miseria), el importe de la ayuda o bien se esfuma hacia helvéticas cuentas corrientes o bien es destinado a engordar el presupuesto de defensa con el que los numerosos dictadores que habitan este club mantienen acogotados a sus pueblos. Surge así una alternativa altamente engorrosa para las agencias de cooperación: si quieren que su ayuda sea eficaz, deberán destinarla a los países menos necesitados (y mejor gobernados), pues si la dirigen a los más menesterosos, existen altas probabilidades de que dicha ayuda no alcance su fin. Collier nos propone un experimento mental: si, a pesar de todo, el grueso de la ayuda se destinase a los países más necesitados (y menos cuidadosos a la hora de administrarla), ¿contribuiría de alguna manera a que éstos salieran de las trampas?

Respecto a la “trampa del conflicto”, el veredicto de Collier es salomónico: en cuanto a sus efectos directos, la ayuda (el componente clave de las llamadas “rentas de soberanía”) constituye un incentivo para que se produzca un golpe de estado, aunque no está claro si es lo suficientemente golosa como para propiciar una duradera guerra civil. En cuanto a los efectos indirectos, y puesto que la ayuda contribuye, aunque modestamente, a propiciar un aumento del PIB, en esa misma medida debería contribuir igualmente a reducir el riesgo de conflicto. Ahora bien, dado que los países del club de la miseria son normalmente países mal gobernados y que los países mal gobernados no destinan el importe de la ayuda a las inversiones necesarias para aumentar el PIB, los efectos beneficiosos de la ayuda son anulados por el riesgo cierto de que propicien un golpe de estado. Algo muy diferente ocurre cuando la ayuda se destina a países que acaban de salir de un conflicto bélico. En este caso, “los beneficios derivados de la seguridad son más que suficientes para justificar por sí solos un gran programa de ayuda” (p. 178). Pero sólo, y esto es una conditio sine qua non, si dicha ayuda se mantiene por un período de, al menos, diez años; si la ayuda se corta antes de ese plazo, el riesgo de caer en un nuevo conflicto bélico aumenta de modo considerable.

Respecto a la trampa de los recursos naturales, Collier considera la ayuda como “bastante inútil”, a no ser que ésta se ofrezca justo cuando el país receptor intenta reformarse. Por lo que se refiere a la trampa de la falta de salida al mar, la ayuda debe ser suministrada durante mucho tiempo, ya que estos países, al depender de la actuación de sus vecinos, normalmente no pueden valerse por sí solos. En estos países la ayuda debe destinarse especialmente a la mejora de las vías de comunicación con las costas, política que encuentra un gran obstáculo en el hecho de que el diseño de los programas de ayuda se hacen “país por país”; en ese caso, el país vecino a aquel que no tiene salida al mar carece de incentivos para destinar la ayuda a la mejora de sus infraestructuras. Por otra parte, en los últimos años, la proporción de la ayuda dedicada a infraestructuras se ha vista orillada por la destinada a la inversión en “prioridades sociales más fotogénicas –salud y educación– y en los cada vez más sacrosantos objetivos medioambientales” (p. 181).

Tras estos dos pullazos a la corrección política, Collier pasa a analizar el modo en el que la ayuda incide sobre la trampa del mal gobierno. Análisis cuyo examen dejaremos para el próximo post.