En el Prólogo a su libro, titulado La búsqueda, Easterly establece una contraposición entre las fallidas soluciones propuestas hasta ahora por los economistas para que “los países pobres del trópico pudieran llegar a ser tan ricos como los países de Europa y América del Norte”, y lo que él denomina uno de los “principios básicos de la economía”, que en la formulación de Steven Landsburg reza así: “La gente responde a los incentivos, lo demás es nota a pie de página”. Según Easterly, precisamente porque los economistas han desatendido este principio elemental es por lo que sus propuestas para tratar de solucionar los problemas de los países pobres no han tenido éxito.
Cuando Easterly se refiere a las soluciones fallidas de sus antecesores no puede evitar que sus palabras se tiñan de una cierta ironía. Habla de ellas como de “objetos preciosos”, “elixires”, “panaceas”…, y compara estas búsquedas fallidas con la de objetos mitológicos como el Vellocino de Oro o el Santo Grial. Frente a ellas, Easterly nos presenta su humilde propuesta de búsqueda de los incentivos adecuados. Según él, si los tres principales protagonistas en la lucha contra la pobreza –los donantes del Primer Mundo, los gobiernos del Tercer Mundo y los ciudadanos del Tercer Mundo- tuviesen los incentivos adecuados, todo el problema quedaría resuelto en un pispás: “Con los incentivos adecuados los países pueden cambiar e iniciar el camino de la prosperidad”.
Sin embargo, Easterly no considera su propuesta como otra panacea más, como un elixir mágico o un objeto precioso. Frente al infantilismo de sus predecesores, perdidos en búsquedas vagas e idealistas, él se presenta como un adulto realista convencido de que “la gente hace aquello por lo cual le pagan” (que es otra formulación del motto de los incentivos). Pienso que esta distinción entre panaceas desorbitantes por un lado y un sano y escéptico realismo por el otro, se solapa en parte con la clasificación que en escritos posteriores realiza Easterly entre planificadores (planners) y buscadores (searchers). En palabras del propio autor: “El planificador cree que la pobreza es un problema de ingeniería que puede resolver; el buscador piensa que es una mezcla de factores políticos, sociales, históricos, institucionales y tecnológicos; el primero cree que los extraños saben suficiente para imponer soluciones; el segundo cree que sólo los de dentro tienen ese conocimiento”. Epistemológicamente, los primeros confían en el uso de regresiones del crecimiento (growth regressions) capaces de capturar los determinantes básicos del mismo; los segundos, más empíricos, se sirven de correlaciones simples o, en los últimos desarrollos micro, de proyecciones randomizadas (randomized trials).
Late aquí, en el fondo, la vieja contraposición entre “racionalistas” y “empíricos”. Si esta distinción se redujera al ámbito cognoscitivo, sólo tendría palabras de elogio para “empíricos” como Easterly. Pero esta oposición se solapa, muy a menudo, con posturas políticas menos justificables. Pienso, por ejemplo, en la disyuntiva establecida por Thomas Sowell entre las visiones “conservadora” y “revolucionaria” sobre del cambio social. Para la primera, los cambios sociales deben ser siempre frutos del “compromiso” negociado entre las partes; la segunda tiende a buscar “soluciones” definitivas. Desde un punto de vista epistemológico, el conocimiento es para los conservadores siempre falible, y sólo puede fundarse en la experiencia y la tradición: “el conocimiento es la experiencia social de las masas materializado en sentimientos y hábitos más bien que en las razones explícitas de unos cuantos individuos, por muy talentosos que estos puedan ser”; para los revolucionarios, según Sowell, “es perfectamente posible comprender y, por consiguiente, dominar los complejos fenómenos sociales”.
Cuando Easterly se refiere a las soluciones fallidas de sus antecesores no puede evitar que sus palabras se tiñan de una cierta ironía. Habla de ellas como de “objetos preciosos”, “elixires”, “panaceas”…, y compara estas búsquedas fallidas con la de objetos mitológicos como el Vellocino de Oro o el Santo Grial. Frente a ellas, Easterly nos presenta su humilde propuesta de búsqueda de los incentivos adecuados. Según él, si los tres principales protagonistas en la lucha contra la pobreza –los donantes del Primer Mundo, los gobiernos del Tercer Mundo y los ciudadanos del Tercer Mundo- tuviesen los incentivos adecuados, todo el problema quedaría resuelto en un pispás: “Con los incentivos adecuados los países pueden cambiar e iniciar el camino de la prosperidad”.
Sin embargo, Easterly no considera su propuesta como otra panacea más, como un elixir mágico o un objeto precioso. Frente al infantilismo de sus predecesores, perdidos en búsquedas vagas e idealistas, él se presenta como un adulto realista convencido de que “la gente hace aquello por lo cual le pagan” (que es otra formulación del motto de los incentivos). Pienso que esta distinción entre panaceas desorbitantes por un lado y un sano y escéptico realismo por el otro, se solapa en parte con la clasificación que en escritos posteriores realiza Easterly entre planificadores (planners) y buscadores (searchers). En palabras del propio autor: “El planificador cree que la pobreza es un problema de ingeniería que puede resolver; el buscador piensa que es una mezcla de factores políticos, sociales, históricos, institucionales y tecnológicos; el primero cree que los extraños saben suficiente para imponer soluciones; el segundo cree que sólo los de dentro tienen ese conocimiento”. Epistemológicamente, los primeros confían en el uso de regresiones del crecimiento (growth regressions) capaces de capturar los determinantes básicos del mismo; los segundos, más empíricos, se sirven de correlaciones simples o, en los últimos desarrollos micro, de proyecciones randomizadas (randomized trials).
Late aquí, en el fondo, la vieja contraposición entre “racionalistas” y “empíricos”. Si esta distinción se redujera al ámbito cognoscitivo, sólo tendría palabras de elogio para “empíricos” como Easterly. Pero esta oposición se solapa, muy a menudo, con posturas políticas menos justificables. Pienso, por ejemplo, en la disyuntiva establecida por Thomas Sowell entre las visiones “conservadora” y “revolucionaria” sobre del cambio social. Para la primera, los cambios sociales deben ser siempre frutos del “compromiso” negociado entre las partes; la segunda tiende a buscar “soluciones” definitivas. Desde un punto de vista epistemológico, el conocimiento es para los conservadores siempre falible, y sólo puede fundarse en la experiencia y la tradición: “el conocimiento es la experiencia social de las masas materializado en sentimientos y hábitos más bien que en las razones explícitas de unos cuantos individuos, por muy talentosos que estos puedan ser”; para los revolucionarios, según Sowell, “es perfectamente posible comprender y, por consiguiente, dominar los complejos fenómenos sociales”.
¿No parece esto un calco de la contraposición entre “buscadores” y “planificadores”? Las cautelas epistemológicas de Easterly, dignas siempre de elogio, pueden amparar sin embargo una “visión” según la cual toda medida racionalizadora (“panacea”) sea identificada negativamente con planificación y proteccionismo (y si al crítico se le calienta la boca, con totalitarismo o, directamente, con comunismo), y todo lo que se oponga a ella con una apelación a las bondades “naturales” del mercado. Desde este punto de vista cobra pleno sentido el título de la entrada de la bitácora de Juan Carlos Rodríguez, aparecida nada menos que en el sitio “liberalismo.org”: “Easterly, ¿un nuevo Peter Bauer?”, y en la que afirma: “William Easterly ha escrito The Elusive Quest for Growth, un libro en el que hace un repaso a las principales teorías del desarrollo, para constatar (de forma brutalmente incontestable) el fracaso de una tras otra. Lo único que salva de la quema… son los incentivos, como Bauer”.
¡El santo Bauer! De la crítica a la arrogancia de las panaceas se pasaría, sin solución de continuidad, a la arrogancia con la que los neoliberales defienden el mercado como único método posible de vertebrar las sociedades. Como si entre Marx y Hayek no cupiera ninguna posición intermedia, y la propuesta de cualquier medida –por modesta que sea– de regulación de los mercados fuese, sin más, una muestra larvada de comunismo o, en su formulación más simpática, de “sociedad cerrada” o vete tú a saber qué.
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