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sábado, 12 de marzo de 2011

Collier y la ayuda al desarrollo (II)




En el último post anuncié que Collier considera dos formas de instrumentalizar la ayuda concedida a los países pobres. Mencioné entonces sólo una de ellas: el “apoyo al presupuesto”. La otra la va a tratar el autor al hilo del análisis que emprenderá acerca del efecto que ejerce la ayuda sobre la trampa del mal gobierno. Esta forma de ayuda es, por supuesto, la "ayuda condicionada", es decir, no una mera inyección de dinero al presupuesto del país receptor, con independencia de en qué partidas se gaste éste, sino una aportación que sólo se hará efectiva si se cumplen determinados objetivos por parte de los gestores de tales fondos. Collier distingue, en cuanto al momento de prestar dicha ayuda condicionada, dos modalidades: ex ante y ex post; y en cuanto al contenido de la misma: asistencia técnica y ayuda monetaria.

Respecto a la primera distinción, el autor señala que la ayuda ex ante, iniciada en la década de los 80, ha sido un rotundo fracaso: “A menos que los incentivos se alineen adecuadamente, los gobiernos harán la promesa, agarrarán el dinero y obrarán a su antojo” (p. 183). De ahí que pronto se recurriera a la ayuda condicionada en su modalidad ex post: ésta se realizaría en función “no de las promesas de mejora, sino del nivel de reforma política alcanzado”. El gran inconveniente de este tipo de ayuda es que no recae sobre los países que más lo necesitan, dada la incapacidad de éstos para llevar a cabo las reformas requeridas.

Respecto al contenido de la ayuda, Collier va a centrar su foco de atención, en primer lugar, en la asistencia técnica o “ayuda en forma de conocimientos”. Parte de la afirmación de que todo proceso de reforma que conduzca de un “mal” gobierno a otro “bueno” requiere la presencia de personas cualificadas; por desgracia, en los países del club de la miseria ha tenido lugar en las últimas décadas un proceso de selección inversa en virtud del cual la función pública se ha vaciado de talento (“fuga de cerebros”). De este modo, el dirigente esclarecido que llega por fin al poder, se encuentra con que la administración, más que un instrumento para las reformas, representa un obstáculo. De ahí la importancia de la asistencia técnica, que supone por cierto una cuarta parte del total de la ayuda. Ahora bien, ¿cuándo prestarla? Collier considera que el momento óptimo es aquel en el que un país comienza el viraje hacia las reformas. Hacerlo antes es inútil; hacerlo más tarde, contraproducente. Sin embargo, durante “los primeros cuatro años de una reforma incipiente, y sobre todo durante los dos primeros, la asistencia técnica incide favorablemente en las posibilidades de que se mantenga el impulso reformista y reduce de un modo sustancial el riesgo de que las reformas se vayan al traste” (p. 190). Por desgracia, las agencias de ayuda no destinan dicha asistencia a los países que se encuentran en tal coyuntura, sino que la aplican año tras año a los mismos países, con independencia de su situación, por lo que la mayor parte de ella se desperdicia.

Por lo que se refiere a la ayuda en forma de dinero, el momento óptimo para prestarla es –al contrario de lo que sucede con la asistencia técnica– cuando las reformas están ya avanzadas. La secuencia establecida por Collier es, pues, la siguiente: “La ayuda no sirve de mucho para inducir un cambio de rumbo en un Estado fallido; hay que esperar a que surja una oportunidad política. Cuando ésta se presenta, se aporta la asistencia técnica lo más rápidamente posible para ayudar a ejecutar las reformas. Posteriormente, al cabo de unos pocos años, se empieza a inyectar dinero a raudales para los gastos del gobierno” (p. 194).

La valoración última de Collier respecto a la ayuda es la siguiente: “En los últimos años se ha puesto en [la ayuda] demasiado énfasis… Este énfasis excesivo, que procede de la izquierda, ha provocado la previsible reacción violenta por parte de la derecha… La ayuda presenta graves problemas… El desafío es cómo complementarla con otras acciones” (p. 205). Es justo en este momento cuando vamos a escuchar lo que sobre la ayuda tiene que decirnos su principal defensor en el debate económico contemporáneo: Jeffrey Sachs. Pero antes haremos una parada. Para recopilar.

viernes, 4 de marzo de 2011

Collier y la ayuda al desarrollo (I)


El primero de los cuatro instrumentos que propone Collier para sacar de sus trampas a los países de África + es la ayuda. La ironía con la que se abre este capítulo, tanto en su propio título (¿La ayuda al rescate? –en la interrogación, en esa socarrona apelación a un improbable séptimo de caballería) como en la ya un poco fatigosa mención a los “rockeros concienciados”, indica a las claras que la ayuda constituye para el autor una solución insuficiente. Ello se debe no a la ayuda en sí, sino a la disfuncionalidad de su diseño. La ayuda, en efecto, y según un “cálculo razonable”, ha contribuido en estos últimos 30 años a elevar “aproximadamente” en un punto porcentual la tasa de crecimiento anual de los países del club. Sin embargo, por estar sujeta a la ley de rendimientos decrecientes, la ayuda pierde eficacia a medida que aumenta, dejando de ser completamente operativa cuando alcanza el 16 % del PNB del país receptor. Pero Collier es optimista: piensa que cambiando la forma en que se suministra, la ayuda podría ser más efectiva e incrementar así su margen de absorción. ¿Cómo conseguirlo?

Existen dos formas de instrumentalizar la ayuda otorgada a los países pobres. Una de ellas es la que Collier denomina “apoyo al presupuesto”: “los donantes entregan el dinero al gobierno y éste se lo gasta en lo que juzga conveniente, como si fueran sus propios ingresos fiscales” (p. 170). Collier señala que este tipo de ayuda sólo es eficaz en aquellos países que ya están bien gobernados; en los que no lo están (los integrantes del club de la miseria), el importe de la ayuda o bien se esfuma hacia helvéticas cuentas corrientes o bien es destinado a engordar el presupuesto de defensa con el que los numerosos dictadores que habitan este club mantienen acogotados a sus pueblos. Surge así una alternativa altamente engorrosa para las agencias de cooperación: si quieren que su ayuda sea eficaz, deberán destinarla a los países menos necesitados (y mejor gobernados), pues si la dirigen a los más menesterosos, existen altas probabilidades de que dicha ayuda no alcance su fin. Collier nos propone un experimento mental: si, a pesar de todo, el grueso de la ayuda se destinase a los países más necesitados (y menos cuidadosos a la hora de administrarla), ¿contribuiría de alguna manera a que éstos salieran de las trampas?

Respecto a la “trampa del conflicto”, el veredicto de Collier es salomónico: en cuanto a sus efectos directos, la ayuda (el componente clave de las llamadas “rentas de soberanía”) constituye un incentivo para que se produzca un golpe de estado, aunque no está claro si es lo suficientemente golosa como para propiciar una duradera guerra civil. En cuanto a los efectos indirectos, y puesto que la ayuda contribuye, aunque modestamente, a propiciar un aumento del PIB, en esa misma medida debería contribuir igualmente a reducir el riesgo de conflicto. Ahora bien, dado que los países del club de la miseria son normalmente países mal gobernados y que los países mal gobernados no destinan el importe de la ayuda a las inversiones necesarias para aumentar el PIB, los efectos beneficiosos de la ayuda son anulados por el riesgo cierto de que propicien un golpe de estado. Algo muy diferente ocurre cuando la ayuda se destina a países que acaban de salir de un conflicto bélico. En este caso, “los beneficios derivados de la seguridad son más que suficientes para justificar por sí solos un gran programa de ayuda” (p. 178). Pero sólo, y esto es una conditio sine qua non, si dicha ayuda se mantiene por un período de, al menos, diez años; si la ayuda se corta antes de ese plazo, el riesgo de caer en un nuevo conflicto bélico aumenta de modo considerable.

Respecto a la trampa de los recursos naturales, Collier considera la ayuda como “bastante inútil”, a no ser que ésta se ofrezca justo cuando el país receptor intenta reformarse. Por lo que se refiere a la trampa de la falta de salida al mar, la ayuda debe ser suministrada durante mucho tiempo, ya que estos países, al depender de la actuación de sus vecinos, normalmente no pueden valerse por sí solos. En estos países la ayuda debe destinarse especialmente a la mejora de las vías de comunicación con las costas, política que encuentra un gran obstáculo en el hecho de que el diseño de los programas de ayuda se hacen “país por país”; en ese caso, el país vecino a aquel que no tiene salida al mar carece de incentivos para destinar la ayuda a la mejora de sus infraestructuras. Por otra parte, en los últimos años, la proporción de la ayuda dedicada a infraestructuras se ha vista orillada por la destinada a la inversión en “prioridades sociales más fotogénicas –salud y educación– y en los cada vez más sacrosantos objetivos medioambientales” (p. 181).

Tras estos dos pullazos a la corrección política, Collier pasa a analizar el modo en el que la ayuda incide sobre la trampa del mal gobierno. Análisis cuyo examen dejaremos para el próximo post.

viernes, 25 de febrero de 2011

Las trampas de Paul Collier














Antes de adentrarnos en el capítulo que Collier dedica a la ayuda, echemos antes un rápido vistazo a la totalidad del libro. Lo primero que destaca en él, aun desde lejos, es la simetría de su diseño. Consta de once capítulos: el 1 y el 11 lo integran una introducción y un epílogo en los que se plantean, respectivamente, el problema que aqueja a los países que forman el llamado “club de la miseria” y el plan de acción necesario para erradicar dicho problema. Los capítulos 2-5 los dedica Collier a lo que denomina las “trampas” de los países pobres; los capítulos 7-10, a los instrumentos con los que sortear dichas trampas. Y el capítulo 6, como fiel de la balanza, a las particulares dificultades que los países pobres arrostran hoy en día para incorporarse al carro del desarrollo, debidas no ya al efecto paralizante de las trampas que padecen, sino al estado que atraviesa actualmente el proceso de globalización.

¿Qué entiende Collier por “club de la miseria” (o ese “bottom billion” al que se refiere el título original del libro)? El autor nos propone un cambio de perspectiva en nuestra consideración de la pobreza mundial. Según él, durante los últimos 40 años el tamaño del llamado Tercer Mundo ha experimentado una mengua considerable. No asistimos ya al enfrentamiento de 1/6 de población rica contra 5/6 de población pobre; en la actualidad, los términos de la relación se han invertido. Tras el meteórico ascenso de potencias “emergentes” como China, India o Brasil, los países verdaderamente pobres, aquellos cuyo PIB lejos de haber crecido, ha experimentado incluso un ligero retroceso, representan 1/6 de la población (mil millones de personas, “the bottom billion”), mientras que los otros 5/6 (cinco mil millones de personas) o son ya prósperos o, cuanto menos, van camino de serlo. La mayor parte de estos mil millones de personas se encuentran, por cierto, en África, aunque no todos, por lo que Collier, al referirse a ellos, adopta la abreviatura “África +”. Dado el título de este blog y la temática que tuvo en su origen, imitaré más de una vez a Collier en este punto.

Pues bien, el problema de este “club de la miseria” es lo que el autor denomina “trampas al desarrollo”: una especie de vórtices o agujeros negros de los que, una vez instalados en ellos, resulta muy difícil escapar, debido a la succión de muy poderosas inercias. Collier dedica una gran parte del libro a las que considera trampas principales: la trampa del conflicto, la trampa de los recursos naturales, la trampa de vivir rodeado de malos vecinos y sin salida al mar, y la trampa del mal gobierno. De esas trampas sólo puede salirse a través del crecimiento económico. En ello coincide plenamente con Easterly: “No sostengo, ni mucho menos, que haya que desentenderse de la calidad de ese crecimiento económico (…) Sin embargo, el problema de los países más míseros no es que hayan experimentado un tipo de crecimiento inapropiado, sino que no han tenido ningún crecimiento, y punto” (p. 34). Para superar esas trampas Collier señala una serie de instrumentos, en cuya implementación han de participar necesariamente los países ricos: la ayuda, la intervención militar, leyes y normativas, y una política comercial adecuada.

Antes de pasar, en el próximo post, al estudio de lo que Collier opina específicamente sobre el tema de la ayuda, haré una breve referencia a lo que bien podrían denominarse –al menos para ciertos autores– las “otras trampas” de Collier. En el prefacio, el autor arremete contra una visión sentimentaloide de los problemas que aquejan a los países pobres, saturadas de imágenes de “revolucionarios nobles…, niños famélicos, empresarios desalmados y políticos corruptos”. Collier señala que, en ocasiones, “hará añicos” esas imágenes con el “martillo” de la estadística (p. 16). Pues bien, ¿qué opinan algunos economistas sobre esas estadísticas? Para el propio Easterly, “If Collier´s statistical analysis does not hold up under scrutiny, unfortunately, then his recommendations are not a reliable guide for deploying foreign aid, technical assistance, or armies. Economists should not be allowed to play games with statistics, much less with guns”. Samuel Grove, por su parte, señala: “Collier´s statistics showing the successes of globalization and free trade stand in direct opposition to standard statistics of this period (including those of the IMF and the World Bank)”. La verdad es que se queda uno algo sorprendido cuando lee, por ejemplo, que el coste global de una guerra civil oscila en torno a los sesenta y cuatro mil millones de dólares (“Se trata, claro está, de una cifra aproximada –aunque…”). Aunque ya sabemos lo que Mark Twain, ese espíritu burlón, dijo en su día acerca de las estadísticas.

sábado, 19 de febrero de 2011

Easterly: la ayuda a la inversión (II)



















La primera de las panaceas descrita por Easterly, la de la ayuda a la inversión, forma una cadena con tres eslabones: ayuda → inversión → crecimiento. Ahora bien, ¿es cierto que la ayuda conduce a la inversión? Y ¿es cierto que la inversión trae consigo el crecimiento?

1.- ¿Lleva la ayuda a la inversión? No. Los países receptores dedican la mayor parte de la ayuda que reciben no a producir bienes de inversión, sino a adquirir con ella nuevos bienes de consumo. Recordemos que la ayuda a la inversión era concebida como una medida de carácter transitorio: con ella se trataba de cubrir la falta de ese ahorro interno que era preciso para llevar a cabo las inversiones necesarias, inversiones que traerían por fin consigo –con la inexorabilidad de un teorema matemático– el ansiado crecimiento. Se suponía que con el “empujón” externo de la ayuda, la gente se animaría a ahorrar, las inversiones se realizarían, el crecimiento de la economía echaría a andar. Sin embargo, al gastar los países pobres la ayuda en bienes de consumo, su déficit financiero se perpetúa, lo cual exige nuevas cantidades de ayuda con las que cubrir la falta de ahorro interno para unas inversiones que no llegan… en un círculo vicioso que parece no tener fin. Lo que era transitorio se convierte en eterno: de ahí el billón de dólares de asistencia dilapidado al que me referí en el anterior post.

La única manera de crear un círculo virtuoso sería la de condicionar la ayuda de los países ricos a un incremento en la tasa de ahorro interno por parte de los países pobres, a fin de generar en ellos un crecimiento “autosostenido” por el cual el país financiaría sus requerimientos de inversión con su propio ahorro. Sin embargo, “una ayuda que aumente con el ahorro del país es lo opuesto del sistema actual, en el cual los países con el ahorro más bajo presentan un déficit financiero más alto y así obtienen más ayuda” (p. 37).

Otra vía por la que el dinero proporcionado por la ayuda se desvía de la inversión es la que representa la necesidad que presentan los países receptores de hacer frente a los intereses de la deuda. Easterly cita la siguiente observación de P.T. Bauer: “la asistencia extranjera se necesita para permitir que los países subdesarrollados paguen los préstamos subvencionados… acordados en convenios anteriores de ayuda extranjera” (p. 32). Así pues, otro círculo vicioso.

2.- ¿Lleva la inversión al crecimiento? Easterly se muestra tajante a este respecto: “… los aumentos de la inversión no son una condición ni necesaria ni suficiente para crecer en el corto o medio plazo” (p. 38). Y ello es así porque existen muchas formas de aumentar la producción: la adaptación de nueva tecnología, la educación y capacitación, el capital organizativo… Esta multiplicidad de factores hace que la relación entre crecimiento e inversión sea “laxa e inestable”. En la página 41 Easterly muestra un gráfico muy expresivo en el que se contrasta el ingreso per capita que un país como Zambia tendría (tras recibir ayuda durante los últimos 30 años) conforme al modelo del déficit financiero, y el crecimiento que en verdad se ha producido durante ese mismo período en dicho país. Las diferencias son brutales. Según el modelo, el ingreso per capita de un zambiano medio debería ser hoy en día de 20.000 dólares; en realidad, no llega a los 600, un tercio menos de lo que representaba en el momento de producirse la independencia.

A pesar de las evidencias empíricas que actúan en su contra y del descrédito que sufre en la actualidad en la literatura económica, Easterly sostiene que la creencia en que la inversión en edificaciones y máquinas constituye el principal determinante del crecimiento (lo que se denomina fundamentalismo del capital) sigue vigente en la agenda de las principales instituciones financieras internacionales, tales como el Banco Mundial o el FMI. ¿Qué opinan los restantes autores de los que nos ocupamos en este blog de esta panacea? ¿Son tan pesimistas sobre sus resultados? Comenzaremos viendo la posición que toma al respecto Paul Collier, para describir luego más por extenso la del principal opositor que, en este frente, tiene Easterly: Jeffrey Sachs.

viernes, 11 de febrero de 2011

Easterly: la ayuda a la inversión (I)













Siguiendo el esquema de Easterly, la primera panacea propuesta por los economistas del desarrollo para que los países pobres tomaran la senda del crecimiento fue la de la ayuda a la inversión. Conforme al modelo de Harrod-Domar, se consideraba que el crecimiento del PIB era proporcional a la proporción del gasto de inversión sobre el PIB del año anterior. Aunque las ideas de Domar no eran, en la intención de su autor, aplicables fuera del ámbito de un “esotérico debate sobre el ciclo económico” de los países ricos, los economistas del desarrollo no tardaron en trasladarlas al campo de su estudio, mediante el uso de conceptos-puente tales como el de la inversión “requerida” o el del déficit financiero.

Pero vayamos por partes. Resulta bastante intuitivo el considerar que una economía crece si crece el número de máquinas que se utilizan en sus fábricas, o el de carreteras por las que se trasladan de un lado para otro las mercancías, o el de tendidos capaces de transportar energía eléctrica, etc., etc. Las máquinas, las carreteras, los postes de electricidad, son lo que los economistas llaman “capital”. Ahora bien, para poder producir bienes de capital es necesario que una parte de las rentas adquiridas por empresarios y trabajadores se desvíen del consumo y se dirijan hacia la inversión. Eso significa que para crecer es necesario diferir parte del consumo, es decir, se hace preciso ahorrar. Si no se ahorra, no hay inversión; si no hay inversión, no se producen bienes de capital; y sin bienes de capital no es posible que una economía crezca más allá del nivel de la pura subsistencia.

El problema de los países pobres es que en ellos las rentas son tan escasas que resulta muy difícil desviar una parte significativa de la mismas hacia la inversión: la gente apenas tiene lo justo para comer y para vestirse, los ahorros son mínimos, el Estado no puede recaudar impuestos con los que construir presas o tender puentes, los empresarios locales no se arriesgan a invertir en máquinas sin saber si los productos adicionales generados por ellas van a encontrar salida en unos mercados raquíticos. Así pues, entre la inversión requerida para alcanzar un determinado nivel de crecimiento y el ahorro interior capaz de financiar esa inversión se produce un abismo que los teóricos del desarrollo denominan “déficit financiero”, y que es necesario cubrir con ayuda exterior. Ésta es la panacea de la que nos habla Easterly, la cual es descrita sintéticamente del siguiente modo: “los donantes occidentales debían cubrir el déficit financiero con asistencia extranjera, lo cual permitiría que se llevase a cabo la inversión requerida y, a su vez, que se lograra el objetivo del crecimiento deseado” (p. 29).

Dos circunstancias históricas favorecieron la adopción de este punto de vista: la cercanía de la Gran Depresión y la industrialización acelerada de la URSS mediante el ahorro y la inversión forzados. La Gran Depresión y el enorme paro consiguiente hicieron creer a los economistas que el único factor restrictivo para aumentar la producción era la maquinaria, no el trabajo; la escasa información procedente de la URSS hizo pensar a muchos formadores de opinión estadounidenses que “el sistema soviético era superior en términos de producción, aun siendo inferior en términos de libertades individuales” (p. 30). Si estos errores de enfoque contribuyeron al éxito intelectual de la fórmula de la “ayuda a la inversión”, su masiva implementación estuvo favorecida además por otra circunstancia histórica: el miedo al comunismo. No olvidemos el subtítulo de la célebre obra de W.W. Rostow, Las etapas del crecimiento económico (1960): “A Non-Communist Manifesto”. El temor a que los países del Tercer Mundo pasaran a engrosar la órbita de la URSS animó a los países occidentales a conceder asistencia, entre 1950 y 1995, por importe de 1 billón de dólares (de 1985).

Desgraciadamente a pesar de toda esta ayuda la situación económica de muchos países del Tercer Mundo (de un modo especial los del África Subsahariana) es ahora igual o, en algunos casos, incluso peor que en el momento en el que se produjeron las independencias. Está claro, pues, que la panacea de la ayuda a la inversión no ha conseguido los frutos apetecidos. En el próximo post repasaremos las razones que ofrece Easterly para explicar este rotundo fracaso.

viernes, 4 de febrero de 2011

La importancia del crecimiento



















La primera parte del libro de Easterly se titula Por qué es importante el crecimiento, y se compone de un solo capítulo cuyo título parece una bienaventuranza: “Ayudar a los pobres”. Cuenta sólo con diez páginas (de un libro de 344), las cuales pueden resumirse en unas pocas líneas. Las primeras ocho páginas ofrecen una panorámica de la desastrosa situación por la que pasan los países pobres: alta mortalidad infantil, pésima situación sanitaria, desigualdades extremas, crisis alimentaria, opresión social y política… Las dos últimas páginas se ocupan de demostrar cómo el crecimiento de estos países puede acabar con la pobreza. De ahí la urgencia de encontrar fórmulas (no panaceas) que permitan a estos países crecer a un ritmo sostenido.

Que el crecimiento de un país corra parejo con la disminución de su pobreza podría parecer algo evidente para un analfabeto en Economía como soy yo. Pero no lo es. Como la riqueza de un país se mide habitualmente por la renta per capita, bien podría suceder que ésta se incrementara pero no lo hiciera en igual medida la renta de los más pobres. La media (y la renta per capita es una media) representa lo que los estadísticos denominan un parámetro de centralización, no de dispersión: no tiene en cuenta la situación de los valores extremos. La misma renta per capita presentaría un país de tres habitantes con rentas de 4, 5 y 6 que otro país con rentas de 1, 4 y 10, pese a que en este último la situación del pobre sería mucho peor que en el primero.

En consecuencia, para que el crecimiento de un país conlleve una disminución progresiva de la pobreza es necesario que dicho crecimiento no guarde conexión alguna con una variación de las desigualdades de renta de los habitantes de ese país. Y, según Easterly (y basándose en un estudio de Ravaillon y Chen) eso es lo que efectivamente sucede. Así pues, si con el crecimiento “el nivel de desigualdad se mantiene aproximadamente igual, el ingreso de los pobres y el de los ricos sube o baja simultáneamente” (p. 14). Ergo: el crecimiento aumenta el ingreso de los pobres, es decir, disminuye la pobreza. David Dollar y Aart Kraay han llegado a cuantificar este fenómeno: el aumento del 1% en el ingreso medio de la población se traduce, según sus cálculos, en un aumento de un 1% del quintil más pobre.

La conclusión final de Easterly de este capítulo y de esta primera parte es, pues, la siguiente: “Existen dos maneras cómo los pobres pueden mejorar su situación: se puede redistribuir el ingreso de los ricos hacia los pobres o se puede, con el crecimiento económico, aumentar tanto el ingreso de los pobres como el de los ricos. Los resultados de Ravaillon y Chen y de Dollar y Kraay sugieren que, en promedio, el crecimiento ha ayudado a los pobres más que la redistribución”. Así pues, el título de este primer capítulo responde al de la primera parte donde se inserta: “Por qué es importante el crecimiento”. Para “ayudar a los pobres”.

Easterly ha mostrado, pues, que el crecimiento de un país pobre incrementa el ingreso de los más pobres de ese país en mayor medida que una política redistributiva. Con ello parece situarse en sintonía con el pensamiento de los llamados “pioneros del desarrollo”, los cuales –en palabras de Bustelo (p. 119)– “prestaron poca atención a los efectos distributivos y sociales de ese crecimiento”. Sólo Myrdal –prosigue Bustelo– sostuvo en aquellos años que “ni la integración social ni el progreso económico serán posibles sin amplias reformas distributivas”. Ahora bien, ¿qué distribuir?

No olvidemos que en Occidente las políticas redistributivas –forzadas por la presión de los partidos obreros y el pánico al contagio de la URSS– comenzaron cuando ya se había generado en sus economías suficiente riqueza. ¿Significa esto que necesariamente los países pobres, para poder crecer, han de pasar por una fase manchesteriana? Tras narrar las penosas condiciones laborales a que están sometidos los trabajadores y trabajadoras de una fábrica textil de Bangladesh, Jeffrey Sachs parece confirmar esta tesis, cuando afirma: “Las fábricas donde reina una explotación tan intensa son el primer peldaño de la escalera para salir de la pobreza extrema” (p. 39). ¿No es posible, pues, aunar, al estilo de Myrdal, progreso económico y reformas distributivas? ¿No implica el propio concepto de “desarrollo” –frente al más economicista de “crecimiento”– una apelación a elementos más “humanos”, tales como el bienestar o la calidad de vida?

Pero por lo pronto continuamos en el planeta Easterly. En los próximos posts repasaremos la primera panacea propuesta hace años por los economistas del desarrollo para posibilitar que los países pobres dejaran algunas vez de serlo, es decir, para que iniciaran la senda (o la "escalera", en metáfora tan cara a Sachs) del crecimiento. Y veremos también las razones de su fracaso.

sábado, 29 de enero de 2011

De los elixires al mercado














En el Prólogo a su libro, titulado La búsqueda, Easterly establece una contraposición entre las fallidas soluciones propuestas hasta ahora por los economistas para que “los países pobres del trópico pudieran llegar a ser tan ricos como los países de Europa y América del Norte”, y lo que él denomina uno de los “principios básicos de la economía”, que en la formulación de Steven Landsburg reza así: “La gente responde a los incentivos, lo demás es nota a pie de página”. Según Easterly, precisamente porque los economistas han desatendido este principio elemental es por lo que sus propuestas para tratar de solucionar los problemas de los países pobres no han tenido éxito.

Cuando Easterly se refiere a las soluciones fallidas de sus antecesores no puede evitar que sus palabras se tiñan de una cierta ironía. Habla de ellas como de “objetos preciosos”, “elixires”, “panaceas”…, y compara estas búsquedas fallidas con la de objetos mitológicos como el Vellocino de Oro o el Santo Grial. Frente a ellas, Easterly nos presenta su humilde propuesta de búsqueda de los incentivos adecuados. Según él, si los tres principales protagonistas en la lucha contra la pobreza –los donantes del Primer Mundo, los gobiernos del Tercer Mundo y los ciudadanos del Tercer Mundo- tuviesen los incentivos adecuados, todo el problema quedaría resuelto en un pispás: “Con los incentivos adecuados los países pueden cambiar e iniciar el camino de la prosperidad”.

Sin embargo, Easterly no considera su propuesta como otra panacea más, como un elixir mágico o un objeto precioso. Frente al infantilismo de sus predecesores, perdidos en búsquedas vagas e idealistas, él se presenta como un adulto realista convencido de que “la gente hace aquello por lo cual le pagan” (que es otra formulación del motto de los incentivos). Pienso que esta distinción entre panaceas desorbitantes por un lado y un sano y escéptico realismo por el otro, se solapa en parte con la clasificación que en escritos posteriores realiza Easterly entre planificadores (planners) y buscadores (searchers). En palabras del propio autor: “El planificador cree que la pobreza es un problema de ingeniería que puede resolver; el buscador piensa que es una mezcla de factores políticos, sociales, históricos, institucionales y tecnológicos; el primero cree que los extraños saben suficiente para imponer soluciones; el segundo cree que sólo los de dentro tienen ese conocimiento”. Epistemológicamente, los primeros confían en el uso de regresiones del crecimiento (growth regressions) capaces de capturar los determinantes básicos del mismo; los segundos, más empíricos, se sirven de correlaciones simples o, en los últimos desarrollos micro, de proyecciones randomizadas (randomized trials).

Late aquí, en el fondo, la vieja contraposición entre “racionalistas” y “empíricos”. Si esta distinción se redujera al ámbito cognoscitivo, sólo tendría palabras de elogio para “empíricos” como Easterly. Pero esta oposición se solapa, muy a menudo, con posturas políticas menos justificables. Pienso, por ejemplo, en la disyuntiva establecida por Thomas Sowell entre las visiones “conservadora” y “revolucionaria” sobre del cambio social. Para la primera, los cambios sociales deben ser siempre frutos del “compromiso” negociado entre las partes; la segunda tiende a buscar “soluciones” definitivas. Desde un punto de vista epistemológico, el conocimiento es para los conservadores siempre falible, y sólo puede fundarse en la experiencia y la tradición: “el conocimiento es la experiencia social de las masas materializado en sentimientos y hábitos más bien que en las razones explícitas de unos cuantos individuos, por muy talentosos que estos puedan ser”; para los revolucionarios, según Sowell, “es perfectamente posible comprender y, por consiguiente, dominar los complejos fenómenos sociales”.

¿No parece esto un calco de la contraposición entre “buscadores” y “planificadores”? Las cautelas epistemológicas de Easterly, dignas siempre de elogio, pueden amparar sin embargo una “visión” según la cual toda medida racionalizadora (“panacea”) sea identificada negativamente con planificación y proteccionismo (y si al crítico se le calienta la boca, con totalitarismo o, directamente, con comunismo), y todo lo que se oponga a ella con una apelación a las bondades “naturales” del mercado. Desde este punto de vista cobra pleno sentido el título de la entrada de la bitácora de Juan Carlos Rodríguez, aparecida nada menos que en el sitio “liberalismo.org”: “Easterly, ¿un nuevo Peter Bauer?”, y en la que afirma: “William Easterly ha escrito The Elusive Quest for Growth, un libro en el que hace un repaso a las principales teorías del desarrollo, para constatar (de forma brutalmente incontestable) el fracaso de una tras otra. Lo único que salva de la quema… son los incentivos, como Bauer”.

¡El santo Bauer! De la crítica a la arrogancia de las panaceas se pasaría, sin solución de continuidad, a la arrogancia con la que los neoliberales defienden el mercado como único método posible de vertebrar las sociedades. Como si entre Marx y Hayek no cupiera ninguna posición intermedia, y la propuesta de cualquier medida –por modesta que sea– de regulación de los mercados fuese, sin más, una muestra larvada de comunismo o, en su formulación más simpática, de “sociedad cerrada” o vete tú a saber qué.

jueves, 20 de enero de 2011

Hoja de ruta















Pienso que una manera adecuada de articular este blog será la siguiente: en un primer momento tomaré el libro de William Easterly como campamento-base desde el cual hacer incursiones por el resto de los libros. Una vez agotado este recurso, abandonaré el planeta Easterly y pasaré a un tema poco tratado por este autor: el del comercio internacional, donde la voz solitaria de Reinert se batirá –en combate desigual– con las voces de los demás autores.

No es que sienta una simpatía especial hacia el libro de Easterly, pero pienso que su estructura facilita este tipo de estrategia. En efecto, tras un primer capítulo en el que el autor describe cómo el crecimiento económico es, a su juicio, la mejor manera que tienen los países pobres para escapar de su situación, el libro se articula en torno a dos grandes apartados. En el primero explica las diversas tentativas realizadas hasta el momento por los economistas del desarrollo en su búsqueda de un “elixir mágico” con el que eliminar los padecimientos de los países pobres; en el segundo, propone diversos modos de articular su lema alternativo (y un tanto mántrico): “encontrar los incentivos adecuados”. Pues bien, ambas partes constituyen una plataforma idónea para realizar avanzadillas en torno al libro de Sachs (cuando en los capítulos 6 y 7 Easterly trata de la “panacea” de la ayuda al desarrollo y de la condonación de la deuda), o de algunos capítulos del libro de Collier (cuando en los capítulos 11-13 habla de los aspectos políticos e institucionales). De este modo, y cuando hayamos atravesado el ecuador de este blog, habremos visto la totalidad del libro de Easterly y grandes porciones de los libros de Collier y de Sachs.

Es entonces cuando pasaré al libro de Reinert. Este autor, siguiendo los antecedentes del estructuralismo latinoamericano y de la teoría de la dependencia (y mucho más allá: List, Colbert, Serra…), considera que el lugar que ocupan los países pobres en nuestro mundo globalizado sitúa a estos en el vórtice de un círculo vicioso. El comercio internacional, en sus términos actuales, es un juego de suma cero, en el que la prosperidad de los países ricos se alimenta de la pobreza del resto de los países. El único modo de romper este círculo es que los países pobres hagan lo que los países ricos hicieron en su día para transformarse en países ricos, y no lo que los países ricos dicen ahora a los pobres que estos deben hacer. Confrontaré esta postura con los capítulos (6 y 10) que Collier dedica a este tema y, en general, con la que sobre el mismo se desprende de los libros de Sachs y Easterly.

No pienso enfrentarme solo a esta ingente labor. Contaré para ello con esa maravillosa “guía de lectura” que es el libro de Pablo Bustelo Teorías contemporáneas del desarrollo económico (Editorial Síntesis. Madrid, 1998), el cual –con toda seguridad– me obligará a hacer incursiones por libros de autores que anticipan muchas de las ideas de Sachs, Collier, Reinert o Easterly (pienso en Myrdal, Hirschman, Bauer o Prebisch). Tendré siempre cerca el libro de Elhanan Helpman El misterio del crecimiento económico (Ed. Antoni Bosch. Barcelona, 2004). Cuando esté a punto de ahogarme, buscaré ayuda en algún manual de Macroeconomía (por ejemplo, en el que Francisco Mochón tiene en McGraw Hill; Madrid, 2007). En su momento daré también la referencia de numerosos textos extraídos de Internet.

Abro ya el libro de Easterly. Rugen los leones.

jueves, 6 de enero de 2011

Cuatro voces


















Los cuatro libros a cuyo estudio voy a dedicar estas páginas son los siguientes: En busca del crecimiento. Andanzas y tribulaciones de los economistas del desarrollo, de William Easterly (Antoni Bosch Editor. Barcelona, 2003); El club de la miseria. Qué falla en los países más pobres del mundo, de Paul Collier (Ed. Turner. Madrid, 2008); El fin de la pobreza. Cómo conseguirlo en nuestro tiempo, de Jeffrey D. Sachs (Ed. Debate. Madrid, 2005); y La globalización de la pobreza. Cómo se enriquecieron los países ricos… y por qué los países pobres siguen siendo pobres, de Erik S. Reinert (Ed. Crítica. Barcelona, 2007). Ninguno de ellos es un manual al uso sobre la disciplina; se trata, en todo los casos, de libros polémicos, partidario cada uno de ellos de un enfoque propio que se enfrenta en muchos aspectos al de los demás.

De Sachs y Easterly me llegan, borrosos, los ecos de su rivalidad en torno a la cuestión de la ayuda al desarrollo, pero confieso mi ignorancia sobre el resto de sus propuestas. Sé que Easterly echa pestes de dicha ayuda (tras constatar el escaso efecto producido por la misma tras cuatro décadas de transferencias billonarias), mientras que Sachs la defiende a capa y espada. De Collier he oído algo de su teoría multifactorial sobre las trampas de la pobreza, así como de algunas de sus propuestas para salir de ellas (por ejemplo, la intervención militar extranjera). Reinert se mueve, me parece, en otra órbita. Defensor de lo que llama el Otro Canon, sus críticas se dirigen a las actuales relaciones de intercambio entre países ricos y pobres, postulando que un librecambismo irrestricto hunde a estos últimos todavía más en su miseria.

Confieso que la constatación de las enormes diferencias que surgen de un examen, incluso somero, de lo manifestado por estos autores me aflige sobremanera. Pues, ¿no es la Economía, al fin y al cabo, una ciencia? Y la ciencia, frente a esa “disonancia de las opiniones” que, según Agripa, aqueja a la filosofía, ¿no cuenta con un método más que aquilatado para llegar a acuerdos: el tribunal de los hechos? Todos estos autores afirman derivar sus propuestas de un examen desapasionado de tales hechos. ¿Cómo llegan entonces a conclusiones tan diferentes? ¿O es que, acaso, la llamada “Economía del Desarrollo” no es una ciencia, en el sentido al menos en el que decimos que la Física sí lo es?

Según el Nobel en Economía y teórico del crecimiento, Mike Spence, no lo es. Se trata, más bien, de un arte, aunque de un arte “disciplinado”. Atribulado por el lastre de mi formación filosófica, no puedo evitar que esta expresión despierte en mí ciertas resonancias gremiales, vinculadas a la caracterización que hace Aristóteles de la Economía como un “saber práctico”. Al margen de la contaminación, ya subrayada por Kuhn, de los hechos por la teoría, en el caso de la disciplina que nos ocupa sucede que la propia teoría está condicionada –eso ya lo dijo Gunnar Myrdal– por un determinado posicionamiento axiológico. De ahí que el ardor que se desprende de la polémica Sachs-Easterly, o el furor proteccionista de Reinert, o la apelación de Collier a su martillo estadístico (p. 16; imposible no pensar en Nietzsche), deban ser enjuiciados no sólo en atención a los hechos, sino a las posturas morales que cada uno defiende. De ahí, también, la sensación de que, muy a menudo, los discursos de unos y otros no se escuchen entre sí.

¿Debemos, pues, abandonar la seguridad que nos ofrece la ciencia cuando nos volcamos en el estudio de cuestiones tan acuciantes? ¿Precisamente aquí –donde más falta nos hace (925 millones de personas sufren hambre crónica en el mundo, según la FAO)– para nada nos sirve la empirie? ¿Estamos abocados a agotarnos para siempre en un montón de discusiones estériles? Está claro que la mera existencia de este blog indica que mi respuesta a esta pregunta es negativa. Sea ciencia o sea arte lo que la Economía del Desarrollo es, ojalá al concluir este estudio haya encontrado algún tipo de esclarecimiento. Incluso aunque no lo encontrara (mis limitaciones son evidentes), creo que el viaje –si llego a su término– habrá valido la pena.

En el siguiente post les expongo cuál será la “Hoja de ruta” de que me sirva a lo largo de esta selvática exploración.

sábado, 1 de enero de 2011

En la selva de los economistas















Después de mucho vacilar doy un paso adelante y, plas, ya está. Ya estoy en la selva: una selva inexpugnable. Es la selva de los economistas. Para ellos el paisaje que ahora me rodea es un prodigio de diseño y de racionalidad. Para mí, que lo ignoro todo sobre la materia, es una selva sin más: una selva. Durante mucho tiempo me he mantenido al margen de ella, por temor a su flora borboteante, a su temible fauna. Pero ahora comienzo a adentrarme por su fronda, sin saber muy bien si mi viaje exploratorio durará unos meses o sólo unas horas.

Vivimos una época de compartimentos estancos, de desaforada especialización. El cultivador de una disciplina se transforma en analfabeto cuando cruza los lindes de otra. Lo desconocido se le vuelve selva, cunde el desánimo, huyen los porteadores. ¿Estamos condenados a vivir en un mundo así: perfectamente nítido a nivel de detalle pero irreconocible cuando, en busca de una perspectiva más amplia, nos alejamos un poco de él? Imposible regresar al homo universalis, lo sé de sobra, pero sé también que esta especialización sin límite aumenta cada día el tamaño de la selva. Y cuando todo sea selva: ¿quién nos guiará a través de ella? Y si nada sabemos, si todas esas formas desconocidas nos desbordan con sus lianas colgantes y sus cocodrilos, ¿no corremos el riesgo de que alguien, más astuto que todos nosotros, nos persuada de que él sí conoce el camino y nos hunda de lleno en el “corazón de las tinieblas”?

No hay duda de que, frente al torpe parloteo del ágora y sus tertulias, el “sólo sé que no sé nada” representa una actitud de irónico y saludable distanciamiento. Y si el mundo fuera sólo theoria, tal vez fuera éste el modo de vida más adecuado o, al menos, el más elegante. Pero el mundo de ahí afuera es siempre acción y, sobre todo, es acción colectiva: es política. De ahí que la ilustración (que en nuestros días debe ser entendida como una lucha tenaz contra esa nueva doxa que es el conocimiento hiperespecializado) sea más necesaria que nunca. No ya por el prurito de saber un poco más de todo (y, consecuentemente, un poco menos de algo en particular), sino porque no hay otro modo de someter a razón aquellas acciones que, por ser colectivas (y, por tanto, obligatorias para todos), nos afectan más de lleno. A nosotros, o a nuestra familia, o –estirando más allá de Dawkins el radio de acción del gen egoísta– a nuestros compatriotas e incluso a eso que muchos consideran sólo una quimera: a la humanidad –y de un modo especial a aquella parte de la humanidad que más sufre.

Ahora bien: la política está hoy entreverada de un modo indiscernible con la economía. Si antes no se veía esto con claridad, ahora, en plena crisis económica –cuando los mercados, como los antiguos dioses, se “desaniman”, o “atacan”, o “se cabrean”– creo que huelga cualquier explicación al respecto. La economía está en todas partes. Parafraseando a Galileo, podemos decir que el mundo está escrito en caracteres económicos. No saber hoy economía o –para expresarme en términos más humildes y, sin duda, mucho más realistas– no hacer un esfuerzo serio por intentar aprenderla, es una muestra de ceguera voluntaria: de no querer ver lo que, cada vez en mayor grado, determina lo que hacemos y, por tanto y en última instancia, lo que somos. Hay que lanzarse al ruedo y, en esta “segunda época” de su andadura, este blog africano pretende tal proeza.

Mi idea es la de convertir estas páginas en un cuaderno de apuntes. Obviamente, no pretendo estudiar toda la economía, sino un campo de la misma muy circunscrito; más concretamente: cuatro libros de cuatro autores que destacan hoy en día en las áreas de la “teoría del crecimiento” y/o la “economía del desarrollo”. En el siguiente post les diré a qué libros y a qué autores me refiero. Por ahora me despido de ustedes con el siguiente “buen propósito” de comienzos de año: es necesario aprender economía, y más aún cuando la economía decide de algún modo la vida o la muerte de miles de personas. Espero verles por aquí de vez en cuando.