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viernes, 25 de febrero de 2011

Las trampas de Paul Collier














Antes de adentrarnos en el capítulo que Collier dedica a la ayuda, echemos antes un rápido vistazo a la totalidad del libro. Lo primero que destaca en él, aun desde lejos, es la simetría de su diseño. Consta de once capítulos: el 1 y el 11 lo integran una introducción y un epílogo en los que se plantean, respectivamente, el problema que aqueja a los países que forman el llamado “club de la miseria” y el plan de acción necesario para erradicar dicho problema. Los capítulos 2-5 los dedica Collier a lo que denomina las “trampas” de los países pobres; los capítulos 7-10, a los instrumentos con los que sortear dichas trampas. Y el capítulo 6, como fiel de la balanza, a las particulares dificultades que los países pobres arrostran hoy en día para incorporarse al carro del desarrollo, debidas no ya al efecto paralizante de las trampas que padecen, sino al estado que atraviesa actualmente el proceso de globalización.

¿Qué entiende Collier por “club de la miseria” (o ese “bottom billion” al que se refiere el título original del libro)? El autor nos propone un cambio de perspectiva en nuestra consideración de la pobreza mundial. Según él, durante los últimos 40 años el tamaño del llamado Tercer Mundo ha experimentado una mengua considerable. No asistimos ya al enfrentamiento de 1/6 de población rica contra 5/6 de población pobre; en la actualidad, los términos de la relación se han invertido. Tras el meteórico ascenso de potencias “emergentes” como China, India o Brasil, los países verdaderamente pobres, aquellos cuyo PIB lejos de haber crecido, ha experimentado incluso un ligero retroceso, representan 1/6 de la población (mil millones de personas, “the bottom billion”), mientras que los otros 5/6 (cinco mil millones de personas) o son ya prósperos o, cuanto menos, van camino de serlo. La mayor parte de estos mil millones de personas se encuentran, por cierto, en África, aunque no todos, por lo que Collier, al referirse a ellos, adopta la abreviatura “África +”. Dado el título de este blog y la temática que tuvo en su origen, imitaré más de una vez a Collier en este punto.

Pues bien, el problema de este “club de la miseria” es lo que el autor denomina “trampas al desarrollo”: una especie de vórtices o agujeros negros de los que, una vez instalados en ellos, resulta muy difícil escapar, debido a la succión de muy poderosas inercias. Collier dedica una gran parte del libro a las que considera trampas principales: la trampa del conflicto, la trampa de los recursos naturales, la trampa de vivir rodeado de malos vecinos y sin salida al mar, y la trampa del mal gobierno. De esas trampas sólo puede salirse a través del crecimiento económico. En ello coincide plenamente con Easterly: “No sostengo, ni mucho menos, que haya que desentenderse de la calidad de ese crecimiento económico (…) Sin embargo, el problema de los países más míseros no es que hayan experimentado un tipo de crecimiento inapropiado, sino que no han tenido ningún crecimiento, y punto” (p. 34). Para superar esas trampas Collier señala una serie de instrumentos, en cuya implementación han de participar necesariamente los países ricos: la ayuda, la intervención militar, leyes y normativas, y una política comercial adecuada.

Antes de pasar, en el próximo post, al estudio de lo que Collier opina específicamente sobre el tema de la ayuda, haré una breve referencia a lo que bien podrían denominarse –al menos para ciertos autores– las “otras trampas” de Collier. En el prefacio, el autor arremete contra una visión sentimentaloide de los problemas que aquejan a los países pobres, saturadas de imágenes de “revolucionarios nobles…, niños famélicos, empresarios desalmados y políticos corruptos”. Collier señala que, en ocasiones, “hará añicos” esas imágenes con el “martillo” de la estadística (p. 16). Pues bien, ¿qué opinan algunos economistas sobre esas estadísticas? Para el propio Easterly, “If Collier´s statistical analysis does not hold up under scrutiny, unfortunately, then his recommendations are not a reliable guide for deploying foreign aid, technical assistance, or armies. Economists should not be allowed to play games with statistics, much less with guns”. Samuel Grove, por su parte, señala: “Collier´s statistics showing the successes of globalization and free trade stand in direct opposition to standard statistics of this period (including those of the IMF and the World Bank)”. La verdad es que se queda uno algo sorprendido cuando lee, por ejemplo, que el coste global de una guerra civil oscila en torno a los sesenta y cuatro mil millones de dólares (“Se trata, claro está, de una cifra aproximada –aunque…”). Aunque ya sabemos lo que Mark Twain, ese espíritu burlón, dijo en su día acerca de las estadísticas.

sábado, 19 de febrero de 2011

Easterly: la ayuda a la inversión (II)



















La primera de las panaceas descrita por Easterly, la de la ayuda a la inversión, forma una cadena con tres eslabones: ayuda → inversión → crecimiento. Ahora bien, ¿es cierto que la ayuda conduce a la inversión? Y ¿es cierto que la inversión trae consigo el crecimiento?

1.- ¿Lleva la ayuda a la inversión? No. Los países receptores dedican la mayor parte de la ayuda que reciben no a producir bienes de inversión, sino a adquirir con ella nuevos bienes de consumo. Recordemos que la ayuda a la inversión era concebida como una medida de carácter transitorio: con ella se trataba de cubrir la falta de ese ahorro interno que era preciso para llevar a cabo las inversiones necesarias, inversiones que traerían por fin consigo –con la inexorabilidad de un teorema matemático– el ansiado crecimiento. Se suponía que con el “empujón” externo de la ayuda, la gente se animaría a ahorrar, las inversiones se realizarían, el crecimiento de la economía echaría a andar. Sin embargo, al gastar los países pobres la ayuda en bienes de consumo, su déficit financiero se perpetúa, lo cual exige nuevas cantidades de ayuda con las que cubrir la falta de ahorro interno para unas inversiones que no llegan… en un círculo vicioso que parece no tener fin. Lo que era transitorio se convierte en eterno: de ahí el billón de dólares de asistencia dilapidado al que me referí en el anterior post.

La única manera de crear un círculo virtuoso sería la de condicionar la ayuda de los países ricos a un incremento en la tasa de ahorro interno por parte de los países pobres, a fin de generar en ellos un crecimiento “autosostenido” por el cual el país financiaría sus requerimientos de inversión con su propio ahorro. Sin embargo, “una ayuda que aumente con el ahorro del país es lo opuesto del sistema actual, en el cual los países con el ahorro más bajo presentan un déficit financiero más alto y así obtienen más ayuda” (p. 37).

Otra vía por la que el dinero proporcionado por la ayuda se desvía de la inversión es la que representa la necesidad que presentan los países receptores de hacer frente a los intereses de la deuda. Easterly cita la siguiente observación de P.T. Bauer: “la asistencia extranjera se necesita para permitir que los países subdesarrollados paguen los préstamos subvencionados… acordados en convenios anteriores de ayuda extranjera” (p. 32). Así pues, otro círculo vicioso.

2.- ¿Lleva la inversión al crecimiento? Easterly se muestra tajante a este respecto: “… los aumentos de la inversión no son una condición ni necesaria ni suficiente para crecer en el corto o medio plazo” (p. 38). Y ello es así porque existen muchas formas de aumentar la producción: la adaptación de nueva tecnología, la educación y capacitación, el capital organizativo… Esta multiplicidad de factores hace que la relación entre crecimiento e inversión sea “laxa e inestable”. En la página 41 Easterly muestra un gráfico muy expresivo en el que se contrasta el ingreso per capita que un país como Zambia tendría (tras recibir ayuda durante los últimos 30 años) conforme al modelo del déficit financiero, y el crecimiento que en verdad se ha producido durante ese mismo período en dicho país. Las diferencias son brutales. Según el modelo, el ingreso per capita de un zambiano medio debería ser hoy en día de 20.000 dólares; en realidad, no llega a los 600, un tercio menos de lo que representaba en el momento de producirse la independencia.

A pesar de las evidencias empíricas que actúan en su contra y del descrédito que sufre en la actualidad en la literatura económica, Easterly sostiene que la creencia en que la inversión en edificaciones y máquinas constituye el principal determinante del crecimiento (lo que se denomina fundamentalismo del capital) sigue vigente en la agenda de las principales instituciones financieras internacionales, tales como el Banco Mundial o el FMI. ¿Qué opinan los restantes autores de los que nos ocupamos en este blog de esta panacea? ¿Son tan pesimistas sobre sus resultados? Comenzaremos viendo la posición que toma al respecto Paul Collier, para describir luego más por extenso la del principal opositor que, en este frente, tiene Easterly: Jeffrey Sachs.

viernes, 11 de febrero de 2011

Easterly: la ayuda a la inversión (I)













Siguiendo el esquema de Easterly, la primera panacea propuesta por los economistas del desarrollo para que los países pobres tomaran la senda del crecimiento fue la de la ayuda a la inversión. Conforme al modelo de Harrod-Domar, se consideraba que el crecimiento del PIB era proporcional a la proporción del gasto de inversión sobre el PIB del año anterior. Aunque las ideas de Domar no eran, en la intención de su autor, aplicables fuera del ámbito de un “esotérico debate sobre el ciclo económico” de los países ricos, los economistas del desarrollo no tardaron en trasladarlas al campo de su estudio, mediante el uso de conceptos-puente tales como el de la inversión “requerida” o el del déficit financiero.

Pero vayamos por partes. Resulta bastante intuitivo el considerar que una economía crece si crece el número de máquinas que se utilizan en sus fábricas, o el de carreteras por las que se trasladan de un lado para otro las mercancías, o el de tendidos capaces de transportar energía eléctrica, etc., etc. Las máquinas, las carreteras, los postes de electricidad, son lo que los economistas llaman “capital”. Ahora bien, para poder producir bienes de capital es necesario que una parte de las rentas adquiridas por empresarios y trabajadores se desvíen del consumo y se dirijan hacia la inversión. Eso significa que para crecer es necesario diferir parte del consumo, es decir, se hace preciso ahorrar. Si no se ahorra, no hay inversión; si no hay inversión, no se producen bienes de capital; y sin bienes de capital no es posible que una economía crezca más allá del nivel de la pura subsistencia.

El problema de los países pobres es que en ellos las rentas son tan escasas que resulta muy difícil desviar una parte significativa de la mismas hacia la inversión: la gente apenas tiene lo justo para comer y para vestirse, los ahorros son mínimos, el Estado no puede recaudar impuestos con los que construir presas o tender puentes, los empresarios locales no se arriesgan a invertir en máquinas sin saber si los productos adicionales generados por ellas van a encontrar salida en unos mercados raquíticos. Así pues, entre la inversión requerida para alcanzar un determinado nivel de crecimiento y el ahorro interior capaz de financiar esa inversión se produce un abismo que los teóricos del desarrollo denominan “déficit financiero”, y que es necesario cubrir con ayuda exterior. Ésta es la panacea de la que nos habla Easterly, la cual es descrita sintéticamente del siguiente modo: “los donantes occidentales debían cubrir el déficit financiero con asistencia extranjera, lo cual permitiría que se llevase a cabo la inversión requerida y, a su vez, que se lograra el objetivo del crecimiento deseado” (p. 29).

Dos circunstancias históricas favorecieron la adopción de este punto de vista: la cercanía de la Gran Depresión y la industrialización acelerada de la URSS mediante el ahorro y la inversión forzados. La Gran Depresión y el enorme paro consiguiente hicieron creer a los economistas que el único factor restrictivo para aumentar la producción era la maquinaria, no el trabajo; la escasa información procedente de la URSS hizo pensar a muchos formadores de opinión estadounidenses que “el sistema soviético era superior en términos de producción, aun siendo inferior en términos de libertades individuales” (p. 30). Si estos errores de enfoque contribuyeron al éxito intelectual de la fórmula de la “ayuda a la inversión”, su masiva implementación estuvo favorecida además por otra circunstancia histórica: el miedo al comunismo. No olvidemos el subtítulo de la célebre obra de W.W. Rostow, Las etapas del crecimiento económico (1960): “A Non-Communist Manifesto”. El temor a que los países del Tercer Mundo pasaran a engrosar la órbita de la URSS animó a los países occidentales a conceder asistencia, entre 1950 y 1995, por importe de 1 billón de dólares (de 1985).

Desgraciadamente a pesar de toda esta ayuda la situación económica de muchos países del Tercer Mundo (de un modo especial los del África Subsahariana) es ahora igual o, en algunos casos, incluso peor que en el momento en el que se produjeron las independencias. Está claro, pues, que la panacea de la ayuda a la inversión no ha conseguido los frutos apetecidos. En el próximo post repasaremos las razones que ofrece Easterly para explicar este rotundo fracaso.

viernes, 4 de febrero de 2011

La importancia del crecimiento



















La primera parte del libro de Easterly se titula Por qué es importante el crecimiento, y se compone de un solo capítulo cuyo título parece una bienaventuranza: “Ayudar a los pobres”. Cuenta sólo con diez páginas (de un libro de 344), las cuales pueden resumirse en unas pocas líneas. Las primeras ocho páginas ofrecen una panorámica de la desastrosa situación por la que pasan los países pobres: alta mortalidad infantil, pésima situación sanitaria, desigualdades extremas, crisis alimentaria, opresión social y política… Las dos últimas páginas se ocupan de demostrar cómo el crecimiento de estos países puede acabar con la pobreza. De ahí la urgencia de encontrar fórmulas (no panaceas) que permitan a estos países crecer a un ritmo sostenido.

Que el crecimiento de un país corra parejo con la disminución de su pobreza podría parecer algo evidente para un analfabeto en Economía como soy yo. Pero no lo es. Como la riqueza de un país se mide habitualmente por la renta per capita, bien podría suceder que ésta se incrementara pero no lo hiciera en igual medida la renta de los más pobres. La media (y la renta per capita es una media) representa lo que los estadísticos denominan un parámetro de centralización, no de dispersión: no tiene en cuenta la situación de los valores extremos. La misma renta per capita presentaría un país de tres habitantes con rentas de 4, 5 y 6 que otro país con rentas de 1, 4 y 10, pese a que en este último la situación del pobre sería mucho peor que en el primero.

En consecuencia, para que el crecimiento de un país conlleve una disminución progresiva de la pobreza es necesario que dicho crecimiento no guarde conexión alguna con una variación de las desigualdades de renta de los habitantes de ese país. Y, según Easterly (y basándose en un estudio de Ravaillon y Chen) eso es lo que efectivamente sucede. Así pues, si con el crecimiento “el nivel de desigualdad se mantiene aproximadamente igual, el ingreso de los pobres y el de los ricos sube o baja simultáneamente” (p. 14). Ergo: el crecimiento aumenta el ingreso de los pobres, es decir, disminuye la pobreza. David Dollar y Aart Kraay han llegado a cuantificar este fenómeno: el aumento del 1% en el ingreso medio de la población se traduce, según sus cálculos, en un aumento de un 1% del quintil más pobre.

La conclusión final de Easterly de este capítulo y de esta primera parte es, pues, la siguiente: “Existen dos maneras cómo los pobres pueden mejorar su situación: se puede redistribuir el ingreso de los ricos hacia los pobres o se puede, con el crecimiento económico, aumentar tanto el ingreso de los pobres como el de los ricos. Los resultados de Ravaillon y Chen y de Dollar y Kraay sugieren que, en promedio, el crecimiento ha ayudado a los pobres más que la redistribución”. Así pues, el título de este primer capítulo responde al de la primera parte donde se inserta: “Por qué es importante el crecimiento”. Para “ayudar a los pobres”.

Easterly ha mostrado, pues, que el crecimiento de un país pobre incrementa el ingreso de los más pobres de ese país en mayor medida que una política redistributiva. Con ello parece situarse en sintonía con el pensamiento de los llamados “pioneros del desarrollo”, los cuales –en palabras de Bustelo (p. 119)– “prestaron poca atención a los efectos distributivos y sociales de ese crecimiento”. Sólo Myrdal –prosigue Bustelo– sostuvo en aquellos años que “ni la integración social ni el progreso económico serán posibles sin amplias reformas distributivas”. Ahora bien, ¿qué distribuir?

No olvidemos que en Occidente las políticas redistributivas –forzadas por la presión de los partidos obreros y el pánico al contagio de la URSS– comenzaron cuando ya se había generado en sus economías suficiente riqueza. ¿Significa esto que necesariamente los países pobres, para poder crecer, han de pasar por una fase manchesteriana? Tras narrar las penosas condiciones laborales a que están sometidos los trabajadores y trabajadoras de una fábrica textil de Bangladesh, Jeffrey Sachs parece confirmar esta tesis, cuando afirma: “Las fábricas donde reina una explotación tan intensa son el primer peldaño de la escalera para salir de la pobreza extrema” (p. 39). ¿No es posible, pues, aunar, al estilo de Myrdal, progreso económico y reformas distributivas? ¿No implica el propio concepto de “desarrollo” –frente al más economicista de “crecimiento”– una apelación a elementos más “humanos”, tales como el bienestar o la calidad de vida?

Pero por lo pronto continuamos en el planeta Easterly. En los próximos posts repasaremos la primera panacea propuesta hace años por los economistas del desarrollo para posibilitar que los países pobres dejaran algunas vez de serlo, es decir, para que iniciaran la senda (o la "escalera", en metáfora tan cara a Sachs) del crecimiento. Y veremos también las razones de su fracaso.