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martes, 30 de junio de 2009

Philip Gourevitch: acontecimientos (desde julio/94)


Después de las matanzas, y una vez asegurado el dominio del FPR, se presentaba la ardua tarea de reconstruir el país. ¿Cómo hacerlo? Pues, en cierto modo, se trataba de otro país. En efecto, en aquel breve período de tres meses la población había sufrido una mutación radical. Por un lado, habían “desaparecido” unos 800.000 tutsis; por otro, habían regresado del exilio aproximadamente otros 800.000; además, se habían exiliado a distintos países (Zaire, Tanzania, Uganda, Burundi…) unos dos millones de hutus. En buena medida se trataba, pues, de un país diferente. La antigua distinción schmittiana amigo/enemigo, usada por el Poder Hutu para forjar a fuego un mundo escindido entre nosotros (hutus leales) y ellos (tutsis, hutus desleales) se había roto en mil pedazos, surgiendo un nuevo mundo no ya en blanco y negro sino, como en Sudáfrica, del color del arco iris. Según Gourevitch: “Había hutus con buenas referencias, y hutus sospechosos, hutus en el exilio y hutus desplazados, hutus que querían trabajar con el FPR y hutus anti-Poder Hutu que también eran anti-FPR y, por supuesto, subsistían las antiguas rencillas entre los hutus del norte y los del sur. En cuanto a los tutsis, estaba la gran variedad de antecedentes de los exiliados y sus correspondientes idiomas, y los supervivientes y los retornados que se consideraban entre sí con mutua desconfianza; estaban los tutsis del FPR, los tutsis no partidarios del FPR y los tutsis anti-FPR; estaban los de la ciudad y los ganaderos, cuyas preocupaciones como supervivientes o como retornados no tenían casi nada en común. Y, por supuesto, había muchas más subcategorías, que se entremezclaban con las otras y que en un momento determinado podían ser más importantes” (p. 245).

Además de la inmensa tarea de poner en funcionamiento una economía devastada, tres empresas titánicas aguardaban al gobierno del FPR: (1) Que los exiliados hutus volvieran a Ruanda –o, en el caso de las PID (personas internamente desplazadas)– se integraran en ella para (2) poder juzgar a los génocidaires e (3) intentar así el milagro de una auténtica reconciliación nacional. El problema, dice Gourevitch, no era el millón de muertos, sino “cómo los que tenían que vivir en su ausencia iban a lograrlo” (p. 189). La sangre todavía estaba húmeda. Se hacía necesario torcer la historia entera del país para ensayar una vuelta a aquel tiempo en el que las fronteras entre hutus y tutsis eran porosas y el mito camítico una simple proyección en la mente sobreexcitada de algún explorador.

1.- El regreso de los exiliados. Poblaban tanto los países limítrofes como el interior de Ruanda, y se hallaban recluidos en enormes campamentos subvencionados por agencias humanitarias. La dificultad radicaba en que en dichos campamentos se hallaban mezclados los inductores de las matanzas con otros miles de ruandeses cuya implicación en los crímenes había sido mucho menor o, a veces, inexistente. ¿Cómo separar unos de otros? No eran líquidos de distintas densidades. Los primeros usaban a los segundos como escudos humanos, prohibiéndoles el regreso. Además se beneficiaban de los recursos proporcionados por la ayuda internacional para comprar armas y preparar el regreso el país con la idea de “terminar la tarea” y “borrar las pruebas” (p. 292). Los refugiados en Zaire expulsaron incluso a los tutsis locales del norte y sur de la región de Kivu, con la aquiescencia de Mobutu (p. 289). Respecto a los refugiados en los campos interiores, también constituían una amenaza. Ante la incapacidad de la ONU para desmantelar estos últimos campamentos, el FPR intentó cerrarlos a su manera, lo que desencadenó el desastre del campo de Kibeho, “hogar del mayor número de génocidaires del núcleo duro” (p. 198): murieron allí unos dos mil hutus. En relación a los campos de Zaire, la ONU también se inhibió: jamás hizo “intento alguno de hacer una criba…; se consideraba demasiado peligroso. Dicho de otro modo, nosotros –todos los que pagábamos impuestos en los países que pagan al ACNUR– estábamos alimentando a la gente que parecía que iba a hacernos daño (o a nuestros agentes) si cuestionábamos su derecho a nuestra beneficiencia” (p. 281). También en este caso el FPR intervino directamente: ya que era Mobutu quien mantenía al Poder Hutu en los campamentos, había que acabar con Mobutu; la diminuta Ruanda, con la colaboración de la guerrilla de Laurent Kabila y los tutsis del sur de Kivu (los banyamulenges) acabaron en pocos meses con el dominio del dictador, desmantelándose así los campamentos y propiciando el regreso de los refugiados.

2.- Una vez de regreso a casa, ¿cómo identificar a los verdaderos génocidaires de quienes no lo eran? Pues en los crímenes habían existido distintos grados de implicación y, por tanto, de responsabilidad. Era necesario trazar distinciones que –en la terminología de Mahmood Mamdani– separasen “between the killers those enthusiastic, those reluctant and those coerced”. Según Gourevitch: “Nadie habló nunca de llevar a cabo decenas de miles de juicios por asesinato en Ruanda. A los expertos legales procedentes de Occidente les gustaba decir que ni siquiera EE UU, que tiene excedentes de abogados, podría hacerse cargo de la cantidad de casos pendientes” (p. 259). Parecía como si “auténtico genocidio y verdadera justicia fueran incompatibles”. Existía una falta enorme de recursos económicos y humanos en la Administración de Justicia y en la Penitenciaria. Finalmente se apeló el arrepentimiento voluntario: “si los culpables no podían ser castigados en toda regla y los supervivientes nunca podrían ser indemnizados adecuadamente, el FPR consideraba que el perdón era igualmente imposible, salvo si, por lo menos, los responsables del genocidio reconocían que habían hecho mal. Con el tiempo, la búsqueda de la justicia se convirtió en gran medida en una búsqueda de arrepentimiento” (pp. 260-261). La creación por parte de la ONU del Tribunal Penal Internacional para Ruanda, con sede en Arusha, no ayudó a solucionar el problema, e incluso se convirtió en un obstáculo, al no actuar de modo decidido contra la mayor parte de los génocidaires fugitivos.

3.- Separado de algún modo el trigo de la paja, no se podía olvidar que un genocidio es una idea, y que no sólo había que condenar conductas concretas sino la idea misma que las generó (“Lo que distingue el genocidio del asesinato, e incluso de los actos de asesinato político que siegan el mismo número de víctimas, es la intención. El delito es querer extinguir a un pueblo. La idea misma es el delito”, p. 211). Sólo mediante la erradicación de esa idea sería posible la reconciliación. Se trata de un mecanismo parecido al de la desnazificación. La opinión internacional presionaba para que este proceso se llevara a cabo lo antes posible, y achacaba su tardanza a la intención del FPR de ampararse en el recuerdo constante del genocidio para justificar sus desmanes. Ahora bien, como decía un superviviente: “La gente viene a Ruanda y habla de reconciliación. Es ofensivo. Imagínese hablar a los judíos de reconciliación de 1946.” (p. 250). Está claro que esta última tarea, con mucho la más difícil, tardará todavía muchos años, tal vez décadas, en llegar a conseguirse. Pero, como dice Kagame, “no tenemos alternativa” (p. 327). Un capítulo del libro de Gourevitch (el 20) está dedicado a narrar el regreso a su aldea desde el exilio del asesino hutu Jean Girumuhatse quien, entre otros, había matado a diez hijos y nietos de su actual vecina tutsi Laurencie Nyriabeza (que recibió también un machetazo y fue arrojada a una cuneta). ¿Fue culpable o se limitó a cumplir órdenes? “Aunque confiese, es un impostor. Miente cuando dice que sólo cumplía órdenes”, dice de él Chantalle, que perdió durante el genocidio a su marido y a cuatro de sus cinco hijos. La única forma de reparación parece aquí el olvido: se anhela el olvido “como un síntoma de recuperación mínima, la capacidad de reanudar la vida” (p. 331). Entre la justicia y el olvido Ruanda necesita una manera de seguir siendo. Simplemente de seguir siendo.

domingo, 21 de junio de 2009

Philip Gourevitch: acontecimientos (hasta julio/94)


El libro de Gourevitch se divide en dos partes. La primera trata de los antecedentes del genocidio y del genocidio mismo; la segunda, de lo que podríamos denominar “post-genocidio”: ese intento desesperado por hacer nación entre quienes unos meses antes habían sido verdugos (muchos de ellos forzados) y las víctimas que, de algún modo, lograron escapar de las matanzas. La primera parte –que es la que analizamos en el presente post– alterna en su desarrollo el punto de vista externo propio del cronista con otro en el que los sucesos históricos son contemplados a través de la mirada de personas concretas: la médico Odette Nyiramilimo y su marido, también médico, Jean-Baptiste Gasasira; el funcionario Bonaventure Nyibizi; el locutor de radio Thomas Kamilindi; y, sí, el célebre (por la película Hotel Rwanda) gerente de hotel Paul Rusesabagina. Ambas perspectivas, la externa y la interna, se complementan, y nos permiten obtener así una visión más vívida de los acontecimientos, que son contemplados no sólo como frías efemérides históricas sino como trozos palpitantes de existencias concretas.

Según el relato de Gourevitch, los primitivos hutus y tutsis “acabaron hablando la misma lengua, teniendo la misma religión, se casaron entre ellos y vivieron mezclados… compartiendo la misma cultura política y social” (p. 53), por lo que –según los etnógrafos– “no se puede hablar propiamente de hutus y tutsis como de dos grupos étnicos diferenciados”. Las diferencias procedían, más bien, de sus respectivas ocupaciones: el pastoreo (tutsis) o la agricultura (hutus). Dado el superior “valor añadido” de la actividad ganadera, pronto se produjo un predominio económico de los tutsis, lo que no tardó en traducirse –en una tiránica invasión de “esferas”, según la terminología de Michael Walzer– en un mayor poder político y militar para estos, lo que no impidió que el historiador Louis de Lacger señalara: “Los nativos de este país tienen el sentimiento genuino de formar un único pueblo” (p. 61). La colonización belga rompió esta secular armonía, otorgando a las élites tutsis “un poder casi ilimitado para explotar el trabajo de los hutus y para cobrarles impuestos”. Los belgas exacerbaron así las diferencias, conforme al dicho impuesto al tutsi: “O latigas al hutu o te latigamos a ti” (p. 63). A última hora, sin embargo, y poco antes de su retirada, los belgas cambiaron de bando y fomentaron la “revolución social” de 1959 por la que los hutus pasaron a ocupar las posiciones de privilegio que ostentaban antes los tutsis. Cuando Ruanda alcanzó la independencia en 1962 (bajo la presidencia de Grégoire Kayibanda) los tutsis eran ya una minoría discriminada y perseguida.

Desde entonces las matanzas de tutsis han sido una pauta recurrente: 1959, 1962, 1963-1964 (esta última, con unas 30.000 víctimas, fue calificada por Bertrand Russell como “la masacre más horrible y sistemática de la que hemos sido testigos desde el exterminio de los judíos por los nazis”), 1973, 1990… Estos “progromos” provocaron sucesivos movimientos migratorios de tutsis a los países vecinos, especialmente a Uganda, desde los que ensayaron (con diversa fortuna) sucesivas “invasiones” del país… las cuales desencadenaron nuevas matanzas en el interior en una espiral de nuevas violencias cuyo desenlace último –por ahora– fue el genocidio de 1994. Desde 1973 los destinos del país pasaron a manos de Juvenal Habyarimana quien, a pesar de algunos gestos cosméticos, continuó con la represión de los tutsis, si bien –hasta la guerra de 1990– con resultados menos letales. En este año se produce una nueva invasión del FPR desde Uganda y, en consecuencia, una nueva matanza de tutsis en el interior. Mientras tanto el “moderado” Habyarimana había sido arrinconado por un sector más duro del partido único (el MRND) aglutinado en torno a su esposa Agathe (el llamado akazu), quien –a través de periódicos como Kangura y de la emisora Radio de las Mil Colinas– exacerbaban el odio contra la minoría tutsi y contra aquellas facciones hutu que no comulgaban con los dictados del Poder Hutu. Surgieron milicias armadas (los interahamwe) entrenadas para el asesinato y despiece de tutsis. Las masacres se sucedían… hasta que, fruto de la presión internacional, el Presidente firmó en Arusha un acuerdo con el FPR para la formación de un gobierno conjunto. Un destacamento de la ONU (la UNAMIR) fue enviado para vigilar la transición. Pero ésta nunca llegó a producirse, al menos tal y como fue diseñada.

El 6 de abril de 1994 el avión en el que viajaba Habyarimana fue derribado. Cuatro horas después las matanzas se habían desatado por todo el país. Listas en mano, el ejército, la policía y los interahawne –con el apoyo, en cada distrito, de las autoridades municipales y algunos líderes religiosos– iban liquidando tutsis y hutus moderados. En 100 días murieron 800.000: a un ritmo de 10.000 al día, 400 a la hora, 7 por minuto. Gourevitch nos ofrece una mirada caleidoscópica a través de las experiencias de algunos supervivientes: Odette Nyiramilimo, Bonaventure Nyibizi, Thomas Kamilindi, Paul Rusesabagina. El riesgo de ser masacrado era constante. Tras el asesinato de diez soldados belgas, el grueso de las tropas de la UNAMIR recibió órdenes de abandonar el país, ante la consternación del general Dallaire. La comunidad internacional cerró los ojos ante la situación, mientras el exterminio se iba consumando a un ritmo frenético. Tan sólo el avance del FPR puso freno a las matanzas. Los miembros del Poder Hutu, amparados por masas de hutus inocentes, hallaron acomodo en campos de concentración de países vecinos, especialmente en Zaire, donde –con el apoyo de la "Operación Turquesa" orquestada por Francia, que cubrió la retirada– recibieron el apoyo inmediato y abnegado de todo tipo de organizaciones humanitarias.

martes, 16 de junio de 2009

La verdad oculta


El libro de Philip Gourevitch, publicado en España por Ed. Debate en 2009 (aunque escrito entre 1995 y 1998) arrastra un título intolerablemente largo y expresivo: Queremos informarle de que mañana seremos asesinados con nuestras familia, título que –luego nos enteramos– no es sino el fragmento de una carta que el 15 de abril de 1994 dirigieron en Mugonero siete pastores de la iglesia adventista de esa localidad a su superior, y en la que solicitaban ayuda para ellos y su grey. No hubo resultado, y al día siguiente murieron más de 2.000 personas en Mugonero, incluidos los siete pastores firmantes y sus familias. El superior, el pastor Elizaphan Ntakirutimana, y su hijo Gerard, director del hospital, no murieron, sino que organizaron y presidieron la carnicería. Los dos, por supuesto, se hallaban próximos al Poder Hutu.

El libro de Gourevitch es uno de esos libros del que los publicistas dirían que “no te deja indiferente”. Y no sólo por los espeluznantes sucesos que en él se narran. A este respecto, el autor trata de resistirse a la máxima periodística “la sangre vende” y, aunque no elude la descripción de sucesos truculentos, intenta que tales brutalidades no aparezcan siempre en un morboso primer plano. La no-indiferencia que produce el libro de Gourevitch se debe, pues, más que a la sangre, a la magnitud del reto que se plantea el autor, y cuyo desarrollo vemos desplegarse a lo largo del libro. Lo que Gourevitch pretende es, nada más y nada menos, que pensar lo impensable, es decir, comprender el genocidio. No contento con ver desde lejos (y por cámara interpuesta) las imágenes del volcán, Gourevitch decide viajar hasta el volcán mismo. Su propósito es, repetimos, descubrir la verdad. La verdad en sentido enfático. No contentarse con recurrir una vez más al cómodo expediente de “las típicas luchas tribales africanas”, sino ahondar en la historia de lo sucedido y en el quebrado testimonio de los supervivientes.

Ahora bien, buscar la verdad en este contexto no resulta tarea fácil. Dos dificultades principales se presentan a quien lo intenta:

1.- Que las razones –siempre generales– oculten o enmascaren el horror de lo particular. Sucede que, en la medida en que tendemos a comprender las razones de ese brote de mal absoluto que fue el genocidio ruandés de 1994, poco a poco dejamos de verlo. Las razones generales nos acercan a lo malo pero, al mismo tiempo, nos alejan: hacen que lo consideremos como algo natural, es decir, ni bueno ni malo. Necesario. Conocer es despojar a lo particular de su carácter distintivo para subsumirlo en un tipo abstracto. Pero con ello perdemos gran parte de lo que intentamos comprender. Parece, pues, como si ese mal que fue el genocidio sólo se mantuviera delante de nosotros en la medida en que decidimos ignorarlo; si nos acercamos para conocerlo, se disuelve en un conjunto de explicaciones que no hacen justicia a lo que en verdad sucedió. Es ese componente “inexplicable” lo que Gourevitch, de modo paradójico, intenta explicar. Aunque, como reconoce en la p. 188, “no hay nada que explique esto”. Señala el autor hasta 18 posibles factores explicativos que van desde lo más lejano (desigualdades de la época colonial, el mito camítico y la polarización radical bajo el dominio belga) hasta lo más próximo (las matanzas de 1959, la negativa de Habyarimana a que regresaran los refugiados tutsis, el extremismo del Poder Hutu, el adiestramiento para las masacres, la indiferencia del mundo exterior) para concluir lo siguiente: “Combinen estos ingredientes y tendrán una receta tan excelente para una cultura de genocidio que es fácil decir que simplemente estaba esperando para ocurrir. Pero el aniquilamiento fue completamente gratuito”.

2.- Que las razones –siempre simples– oculten o enmascaren la complejidad de lo sucedido. Para los filósofos resulta muy fácil determinar que la verdad de “ese cuervo es negro” se determina verificando si, en realidad, ese cuervo es o no es negro. Pero, ¿qué decir de acontecimientos como el genocidio de Ruanda? Millones de personas intervinieron en él, bien como víctimas o como verdugos. Cada uno mantuvo en él un grado mayor o menor de implicación. Todos se movieron por motivos diferentes. En su toma de postura se vieron más o menos compelidos por la fuerza de las circunstancias. En esos millones de decisiones no existe, por lo tanto, ningún patrón común. ¡Sería tan fácil concluir que todos fueron igualmente responsables de lo sucedido! Sin embargo, como señala Gourevitch, “abrazar la idea de que la guerra civil era una contienda general en la que todo el mundo estaba al mismo tiempo igualmente legitimado o carente de legitimación es aliarse con la ideología del Poder Hutu del genocidio como acto de defensa propia” (p. 191). Para el autor no puede diluirse la responsabilidad en una hobessiana “guerra de todos contra todos”. Hay que fijarla. Nada de hablar de violencia “endémica o epidémica” en la que “los muertos anónimos y sus anónimos asesinos se convierten en su propio contexto” y “el horror” se transforma así “en algo absurdo” (p. 195).

Gourevitch viaja. Habla con víctimas que han sobrevivido al genocidio, así como con sus frustrados verdugos. Entrevista a políticos y militares. No espera “capturar” la verdad, pero sí “ponerse en posición” de que la verdad –de algún modo– le dé alcance. Sabe Gourevitch que quien busca la verdad con un concepto prefijado de ella nunca la encontrará: se encontrará a sí mismo y a sus prejuicios (o, como dijimos en el anterior post, con su “ideología”). El libro de Gourevitch es, pues, además de un reportaje de investigación, un ensayo de epistemología. Lo que reclama es que la verdad existe, aunque en casos como éste sea casi imposible permanecer todo el tiempo a su altura. La verdad o la falsedad no son –como postulan ciertas corrientes postmodernistas– meras interpretaciones. La verdad está ahí, el mal también. Como señala el autor: “Mientras los debates académicos sobre la posibilidad de que exista una verdad o falsedad objetivas se sofistican a menudo hasta el punto de llegar al absurdo, Ruanda demostraba que esa cuestión es una cuestión de vida o muerte” (p. 270). Estoy seguro de que quienes sufrieron el furor de los machetes estarían de acuerdo con estas palabras.

sábado, 13 de junio de 2009

Que sais-je?


Esta entrada (y las siguientes) pretenden ser –la fotografía lo delata– un homenaje a Michel de Montaigne. Verdaderamente, ¿qué sabemos? Y, sin embargo, el nervio de la reflexión se dirige a resaltar ciertos obstáculos al conocimiento (o ídolos, como los hubiera llamado Francis Bacon) que en tiempos de Montaigne ni siquiera se sospechaban. Me refiero a los derivados de nuestra lejanía de los hechos. El mundo de Montaigne era un mundo de andar por casa: para muchos terminaba justo allí donde acababan los límites de su aldea. Nuestra “aldea global”, por su parte, sólo es aldea en tanto que metáfora: el volcán que estalla al otro lado de la cámara de TV permanece tan alejado de nosotros (o de MacLuhan) como supongo que lo estará Alfa Centauro. Y, sin embargo, lo vemos ahí crepitando, y por el simple hecho de verlo (ese río de lava, esas fumarolas) lo consideramos tan arraigado en nuestra experiencia como lo está el vecino a quien saludamos junto al ascensor, ese vecino que vertió un día el agua de regar sobre nuestro toldo recién comprado. Hablamos, pues, del volcán, y emitimos juicios sobre sus espasmos, cuando lo cierto es que del volcán nada sabemos: sólo de las imágenes que de él nos ofrece un desconocido y verborreico reportero (“por fin despierta el gigante dormido”, etcétera).

Ahora bien, si ya es difícil no equivocarse con vecinos o familiares, ¿qué decir de aquello que acontece a miles de kilómetros de aquí, y que sólo conocemos a través de conductos cuya fiabilidad se nos escapa? En relación a estos eventos de “alcance mundial” (de lo del toldo fuimos testigos, ¡ya lo creo que lo fuimos!) cobran especial relevancia no los hechos en sí (pero, que sais-je?), sino los canales a través de los cuales nos llega esa papilla de acontecimientos estrictamente mediáticos. Hasta el punto de que nuestra misión –si quisiéramos establecer una misión en medio de esa terra incognita de selvática ignorancia– sería no la de verificar los hechos (tarea ímproba) sino la de comprobar la fiabilidad misma del canal por el que los hechos se nos acercan y llaman a nuestra puerta. Pero, ¿contamos con recursos para hacerlo, en medio del ajetreo de nuestra vida cotidiana, toda llena de toldos mojados y macetas inundadas? Ante dos versiones contrarias vertidas sobre un mismo hecho por dos medios de comunicación diferentes, ¿con cuál de ellas nos quedaremos? Pues no valen aquí vagas soluciones de compromiso. Entre el perro o el gato no cabe, digamos, un perrigato.

Pero ¿qué sabemos de esos canales? Normalmente damos crédito tan sólo a los que se acomodan a nuestra ideología. Ahora bien, ¿qué fiabilidad hemos de otorgar a nuestra ideología en cuanto esclarecedora de asuntos donde lo que intervienen son hechos? Y antes que nada, ¿qué cosa es esa de nuestra ideología? ¿Cómo ha llegado hasta nosotros? ¿Quién la ha construido? ¿Con qué materiales? ¿Somos autores de ella o sólo sus víctimas? Dando crédito a las noticias que se ajustan a nuestra ideología (sea esto lo que sea), contribuimos a fortalecerla, pero hacemos al mismo tiempo un flaco favor a la verdad (sea esto lo que sea).

Entre los interesados por los avatares de África, conozco a muchos que han encanecido sumidos en una blanda ideología semi-infantil en la que cualquier acontecimiento es juzgado como el fruto de una lucha entre unos malos siempre malos (aunque hayan cambiado de nombre y de aspecto) y unos buenos siempre buenos (aunque también ellos, con el tiempo, se hayan transformado). Según esta ideología el mundo se divide, sin solapamientos, en fuertes y en débiles. El débil siempre tiene razón (por definición); el fuerte nunca la tiene (por la misma causa). Ahora bien, el fuerte es valorado por lo que hace, mientras que el débil lo es por lo que no hace pero podría hacer si el mundo fuera justamente como sabemos que no es. De este modo el débil siempre se movería (si pudiera hacerlo) por las mejores razones, mientras que el fuerte –que sí se mueve– lo hace impulsado por los motivos más vituperables.
Con todo esto los portadores de esta ideología se sienten muy confortados. Amigos incondicionales de los débiles, se moverían (si pudieran) por avenidas de amor y de justicia; pero no pueden moverse: esa mala gente se lo impide. De este modo la brecha entre ricos y pobres se amplía, África se muere no sólo por falta de comida sino de reflexión, mientras los lamentos de toda esta buena gente ahogan cualquier análisis serio de los hechos. Pues, ¿a quién importan los hechos? Están tan lejos de nosotros como aquellas fumarolas y, además, ya sabemos –lo dice nuestra revista, o la solapilla de ese libro de nuestra editorial (no hace falta leerlo entero), o nuestro autor preferido– quién lleva la razón aquí y quién no la lleva. Con esto el concepto de verdad se desmorona. La verdad es sólo lo que calienta nuestro corazón: pura redundancia. Ningún texto o testimonio va a hacernos cambiar, porque o bien confirma lo que ya sabemos o bien es visto como un intento de engaño por parte de “los de siempre”, un sucio ardid al que no hay que tomar ni siquiera en consideración.

Armado con estas certidumbres (desarmado por tanta incertidumbre) me he decidido a abordar una cuestión muy concreta. Por ejemplo: ¿qué pasa con Paul Kagame? ¿Fue un liberador del pueblo ruandés, el único capaz de poner freno al genocidio de 1994, o bien es un tirano vengativo, sediento de sangre hutu y autor intelectual de nuevos genocidios (además de expoliador del coltan congolés)? Habituado a leer críticas a su figura en ciertos medios de comunicación, me impresionó el retrato que hace de él John Carlin en Heroica tierra cruel (Ed. Seix Barral, 2004): “más generoso y más sabio” que Mandela, afirma Carlin. ¿Quién es, pues, Paul Kagame? ¿Cómo saber, entre las diversas fuentes de información, cuál de ellas dice la verdad? He decidido hacer acopio de libros sobre el tema: Gourevitch, Hatzfeld, Melvern… así como desempolvar –es marca de la casa– el artículo que Kapuscinski dedica al genocidio en Ébano (“Conferencia sobre Ruanda”). En ello estoy. Si estos testimonios se contradicen, y dada mi lejanía de los hechos, ¿a quién otorgaré la razón? ¿Apelaré a mi “ideología” para confirmar lo que ya "sé" antes de ponerme a leer nada? ¿Para qué leer, entonces? Verdaderamente, ¡qué se yo!