Páginas

martes, 31 de marzo de 2009

Afropesimistas. El desilusionado ilusionado: Stephen Smith (y IV)


Dos críticas principales tengo que formular al libro de Smith, las dos de carácter –por así decir– “metodológico” (las comillas aluden únicamente a mi ignorancia y a mi temeridad):

1.- Esencialismo. ¿Cómo librarse de él? Recordemos que esta es una de las notas que, según el autor, caracterizan a la negrología. Pero, ¿no incurre también él en ese mismo defecto en muchas de sus páginas? ¿No caigo yo en él cuando, en abstracto, hablo de “África”? A este respecto: ¿quién lanzará la primera piedra? Hasta Kapuscincski, que en las líneas que anteceden a Ébano dejó escrito: “Este continente es demasiado grande para describirlo… Sólo por una convención reduccionista, por comodidad, decimos África”, luego, en el desarrollo del libro, no cesa de hacer generalizaciones. Y es que nuestro lenguaje generaliza de un modo inevitable; la profilaxis nominalista no es un movimiento primario: viene siempre después, cuando comprobamos que los conceptos no hacen justicia a una realidad que siempre se le escapa.

Pero Smith no sólo transforma a África en una esencia, sino que, muy a menudo, la convierte en un sujeto (si bien, eso sí, completamente pasivo; podríamos decir: en un sujeto “paciente”). Así, al referirse a las matanzas perpetradas en los años 90, dice que África “se suicida”; ¿no oscurece de este modo las auténticas dinámicas que conducen a unos africanos concretos a masacrar a otros africanos concretos? El término “suicidio”, al aplicarse reflexivamente al continente en su totalidad, ¿no elude el vocablo auténtico: “homicidio”, que es el que en verdad refleja lo que unos africanos cometen contra otros? Otro ejemplo: al analizar la economía africana, afirma Smith que África se autodestruye; pero, ¿no son unos africanos los que falsean las instituciones y desmantelan la economía en beneficio propio? Con una frase como “desde la independencia, África trabaja en su recolonización” (p. 37) quedan ocultos los complejos mecanismos que llevan a unos africanos a someter a sus países a una situación de dependencia que, de ser interrogados, muchos de sus compatriotas se negarían a suscribir (si se les diera la oportunidad de hacerlo a través de las urnas).

Una cosa es utilizar el término “África” o “los africanos” como un agregado estadístico: aunque ello provoque errores, consideramos tales errores como inevitables, si es que deseamos alcanzar un cierto nivel de generalidad; pero cuando África se convierte, aunque sea de un modo metafórico, en un sujeto que “se suicida”, “se autodestruye”, o “trabaja en”… entonces la esencia “África” desdibuja las fuerzas reales que dentro del continente pugnan entre sí. Y es que los peligros de la personificación son todavía más graves que los de la mera generalización. Está bien, por ejemplo, conceder a “África” su ración de culpa en la situación que “le” aqueja; pero mucho mejor sería especificar que no todos los africanos son igual de culpables: en caso contrario difuminamos las fronteras que existen entre quienes cortan manos y aquellos a quienes les son cortadas. Está claro que Smith lucha a lo largo de todo el libro contra este peligro, y que muy a menudo especifica cuáles son los actores en cada caso… pero a veces se descuida y entonces la visión que queda es la de un continente que “se” suicida (y no la de unos africanos que asesinan a otros africanos), o “se” destruye (y no la de unos gobernantes que esquilman las cajas públicas), que “trabaja” por su recolonización, etc., etc...

2.- El papel de la “superestructura”. Saco aquí del viejo arcón marxista este término hoy en desuso. Al igual que Max Weber situaba en la ética protestante (al fin y al cabo, un “constructo” espiritual) el motor primario del capitalismo (invirtiendo así la tesis marxista de que el pensamiento es una superestructura “determinada” por la infraestructura económica), Smith asienta en una construcción mental (la negrología) la causa principal de los desastres que asolan al continente. Así, en la p. 62 denuncia que el atraso que padece África se explica porque “… su civilización material, su organización social y su cultura política constituyen frenos al desarrollo… África no evoluciona porque está bloqueada por obstáculos socioculturales que sacraliza como fetiches identitarios”.

Me parece bien resaltar el factor “mental” como uno de los muchos hilos causales que arrastran el continente a la deriva. Pero ¿es correcto convertirlo en causa única o –para continuar con la jerga marxista– en causa “en última instancia” (que es la antigua causa única, aunque ahora capitidisminuida)? Creo que el gran peligro que acecha al análisis histórico (o al sociológico) es la monocausalidad, sea ésta en primera o en décimo quinta instancia. Establecer el Espíritu como causa última del devenir histórico arrastra consigo un cierto aire hegeliano que desvirtúa el análisis de otros factores etiológicos cuyo oscurecimiento puede llegar a cegarnos. Es cierto que la histeria provoca a veces parálisis. Pero una mina antipersona puede arrancarte las piernas. La negrología mata a África, pero no es, desde luego, la única responsable en ese homicidio.

Si el principal culpable del colapso africano es una construcción cultural, la solución vendría necesariamente de la mano de un cambio cultural: en suma, de la educación. En algunas declaraciones realizadas tras la publicación del libro, aboga Smith por esta panacea. Y es por esto, por esa fe que deposita el autor en el valor taumatúrgico de una “conversión” espiritual, de una especie de metanoia a nivel de todo un continente, por lo que me atrevo a calificarlo de “desilusionado ilusionado”. La realidad le desilusiona, sí. Pero como esta realidad coja no es sino el resultado de un mal pensamiento, basta con cambiar éste para que la realidad se transforme con él. ¿No es ésta una perspectiva ilusionante? El pensamiento cura, decía Freud. Hasta la histérica más recalcitrante recupera la movilidad de su pierna si piensa lo suficiente como para desatar el trauma que convierte sus músculos en un nudo.

viernes, 27 de marzo de 2009

Afropesimistas. El desilusionado ilusionado: Stephen Smith (III)












El presente libro contiene, en mi opinión, tres ingredientes altamente recomendables (dejaré para el siguiente post aquellos que no me lo parecen tanto):

1.- En primer lugar: la franqueza con el que está escrito, el intento sostenido por parte del autor de no incurrir en esa brumosa estupidez, tan contemporánea, que llamamos “corrección política”. Parece increíble que señalemos esto como una virtud digna de ser tomada en consideración, pero es así. Y es que nos hallamos frente a un tema en el que nuestro sentido de culpa transforma la objetividad en una meta casi inalcanzable. Respecto a África, tendemos siempre a decir aquello que debe decirse, nunca lo que de verdad pensamos. Pues tememos que, de hacerlo, seamos acusados de racistas, de neocolonialistas, qué sé yo…., de fascistas incluso (etiqueta que lo mismo sirve para un roto que para un desconocido). “La negación de las realidades, en provecho de una postura moral o política” –señala el autor– “explica ese medio siglo de ceguera respecto a África, todas esas cosas nunca dichas que minan la relación –sobresaturada de melanina– entre negros y blancos” (p. 39). Ahora bien, esta especie de puritanismo bonachón, este piadoso sentimentalismo, esta blandengue y fácil y lloriqueante solidaridad con los “pobres negritos”, pueden resultar altamente letales. Con esta frase concluye Smith su libro: “Los negrólogos son peores que la negrología: África se muere de un suicidio asistido” (p. 236). Como sentencia en una
entrevista que le hizo L´Express en noviembre de 2003: “Hay que amar a África sin piedad”. Afirmar esto constituye ya todo un logro.

2.- Responsabilidad compartida. Es una consecuencia de lo anterior. No hay duda de que Occidente fue y sigue siendo responsable en parte de la calamitosa situación en la que se encuentra hoy África. ¡Pero no es el único culpable! Ha llegado ya la hora de calibrar la cuota de responsabilidad que a los africanos les toca en el mantenimiento de esta situación. No hay duda de que nos movemos aquí sobre la cuerda floja del racismo (de atribuir a una “esencia” africana lo que no es sino fruto aleatorio de una determinada configuración histórica), y tengo la impresión de que en algunos momentos el propio Smith cae de esa cuerda (como cuando afirma que, de sustituir la población nigeriana por la japonesa, todos los problemas del “gigante del África negra” quedarían resueltos). Pero, ¿no encierra la postura contraria (culpabilizar de todo al hombre blanco) un racismo todavía más refinado? ¿No infantilizamos de este modo a los africanos hasta el punto de negarles incluso su capacidad para infligirse daño a sí mismos? En cualquier caso, creo que frente al omnipresente complejo de culpa occidental, esta distribución de responsabilidades resulta altamente saludable. Cuando los guerrilleros de Sierra Leona amputaban los brazos de sus prisioneros (“mangas cortas” a la altura del codo, “mangas largas” a la altura de las axilas), ¿resulta serio sostener que en realidad era Occidente quien, desde lejos, movía los hilos, como si esos asesinos fueran meras marionetas?

Algunas citas de Smith a este respecto: “la explotación de africanos por otros africanos es una realidad considerada tabú” (p. 71). Achaca a la izquierda francesa el no querer ver “el fracaso de los estados descolonizados y, sobre todo, las razones endógenas del desastroso balance” (p. 90). La palabra “suicidio” aparece reiteradas veces a lo largo del texto: “África se ha automutilado, se ha abandonado al último chantaje del débil: el suicidio” (p. 128). En la Introducción escribe: “¿Por qué se muere África? En buena parte porque se suicida. Es como si los pasajeros a bordo de una piragua a merced de la tormenta en un mar embravecido por la globalización, en vez de remar para alcanzar tierra firme, se empecinaran en agujerear el casco de su frágil esquife” (p. 27).

3.- La voz de los africanos. Smith cede la voz a los africanos. Tal vez se trate tan sólo de una estrategia para no parecer racista, para mostrar que lo que dice no es fruto del prejuicio sino que está avalado por el testimonio de sus protagonistas. En su libro de 1991, Axelle Kabou escribió de sus “hermanos” y “hermanas” del continente que son “los únicos en el mundo que creen que de su desarrollo pueden encargarse los demás”; de los gobiernos africanos dijo que estaban “más ocupados en reclamar derechos elementales a Occidente que en concedérselos a sus propios ciudadanos” (p. 41). En 2002 Jean-Paul Ngoupandé criticó “la vacuidad del discurso de la victimización que, lejos de atraernos cierta piedad, nos infantiliza y nos desacredita aún más” (p. 42). Unos años antes, en 1968, un joven de Malí llamado Yambo Ouloguem, atacó la “negrofilia filistea”, esa “simpatía” asesina de todos los “amigos de África” que dicen “amar el continente, pase lo que pase, que exaltan su vitalidad en el momento mismo en que sus habitantes mueren en masa” (p. 43). Tras un accidente de avión provocado por pura negligencia de los responsables locales, y en el que fallecieron numerosos pasajeros, el arzobispo de Kinshasa, cardenal Etsou, clamó: “¿Qué habríamos dicho si ese avión hubiera sido alcanzado por el fuego enemigo? En esta ocasión no nos ha atacado ningún enemigo. Hemos sido nosotros mismos quienes por nuestra complacencia, por nuestra codicia, por nuestra despreocupación, por nuestra irresponsabilidad, sí, hemos sido nosotros quienes nos hemos erigido en nuestros propios enemigos” (p. 33).

jueves, 26 de marzo de 2009

Afropesimistas. El desilusionado ilusionado: Stephen Smith (II)


A lo largo de los diez capítulos de que consta el libro, el autor pasa revista a aquellos aspectos de la realidad africana donde la negrología (o sus efectos “colaterales”: el victimismo por el robo secular del alma propia, así como esa pasividad que se contenta con aguardar a que el ladrón reintegre hasta el último céntimo) se ha dejado notar durante estos años. Mencionaremos algunos.

1.- Población. Realiza Smith un repaso de los tres grandes desastres demográficos que han asolado el continente durante los cinco últimos siglos: la esclavitud, la colonización y el sida. A este respecto, ya lo adelantamos en el último post, subraya la nefasta labor llevada a cabo por Mbeki y su tozuda insistencia en la especificad africana de la enfermedad, lo que cerró las puertas durante años a los medicamentos adecuados y provocó una mortalidad de enormes dimensiones.

2.- Economía. En el repaso que realiza el autor a los distintos sectores de la economía africana, menciona algunos de los destrozos causados en ella por la negrología. Por ejemplo, la política de “ruralización” coercitiva llevada a cabo en Tanzania por el ideal ujamaa ("comunitario") de Julios Nyerere a finales de los 60; o las consecuencias del “tribalismo” (esa especie de quintaesencia de la negrología), que induce a las élites africanas a repartir el “pastel” de la riqueza patria entre familiares y miembros de la misma etnia. Todo ello ha conducido al “repliegue en una economía de renta y la explotación de los recursos naturales, sin preocuparse del valor añadido por el hombre” (p. 64).

3.- Estado. El Estado africano es –por hacer uso de la célebre expresión del rey Juan Carlos– un “desastre sin paliativos”. También la negrología tiene mucho que ver con esto. Un ejemplo: ante la situación del gobierno gabonés, en el que todos los cargos de máxima responsabilidad (y de mayores ingresos) son desempeñados por familiares o miembros de la etnia del presidente Omar Bongo, un periodista afín escribió: “Según nuestros usos y costumbres, no dar un trato de privilegio a los suyos equivale a negar sus propios valores” (pp. 153-154). O sea, que el nepotismo forma parte –al parecer– del “alma africana”.

4.- Relaciones exteriores. Tras el final de la Guerra Fría y la retirada de las potencias occidentales de su “zona de influencia”, África se ha consumido en una violencia sin precedentes. La negrología, presa del síndrome de victimización, culpa de todo ello a Occidente, sin que el fuego de la indignación arda –señala Smith– “para criminalizar a muchos estados del continente, el tráfico de armas, de drogas o de seres humanos sin ninguna conexión blanca, el intervencionismo militar de las nuevas potencias regionales como Ruanda, Angola o Nigeria, las guerras no convencionales, la violencia ejercida contra la oposición, o las matanzas de africanos a manos de otros africanos” (p. 111).

5.- Ejército. En el capítulo “En el paraíso de la crueldad” traza el autor un relato pormenorizado de las últimas guerras africanas. Al referirse al genocidio ruandés, señala Smith que –aunque sería un error explicar tal desastre en términos étnicos– no hay duda de que sus instigadores se sirvieron de esa demagogia para “arrastrar a su comunidad en su propio beneficio” (p. 137).

6.- Etnicidad. No sólo es el origen de la “patrimonialización” del Estado africano sino que explica gran parte de la cobertura ideológica de quienes detentan ilegítimamente el poder. Es el caso, por ejemplo, de la República Centroafricana, en donde no se apeló al lenguaje étnico “hasta el momento en que hubo que dar sentido a la monopolización del poder y de sus prebendas por parte del entorno del general presidente André Kolingba” (p. 161). Respecto a la “nueva” Sudáfrica, señala Smith que la utilización política del hecho étnico es una forma harto peligrosa de “mencionar la soga en casa del ahorcado” (p. 226).

7.- Democracia. Afirma Smith que “la democracia no tiene en la actualidad base en el continente negro. Pretender lo contrario equivaldría a sostener que la democracia no es una cultura vinculada a una historia y a unas condiciones, sino un kit constitucional del que, con el manual de instrucciones en la mano, cualquier sociedad puede disponer, por encargo, si es preciso” (p. 195). Al convocar por radio a sus conciudadanos para que acudieran a las urnas, Kolingba dijo sin tapujos: “Los que nos dan el dinero nos piden que practiquemos la democracia” (p. 197).

Parece, pues, que la secuencia es la siguiente: la negrología alimenta a (y se nutre de) la etnicidad, y ésta, a su vez, –en una reacción en cadena– al resto de los desastres que asolan el continente: “debilidad institucional” (un eufemismo para referirse a la corrupción), guerras, hambrunas, muertes por sida, farsas electorales, etc… Para completar el síndrome hay que añadir sus “efectos colaterales”: el victimismo y la pasividad. Un cóctel letal.



domingo, 22 de marzo de 2009

Afropesimistas. El desilusionado ilusionado: Stephen Smith (I)




Négrologie, del periodista y analista político Stephen Smith, fue publicado originalmente en 2003 (la edición española, a cargo de la Editorial Debate, es de 2006). Desde el momento mismo de su aparición este libro ha generado una enorme polémica en la opinión pública del país vecino: muchos ven en él una especie de “banderín de enganche” de ese afropesimismo que –según crítica aparecida en la revista Tiers Monde– “mata la esperanza y predica la condenación del hombre negro” (como se recoge en el “Prólogo a la Edición Española”, p. 16).

El libro se articula sobre la idea que da título al mismo: la existencia de una especie de síndrome (por usar un término procedente de la Medicina) al que el autor denomina “negrología” y que se ceba sobre el cuerpo entero del continente africano. Esa enfermedad, la negrología, despierta en quienes la sufren la extraña creencia de que cuentan con un alma propia sustentada en un rasgo tan arbitrario como es el color de su piel. Según Smith esto representa una especie de racismo invertido: los africanos asumen los estereotipos que durante siglos proyectaron sobre ellos los europeos, si bien alterando su signo valorativo. Lo que antes era causa de vergüenza, lo es ahora de orgullo. Para el autor esta falsa identidad actúa como un lastre sobre aquellos que la esgrimen: en tanto los africanos no perciban su carácter de mera “construcción”, esa especie de “fantasma” les conducirá a actuar de un modo erróneo, lo que impedirá el desarrollo del continente y arrastrará a sus moradores a una especie de “suicidio colectivo”.

El rasgo más destacado de la negrología es su esencialismo (que, no sin gracejo, el autor califica de “pigmentario”). En efecto, la negritud representa una esencia inamovible de la que sus protagonistas se han visto, sin embargo, temporalmente despojados, pero a la que regresan ahora (tras el éxodo colonizador) en virtud de ese “renacimiento” del que habla, por ejemplo, el ex presidente sudafricano Thabo Mbeki. Como toda “esencia” metafísica, la negritud no está sujeta a cambio alguno, por lo que muestra ahora exactamente el mismo rostro que ofrecía antes de la llegada del hombre blanco. El pasado define así el presente, y el presente es la plasmación de un pasado mítico que, como todo mito, ofrece el siguiente rasgo: que no existe, pero que a algunos (sus beneficiarios) interesa en grado sumo que exista de verdad. Recomiendo a este respecto la lectura del “Prefacio” al libro de R.W. Johnson Historia de Sudáfrica (también en la editorial Debate), en donde se narran los desastres que este racismo reactivo provoca en los Departamentos de Historia de las universidades sudafricanas.

Este forzado alejamiento temporal de su verdadera esencia trae aparejado consigo un sentimiento agudo de victimismo. Desde esta perspectiva, las causas de todos los males que aquejan hoy a los negros hay que buscarlas siempre en el mismo lugar: en ese turbio pasado donde los blancos trazaban mapas caprichosos que plasmaban luego en la realidad con ráfagas de metralleta. La historia del continente, desde ese “pecado original” que fue la esclavitud transatlántica, no constituye sino “una sucesión de crímenes perpetrados contra sus habitantes, un ciclo espasmódico de sufrimientos sin tregua y sin responsabilidad por su parte” (p. 99). Según Smith el africano, por obra y gracia del colonialismo, queda convertido en una víctima “momificada” a la “que hay que guardar en el museo de la historia” (p. 102). De este modo, por ejemplo, el pésimo funcionamiento de las administraciones públicas es achacado a la “herencia colonial” (y no a la ineptitud y nula productividad de muchos de sus funcionarios); las guerras son siempre provocadas por la avaricia de los blancos, sin que la voluntad de los warlords intervenga en ellas por parte alguna. En suma: todo mal presente encuentra su explicación en un mal pasado del que los africanos sólo son víctimas pasivas.

Esta pasividad –que no es sino la otra cara del victimismo– trae consigo esta extraña consecuencia: los blancos son los culpables de todo, sí, pero es a ellos a quienes corresponde el rescate del continente. En el caso extremo de la ayuda humanitaria ésta es concebida, según Smith, “como un deber, como reparación de un pasado de horrores, la sacralización de una identidad intocable, la postración bajo un toldo de plástico, con una ración de alimento a horas fijas y prohibición de ir y venir, de trabajar, de hacer frente a su destino” (p. 126). Para recuperar el alma robada por el blanco, el negro ha de limitarse a aguardar a que el agresor restañe las heridas de su cuerpo, donde el alma purificada encontrará por fin su refugio. Pero nada más le cabe hacer a ese respecto, pues por definición su responsabilidad en el caso es nula. Una
noticia de ayer mismo nos ofrece una ilustración significativa: Mugabe pide 5000 millones de dólares (a países blancos) para rescatar la economía del país, como si nada tuviera que ver él en el desalojo de miles de granjeros (blancos) que es la causa principal de este desastre.

Smith sitúa el origen de este falso espejo que es la “negrología” en la labor desplegada en los años 30 por intelectuales de la talla de Aimé Césaire o Léopold S. Senghor, creadores ambos del concepto de “negritud”. Dicho trabajo alimentó en parte el proceso descolonizador, pero ya en los primeros compases de éste mutó en otro concepto gemelo: el de la “africanidad”, esgrimido por ejemplo por Kwame Nkrumah; según Smith se trataba éste de un concepto que “postulaba una comunidad de cultura y de civilización cuyo signo de reconocimiento era la misma pigmentación de la piel” (p. 104). Más tarde Mobutu llenó sus cuentas corrientes mediante una llamada a la “autenticité”. Y actualmente, con el “renacimiento africano” de un Mbeki, se llega a extremos verdaderamente calamitosos. Defendiendo “la especificidad africana” del sida, Mbeki ha prohibido la entrada de los antirretrovirales en su país, lo que ha provocado que la incidencia de esta enfermedad en Sudáfrica alcance al día de hoy una tasa del 30% entre adultos. Ahora comenzamos a entender por fin el subtítulo del libro que estamos reseñando: “Por qué muere África”.

miércoles, 11 de marzo de 2009

Afropesimistas. El ilusionado desilusionado: Paul Theroux (y IV)


La postura que en el post anterior califiqué de “roussoniana” deriva, creo, de ese intenso (y, al parecer, indeleble) sentimiento de culpa que muchos europeos experimentan por su pasado colonial. Este punto de vista sostiene que la actuación de las antiguas metrópolis en África fue básicamente destructiva, y que recayó sobre un continente (dibujado con tintes virginales) que fue violado una y otra vez por soldados, comerciantes y misioneros. Con esto se silencian los aspectos menos amables de un África precolonial que no vivió sumida siempre en una sosegada edad de oro; y, al tiempo, se cargan las tintas sobre las maldades cometidas por los europeos. No moveré un dedo para justificar ninguna de estas tropelías, perpetradas además en nombre de unos ideales que fueron constantemente traicionados. Tan sólo quiero señalar un hecho que a veces se nos olvida: el colonialismo no nació con la Conferencia de Berlín. Prácticamente todos los pueblos del mundo a lo largo de todas las épocas han sido sus víctimas o sus verdugos. Lo que sí resulta radicalmente nuevo es el sesgo universalista que durante siglos fue adquiriendo la ética europea (plasmada a finales del siglo XVIII en la Declaración de los Derechos del Hombre), y que década tras década fue minando –hasta hacerla caer– la cruda práctica del dominio colonial. Europa ha sido la primera civilización que se ha sentido culpable por ese dominio y que ha intentado ponerle freno. Es más, las armas ideológicas de las que se sirvieron los africanos en su lucha contra los europeos –tal vez algo remisos a la hora de accionar el susodicho freno– les fueron proporcionadas por los mismos europeos. L`Ouverture fue sólo el primero en resaltar la enorme distancia que separaba la igualdad proclamada en las declaraciones de derechos del trallazo de los látigos en los ingenios azucareros.

La otra postura, la que califiqué de “ilustrada” (las comillas son un homenaje a los Adorno & Horkheimer de Dialéctica del Iluminismo), supone –según algunos– una prolongación de la vieja cantinela colonialista (todavía “desenfrenada”) según la cual el africano es un bárbaro y un perezoso que necesita a toda costa ser “rescatado” de su pueril (y brutal) condición. Aquí el concepto dieciochesco de “progreso” juega un papel esencial. Los europeos –que en esta película aparecen como seres abnegados y llenos siempre de buenas intenciones– tratan por todos los medios de “elevar” a esos caníbales a la altura de la verdadera (y única) civilización. Aunque sea a costa de quebrarles el espinazo. El “desarrollo” es la última versión de lo que en un principio fue llamado sin ambages “civilización cristiana” y, algo más tarde, “progreso”.

En la primera película se enfrentan blancos malos contra negros buenos; en la segunda, los blancos son los buenos y los negros (que golpean amenazantes su tam-tam) son los malos. En ambos guiones Theroux se reserva para sí el papel de bueno. A veces es un blanco bueno que lucha contra esos otros blancos malos (¿confederados?) que, subidos a sus land-rovers, intentan aniquilar a los negros a base de regalos que corrompen sus almas y desvirtúan su verdadera naturaleza (que, como bien sabía Senghor, tiene color negro). Otras veces es un blanco bueno que se enfada con esos negros zafios y corruptos, sempiternos pedigüeños e incurables perezosos cuya alma (que no es negra, sino que tan sólo está ennegrecida por la ignorancia) hay que sacar como sea del “corazón de las tinieblas”. Pero, ¿cómo hacerlo, si estos salvajes dejan que los techos de sus escuelas se caigan a pedazos y, cuando ven la ocasión, salen disparados hacia Europa con el nefando deseo de ganar unos sueldos astronómicos e indecentes (al menos según estándares africanos)?

A lo largo del libro Theroux se desliza de una postura a la otra, incurriendo a cada paso en flagrantes contradicciones. ¿Acaso se lo podemos reprochar? Ya dijimos que las relaciones de un narrador con la verdad son complejas. El escritor está habituado a trabajar no sólo con el cerebro, sino con todo el cuerpo. A su mesa están invitadas las pasiones, al mismo tiempo que las buenas razones; pero unas y otras no dan lugar siempre a un conjunto armónico. Como libro de viajes me parece que El safari de la estrella negra es un libro interesante y, en muchas de sus páginas, francamente ameno; como ensayo, deja bastante que desear. Además, resulta difícil eludir la impresión de que en sus páginas Theroux trata de ajustar cuentas con su propio pasado. Se burla del idealismo de su juventud desde la realidad de un presente que para nada ha seguido el curso que le marcaban aquellos ideales. Muchas veces no sabemos si está enfadado con los africanos o consigo mismo. Si es África lo que le duele (por parafrasear a Unamuno) o son sus vísceras. Al final, en la penúltima página, creemos descubrir la clave. Al parecer en su viaje de vuelta comió en Addis Abeba algo que le sentó mal, lo que le hizo arrastrar una infección durante todo el tiempo que tardó en escribir el libro. Durante esos meses, dice, “he tenido el recuerdo permanente de los parásitos en mi interior a través de los movimientos y gorjeos gaseosos estomacales, como si tuviera África removiéndose dentro de mí”. ¡Ahora comenzamos a descubrir las razones de este afropesimista contumaz!

(No creo que todo autor de ficción tenga por qué incurrir en contradicciones cuando aborda el tema del colonialismo. Recomiendo al respecto el breve y jugoso ensayo de Orwell Shooting an Elephant –recogido en el volumen editado por Turner: Matar a un elefante y otros escritos–. El joven Orwell –policía imperial con destino en Birmania– odia el colonialismo. Su piedad hacia los nativos no le lleva, sin embargo, a buscar en ellos una “esencia” propia más o menos “coloured”. Los trata simplemente como a seres humanos. No ve en ellos ni “buenos salvajes” ni bestias precivilizadas. Quizás sea este el único modo de lidiar con esa clase de afropesimismo que se nutre a partes iguales de jirones de fantasmas y guiones baratos).

domingo, 8 de marzo de 2009

Afropesimistas. El ilusionado desilusionado: Paul Theroux (III)



Creo que en el libro de Theroux coexisten dos líneas argumentales contradictorias:

1.- La primera ya la hemos visto. La califico de “roussoniana” porque, de algún modo, parte del postulado de la inocencia intrínseca de los africanos y de la perniciosa influencia ejercida sobre ellos por la civilización occidental (instrumentada a través de la ayuda de los donantes y de sus ejecutores nativos: los gobiernos autócratas). Si pudiéramos despojar al africano de esa costra de “desarrollo” con la que hemos intentado recubrirlo, nos toparíamos de bruces con la figura adánica del “buen salvaje”, ni más ni menos. Fracasada su occidentalización, Theroux observa con regocijo cómo los africanos retornan al “mundo idílico” (una especie de precivilizada edad de oro) de la agricultura de subsistencia. Así, en la página 300: “Salvadles, decían los representantes de la virtud de esas personas; sin embargo, los agricultores se habían salvado por sí solos. La agricultura de subsistencia ya no me parecía algo triste… Resultaba obvio que los habitantes de la aldea contaban con las herramientas para sobrevivir y, quizá, prevalecer”. Shire abajo, Theroux se siente un Huckleberry Finn cualquiera en medio de lugareños felices y alejados de la influencia dañina de land-rovers blancos y gobiernos corruptos: “Estaba contento. Las aldeas de la ribera tenían mal aspecto pero eran autosuficientes. El gobierno no les ayudaba ni tampoco se inmiscuía”. A veces el turista Theroux se encuentra muy a gusto en medio de los fracasos del subdesarrollo: “Me daba igual. Me sentía comprensivo y paciente porque estaba donde quería estar. Todo aquello, la oscuridad, la carretera vacía, el mercado descontrolado, la basura podrida, el humo, los harapos y los hedores, en lugar de asustarme me tranquilizaba” (p. 312; habría que ver la evolución de ese ánimo comprensivo si tales harapos constituyeran su único horizonte vital). En la página 254 descubrimos que, frente a toda apariencia, si los africanos se regodean en su pobreza, es porque en realidad son felices así, mucho más de lo que somos nosotros: “La personas de fuera ven África como un continente retrasado: las economías en suspenso, las sociedades en el aire, la política y los derechos humanos en un compás de espera… Mientras transcurría el tiempo africano conjeturé que el ritmo de los países occidentales era de locos, que la velocidad de la tecnología moderna no lograba nada y que, como África seguía su propio camino, a su ritmo y por motivos propios, era un refugio y un lugar de reposo, el último lugar al que marcharse”.

2.- La otra visión, opuesta a la anterior, la calificaré de “ilustrada”. Según ella las desgracias de África se deben a que sus habitantes no se han dejado modelar lo suficiente por la civilización occidental. Desde que se fueron los colonos (y los bien intencionados miembros del “Cuerpo de Paz”, del que el propio Theroux formaba parte), todo ha ido de mal en peor, y eso debido a la incapacidad intrínseca de los africanos para subirse al tren del desarrollo. “Una de las revelaciones de mi viaje tuvo lugar cuando me percaté de que allá donde había habido cambios en el estilo de vida de la parte de África que yo conocía, el cambio había sido para peor” (p. 465). “En una época anterior, los años sesenta, por ejemplo, un período que yo podía corroborar, un viaje a Nakuru y Kericho y Kisumu… habría sido un paseo por el campo. Carreteras estrechas, casi sin tráfico, africanos en bicicletas, el ganado pastando en las laderas de las colinas… Una tierra verde y vacía bajo el vasto cielo. El monte escasamente poblado era ahora populoso y claramente feo” (p. 216). “En 1965 ya había pasado por allí y me había parecido muy similar. ¿Qué había cambiado? Ahora había un mercado improvisado, las mujeres se sentaban en cuclillas junto a la carretera. Había una gasolinera, pero estaba abandonada… Lo que habían sido cabañas de adobe ahora eran casuchas hechas con trozos de madera. Los jóvenes iban en harapos y eran insolentes. Los adultos no hacían nada y mataban el tiempo hablando en la calle” (p. 297). Theroux se siente desmoralizado por esa extraña (y molesta) obstinación que sienten los africanos por pedir siempre limosna: “Todo el mundo pedía; dondequiera que fuera desde El Cairo hasta Ciudad del Cabo, la gente –los niños sobre todo– extendía la mano: Siñor…”. Y es que estos nativos son unos perezosos a quienes no les gusta trabajar: prefieren que lo hagan los cooperantes: “En África no faltaban personas cualificadas para enseñar o curar, incluso en países tan pobres como Malawi. Pero lo que brillaba por su ausencia era la voluntad de poner en práctica estos conocimientos” (p. 330). Theroux se mofa del nombre que los mozambiqueños han dado a una plaza en Maputo: “Praça dos Trabalhadores”; nombre que, según él, no constituye “sino otra ironía africana, con hombres ociosos y haraganes por doquier” (p. 462). En realidad los africanos son unos salvajes (no unos “buenos salvajes”) y por más que Europa se haya esforzado en “elevarlos” al nivel de la verdadera civilización, nada se puede esperar de ellos. Al menos eso se desprende de las palabras que le dice un invitado en la fiesta de El Cairo: “El colonialismo no ha hecho más que ralentizar un proceso que era inevitable –me explicó, en un alarde de confianza–. Estos países son como el África de hace cientos de años. Era una forma disimulada y cruel de decir que los africanos estaban volviendo al salvajismo. Pero en cierto sentido lo que decía era cierto.” (p. 30).

En el siguiente post indagaré acerca del origen de estas posiciones contradictorias (en absoluto privativas de Theroux), y formularé una crítica perfectamente ad hominem según la cual la nostalgia que siente el autor hacia el África recién escapada de la colonización tiende a confundirse con la añoranza por su propia juventud perdida.

viernes, 6 de marzo de 2009

Afropesimistas. El ilusionado desilusionado: Paul Theroux (II)


La tesis básica con la que nos martillea el autor a lo largo de todo el libro es que la ayuda internacional, unida a la deletérea actuación de unos gobiernos corruptos, han hecho de África una realidad mucho peor que la que surgió al término de la descolonización.

1.- En cuanto a la crítica a la ayuda internacional al desarrollo no se halla Theroux, desde luego, solo. La “fatiga de la cooperación” –de la que se hace eco, por ejemplo, William Easterly en su En busca del crecimiento (libro que comentaremos aquí) y en su, todavía no traducido, White´s Man Burden– es un tópico bastante discutido en los últimos años. El argumento básico de los “fatigados” es que la ayuda crea dependencia y anula toda iniciativa por parte de sus receptores (en este caso, los africanos) para salir de la situación en la que se hallan (en este caso, el subdesarrollo). Es un argumento muy semejante al que neoliberales como George Gilder o Nathan Glazer utilizan para achacar a las políticas redistribuidoras del Estado del bienestar el mantenimiento de la pobreza (en frase memorable de Glazer: “Nuestros esfuerzos por enfrentarnos a la miseria acrecientan ellos mismos la miseria”). Theroux traspasa al ámbito internacional el esquema básico de esta filosofía. Dividiremos sus críticas en dos apartados:

a) “Efectos no deseados” de la ayuda internacional. Página 78: “Basta con nombrar un problema africano y seguro que hay alguna agencia u organización benéfica para abordarlo, pero eso no significa que se le encuentre solución. Las organizaciones benéficas y los programas de ayuda parecen convertir los problemas africanos en condiciones permanentes, más graves y complicadas”. Página 217: “Me planteé… por qué los africanos no participaban en su propia ayuda... Toda una bibliografía de libros respetables describe la inutilidad en el mejor de los casos y, en el peor, el daño grave que provocan las agencias de cooperación”. Página 205: “Los… representantes de la virtud que asistían a cenas tenían en mente prácticamente lo mismo que sus homólogos de la década de 1960… No se daban cuenta de que la gente llevaba cuarenta años diciendo lo mismo y que el resultado después de cuatro décadas era un nivel de vida inferior, un índice mayor de analfabetismo, superpoblación y muchas más enfermedades”. En la página 181 un director de escuela afirma: “Los agricultores kenianos están desmoralizados porque el gobierno no los apoya. Al gobierno no le importan los cultivos autóctonos… ¿Por qué iba a importarle? Reciben dinero del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional, y de América, y de Alemania, y de todos los demás”. Página 325: “Comencé a vislumbrar la inutilidad de las organizaciones benéficas en África. Si bien se alimentaban las mejores intenciones, el peor aspecto es que no resultaban inspiradoras. Los extranjeros llevaban tanto tiempo ayudando, y estaban tan arraigados, que los africanos ya no mostraban interés alguno, si es que alguna vez lo habían mostrado, por realizar un trabajo similar”. Página 352: “Le bosquejé la teoría de que algunos gobiernos africanos dependían del subdesarrollo para subsistir… Necesitaban la pobreza para obtener la cooperación internacional, necesitaban ignorancia y a ciudadanos sin estudios y pasivos para permanecer en el poder durante décadas… Era un herejía decir algo así, pero esa era mi opinión”.
Todo el libro, en fin, está salpicado por referencias de este tipo. En las pp. 180-181 estas críticas adquieren resonancias de puro (y duro) darwinismo social. Al discutir con unas cooperantes que iban a cometer el terrible delito de supervisar una comida para niños, el indignado Theroux afirma: “Fiona y Rachel tenían buen corazón y se tomaban su misión en serio. Pero me fascinaba que a fin de alimentar a esos niños… tuvieran que enfrentarse a los padres, quienes querían (¿y quién podía culparles?) arrebatar la comida de la boca de sus hijos”. Por si hubiera quedado alguna duda: “Es decir, selección natural. Por eso los samburu eran tan duros. Los más fuertes sobrevivían, los niños débiles morían”.

b) Maldades de los cooperantes. Como escritor (y no como científico social), Theroux no se muerde la lengua a la hora de criticar a los propios cooperantes, a los que se refiere con una ironía algo gruesa como “representantes de la virtud”. Casi siempre aparecen, por cierto, subidos en distantes land-rovers blancos. Pondré sólo un par de ejemplos, para no extenderme mucho: “Justo entonces pasó un Land-Rover blanco. El vehículo lucía en la puerta un eslogan idealista, relacionado con el hambre en África; había dos faranyis en el interior.
– ¿Me podrías llevar al otro lado de la frontera?
– Esto no es un taxi –repuso el primer hombre; su acento era del sudoeste de Inglaterra.
– Estoy buscando un lugar donde alojarme al otro lado.
– No tenemos ningún hostal – dijo el otro; londinense.
Se marcharon y me dejaron junto a la carretera. Eso sería bastante representativo de mi experiencia con los cooperantes en el África rural: en general eran mojigatos zafios, torpes; les encantaba dramatizar su situación y, a menudo, eran unos completos capullos” (p. 168). Páginas 301-302: “Había muchos cooperantes, de expresión recelosa, que siempre iban en pareja, como los sectarios y los mormones, sin compartir nada. Parecían representar una nueva variedad de clero, pero eran personas muy circunspectas, evasivas y reservadas, como la mayoría de los asistentes sociales burocráticos y, en cierto modo, lo eran, o gruñían o se mantenían en silencio”. En la página 323 se describe, ¡al fin!, el interior de uno de esos famosos land-rovers blancos: “Los africanos solían conducir los vehículos mientras que los blancos iban de pasajeros en unos asientos que parecían ministeriales. Tenían reproductores de discos compactos que solían poner a todo volumen”. En general se trata de observaciones un tanto burdas. Los cooperantes son seres soberbios y asustadizos que viajan blindados en el interior de sus vehículos y quiebran la voluntad de los africanos con sus proyectos absurdos, mientras que Theroux va siempre a pecho descubierto por los caminos menos transitados, tratando de captar el alma auténtica de aquellos con quienes comparte pinchazos en las carreteras.

2.- Gobiernos y administración corruptos. Página 200 (en relación a Kenia): “Gran parte del dinero extranjero se entregaba al gobierno y la mayoría acababa en los bolsillos de los políticos, algunos de los cuales fueron asesinados. Es casi imposible exagerar la magnitud de la corrupción de los políticos africanos”. Página 236 (elecciones en Uganda): “Estas elecciones se celebran principalmente para impresionar a los países donantes, para demostrar que hacemos lo correcto. Pero fueron unas elecciones manipuladas y a los votantes no nos impresionan” (puesto en boca de un taxista). El desastre de la burocracia es otro leit-motiv: “”Todos los que hacían cola se topaban con los mismos obstáculos en la oficina de planta abierta con veinte empleados: apatía, luego grosería y, para acabar, hostilidad” (p. 285). Las corruptelas en los pasos fronterizos se suceden. Lo primera decisión que se le ocurre al segundo presidente de Malawi, el señor Muluzi, es la de “estampar su poco agraciado rostro en la moneda nacional, el perfil regordete en las monedas y la cara completa en los billetes" (página 310).

Etcétera.


domingo, 1 de marzo de 2009

Afropesimistas. El ilusionado desilusionado: Paul Theroux (I)



El safari de la estrella negra (editado en España por "Ediciones B") es un libro de viajes publicado originalmente por Paul Theroux en el año 2002. El libro narra las andanzas de su autor por el interior del continente africano, en un recorrido que –haciendo realidad los viejos sueños de Rhodes, aunque en sentido inverso– le conduce desde El Cairo hasta Ciudad del Cabo. Las distintas etapas del viaje son: Egipto, Sudán, Etiopía, Kenia, Uganda, Tanzania, Malawi, Mozambique, Zimbabwe y Sudáfrica. Como en otros libros de viajes, se acumulan aquí descripciones paisajísticas, dibujos de personajes, intermezzos líricos, evocaciones históricas, así como reflexiones de varia lección, hilvanado todo con el relato moroso de las peripecias (a menudo triviales) que el autor protagoniza por el camino y en las que –y esta parece ser ya una marca de género– aparece casi siempre algún suceso violento que actúa como climax (en este caso un tiroteo).

Nos centraremos, por supuesto, en el análisis de aquellas reflexiones del autor que nos inducen a calificarle como “afropesimista”. Sin embargo, no debemos olvidar al valorar dichos pensamientos el contexto en el que estos aparecen (un libro de viajes) y la persona que los pone de manifiesto (un novelista). Que estamos ante la obra de un narrador (y no de un estudioso más o menos objetivo de la realidad africana) se muestra en todas y cada una de sus líneas, en las que el peso de la primera persona (con todas sus fobias y filias puestas francamente al descubierto) arrastra tras de sí casi todo lo que se escribe. Pero es que la estructura misma del libro muestra su carácter premeditadamente "artístico":

1.- Para empezar, y de un modo tal vez algo ingenuo (por demasiado explícito), ya las primeras páginas se presentan a sí mismas como una suerte de obertura operística. En efecto, en la fiesta a la que asiste el narrador en El Cairo se ponen en boca de los asistentes las líneas principales del libro (o libreto) que estamos leyendo. También la visita al Museo o el encuentro casual con personas de piel oscura actúan –dice el autor– como un “prólogo”, como una “introducción”, como “toques de gracia y pequeños puntos recurrentes” que aparecerían desarrollados luego con mayor intensidad, “a medida que avanzaba el viaje” (p. 32). Desde el comienzo, pues, nos paseamos no por un continente, sino por el interior de un libro escrito por el señor Theroux.

2.- Los motifs así esbozados en la obertura aparecen luego –ya plenamente desarrollados– en el resto de la obra, donde se repiten hasta la saciedad. Algunos ejemplos: los cooperantes con sus land-rovers blancos, el caos pavoroso de las ciudades, los “desastres de la guerra”, el acoso de los pedigüeños, el pésimo estado de las carreteras, la corrupción, los malos olores (a mierda, orina, cadáveres…). A veces parece hacer uso de esos epítetos homéricos que acompañaban a sus dueños como sombras; así, siempre que asoma por la carretera un cooperante es designado con bastante desdén como “un representante de la virtud”.

3.- El asco que siente Theroux ante gran parte de lo que ve se arremolina en un crescendo imparable (por seguir con las analogías musicales) hasta que nuestro autor llega a Malawi, país donde en plena juventud soñó con un África mejor y que encuentra ahora lleno de escombros y miseria. Después de este climax, sucede en buena lógica narrativa el anticlímax del descenso por piragua a través del río Shire.

4.- El carácter literario del libro se ve reforzado aún más por las constantes referencias a escritores (y esta parece ser también una marca de fábrica) que pasaron por allí. No sólo al inevitable Conrad (que, aunque no estuvo por esa zona, resulta siempre bien recibido en todo libro que verse sobre África), sino también a Flaubert, Rimbaud, Lear… Muchos libros de viaje africanos constituyen un repaso a la biblioteca personal de su autor. Para colmo, tanto el comienzo como el final del libro aparecen ocupados por sendos escritores con los que Theroux conversa: Mahfuz en Egipto, Gordimer en Sudáfrica (con el recuerdo de Naipaul en Kampala). Como si lo que hay entre medias fuera sólo un capítulo de historia de la literatura.


Amo la literatura. Creo que libros como, por ejemplo, Un día más con vida, de Kapuscinski, son –además de otras muchas cosas– verdaderas obras de arte. Pero en ellos la literatura brota de la misma realidad, como una especie de subproducto. En este libro Theroux intenta, sin embargo, embutir la realidad dentro de un armazón literario, forzándola a menudo para que quepa –mal que le pese– en su interior. De ahí que nuestro análisis de sus reflexiones “afropesimistas” deba proceder con cautela. Hemos de tener siempre presente que Theroux es un narrador, y que los narradores no escriben sólo con el intelecto. Escriben, por así decirlo, con todo el cuerpo (también, desde luego, con las vísceras). Tal vez por eso no sea apropiado valorar sus reflexiones con un exceso de rigor lógico, ya que no es la lógica lo que al autor le mueve. No obstante, afirmaciones como “Comencé a vislumbrar la inutilidad de las organizaciones benéficas en África” están escritas con una finalidad no sólo expresiva, sino claramente referencial, y merecen por tanto algún tipo de comentario.

En la próxima entrada expondré los puntos de vista de Theroux sobre algunos temas de “candente actualidad”; en la siguiente, rastrearé sus posibles inconsistencias e intentaré arrojar algo de luz sobre lo que, a veces, no parece sino una amalgama algo desordenada de nostálgicos ubi sunt, ácidas boutades o simples exabruptos. Con lo que, de modo imperceptible, esta reseña se deslizará poco a poco hacia el terreno más áspero de la crítica.