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lunes, 23 de febrero de 2009

El final de la esclavitud




Pero, ¿de qué modo pudo desaparecer en un plazo tan breve de tiempo –considerando “breve” en términos históricos– un fenómeno tan arraigado en la sociedad occidental (y, sobre todo, en la conciencia y el bolsillo de sus pobladores) como la esclavitud? Creo que, según de desprende del libro de Hochschild (aunque él no lo secuencie de este modo), el proceso de la abolición se desarrolló a lo largo de tres etapas:

1.- En primer lugar hubo que traer a la conciencia de una gran parte de la población europea el hecho de que la esclavitud era un problema de orden moral. Fue necesario para ello despertar entre la opinión pública un sentimiento (hasta entonces inédito) de compasión. Ahora bien, la compasión –tematizada hasta la saciedad por los filósofos escoceses de la época– sólo se dispara ante seres próximos (o prójimos) a aquel que la experimenta; incluso alguien tan bien dispuesto a dilatar el radio de la “projimidad” como el “buen samaritano” de la parábola tuvo que tropezar literalmente con el hebreo herido en el camino para poder hacer despliegue de su cosmopolita sentido de la piedad. A finales del siglo XVIII los esclavos eran considerados en Gran Bretaña (desde un punto de vista social, pero también jurídico) como meros semovientes útiles sobre todo para faenas agrícolas. Los juicios relativos a la muerte de esclavos (como el sustanciado contra el capitán del barco negrero Zong, quien ordenó arrojar por la borda una “mercancía” deteriorada de 132 esclavos para cobrar fraudulentamente la cantidad asegurada) no eran competencia de la jurisdicción penal, sino de la mercantil. Hubo, pues, que humanizar al esclavo, hacer ver a la gente que –pese al lastre de la historia y de la costumbre– también él era un ser humano (“and a brother”). Esa fue la labor inicial del movimiento abolicionista. Las vívidas descripciones que hicieron sus miembros sobre la captura de esclavos en África, las penalidades sufridas a lo largo del “pasaje intermedio” y las condiciones insoportables que les aguardaban en las plantaciones eran modos de aproximar al inglés medio a la situación real de otro ser humano sufriente, caído al pie del camino. Los testimonios de esclavos liberados como Equiano también fueron decisivos para abrir ojos y oídos. Pero el peso de las imágenes fue fundamental. El cartel con el diagrama que mostraba el interior de un barco negrero con 482 esclavos depositados en hileras y apretujados como sardinas en lata, causó un impacto devastador en aquellos que lo contemplaron (el zar Alejandro I dijo que la visión de aquel grabado le había provocado más náuseas que el mar).

2.- En segundo lugar hubo que esclarecer cuáles eran exactamente los eslabones de la cadena causal que unía el sufrimiento de aquel ser humano oprimido por el látigo con el bienestar del súbdito británico que removía el azúcar en su taza de té. Se hacía necesario, por tanto, “desnaturalizar” el fenómeno de la esclavitud. Esta tenía causas humanas y, por tanto, reversibles (mediante el simple expediente, por ejemplo, de dejar de endulzar con azúcar el té); causas, por cierto, que respondían a un interés puramente económico. Este interés no era sólo el de los grandes comerciantes de esclavos, ni tampoco el de los plantadores de caña de las Indias Occidentales. Industrias enteras como la textil (que se abastecía del algodón antillano) o la más modesta de la metalurgia de Sheffield (cuyos productos –tijeras, navajas, hoces…– eran utilizados en la costa africana para traficar con esclavos) también se nutrían de los beneficios originados por este comercio infame. Hubo, pues, que medir entre intereses económicos contrapuestos y llevar a cabo una elección moral (en Sheffield hubo una petición al Parlamento por parte de 789 metalúrgicos en contra del tráfico de esclavos; Manchester era uno de los focos abolicionistas más entusiastas).

3.- Por último, hubo que mover los resortes necesarios para que los actores políticos rompieran la antedicha cadena causal. De nada servía extender entre la población un sentimiento de repulsa hacia la esclavitud y de compasión hacia sus víctimas si ese sentimiento no alteraba a su vez la estructura que mantenía vivo el fenómeno. La indignación moral debía transformarse en norma de obligado cumplimiento. Era un asunto en el que había que movilizar al gobierno y al Parlamento –en un tiempo, precisamente, en el que los parlamentos eran escasamente representativos­– pues la esclavitud era ante todo un instituto jurídico, una criatura normativa que, para dejar de existir, requería de una intervención normativa. La presión sobre la Cámara de los Comunes –mediante la presentación de peticiones o, indirectamente, a través de movilizaciones de masas y boicots– fue la llave maestra con la que pudo accederse a un mundo en el que el chasquido del látigo fuera tan sólo un recuerdo.

Junto a estos movimientos puramente éticos –desde la toma de conciencia de la existencia de un problema moral, al análisis de sus causas y, por último, a la presión ejercida sobre los actores con capacidad normativa para que procedieran a su erradicación – intervinieron también, a mi juicio, otros dos elementos no-éticos que contribuyeron a acelerar la abolición de la trata:
- El avance en la mecanización de las tareas agrícolas que la revolución industrial trajo consigo, que hizo menos funcional y necesario el trabajo de los esclavos.
- La violencia ejercida por los esclavos en Saint Domingue, Jamaica y el resto de los dominios británicos y franceses en las Antillas.


viernes, 20 de febrero de 2009

"Enterrad las cadenas..." (y XI)


Aunque el libro de Hochschild ofrece una cantidad enorme de datos históricos (así como de sabrosas viñetas biográficas), es posible destacar dentro de él algunos núcleos temáticos que, de algún modo, vertebran toda la masa de información recogida. Destacaremos aquí algunos de ellos.

1.- La invisibilidad del problema. La esclavitud estaba tan arraigada en la sociedad de la época y hallaba tal respaldo en el peso mismo de la tradición que muchos no veían en ella ningún problema moral. Los beneficios económicos que proporcionaba contribuían también a hacerla invisible, e incluso indeseable (si es que alcanzaba a verse), para aquellos que se lucraban de ella: no sólo comerciantes y dueños de plantaciones (absentistas o no), sino gente común que de algún modo participaba de los réditos generados por la trata (ciudades portuarias como Bristol o Liverpool, o incluso Manchester, cuya floreciente industria manufacturera se nutría del algodón cultivado por esclavos). Desafiar la práctica esclavista en aquellas condiciones era pura extravagancia que desafiaba al sentido común.

2.- La causa abolicionista fue capaz de trascender los posicionamientos ideológicos de sus protagonistas. Personas tan alejadas entre sí en el espectro político como Clarkson o Wilberforce lucharon codo con codo por un asunto que desbordaba las divisiones partidistas y se adentraba de lleno en el ámbito de la decencia moral. Wilberforce era un conservador que recelaba de cualquier intento de otorgar a las masas protagonismo alguno; Clarkson, un radical que se paseó emocionado entre las ruinas de la Bastilla. Para Wilberforce la abolición de la trata de esclavos era un asunto de piedad; para Clarkson, de justicia. Guiados por distintas motivaciones, perseguían sin embargo la misma meta, y fueron capaces de unir sus fuerzas en un combate que a la altura de 1770 parecía descabellado.

3.- Abolición y lucha social. ¿Se consideró la esclavitud como una especie más dentro del género "desigualdades sociales" (junto, por ejemplo, a la penosa situación de los obreros británicos en el arranque de la primera industrialización o –como sugiere Hochschild– a la leva forzosa de marineros para nutrir a la insaciable Armada Real) o fue concebida como un fenómeno al margen? Los que sostenían la primera postura estimaban que las luchas sociales formaban un continuum en el que el movimiento abolicionista encajaba como un eslabón más; los valedores de la segunda postura veían en la esclavitud una aberración moral desconectada por completo del ámbito de la política. Grandville Sharp afirmó que los mineros ingleses eran “víctimas de una esclavitud injusta”, estableciendo claramente el nexo de unión entre reforma social y abolicionismo. Wilberforce, por su parte, entendió la lucha antiesclavista como “un don concedido a unos pobres esclavos por un grupo de hombres piadosos y benevolentes” (en palabras de Hochschild). Muchos acusaron a Wilberforce de mostrarse más compasivo con el sufrimiento de los esclavos que con el de los británicos.

4.- Abolición y Revolución Francesa. El movimiento abolicionista británico recibió en un primer momento la llegada de la Revolución con alborozo: se la consideró como el motor que arrastraría al mundo entero hacia la supresión de la esclavitud. No sólo por sus fogosas proclamaciones de igualdad entre todos los hombres, sino porque –si los franceses acababan con la esclavitud– se desactivaría también el principal argumento de los abolicionistas ingleses: que de eliminar Gran Bretaña la trata, los franceses se harían con el control del tráfico (y sus beneficios económicos). Más tarde, y en pleno Terror, la Revolución actuó no como motor, sino como freno de la abolición en Gran Bretaña: el gobierno británico asociaba las peligrosas proclamas de igualdad entre ciudadanos con las que reclamaban la supresión de la trata, con lo que los derechos de reunión y asociación fueron restringidos y la comisión abolicionista entró en hibernación. Dentro de Francia, por su parte, las contradicciones flagrantes entre la Declaración de Derechos y el mantenimiento de la esclavitud saltaban a la vista, y se hicieron particularmente patentes en las revueltas de Saint Domingue. Como una muestra de este desbarajuste, citemos la actitud de un general francés respecto al estandarte que portaba un batallón a punto de embarcar para sofocar la revuelta de los esclavos rebeldes, en el que figuraba el lema: “Vivid libres o morid”. Cautamente, el general ordenó reemplazar esa consigna (muy útil en la metrópoli en la pugna contra el Ancien Régime) por esta otra: “La nación, la ley, el rey”.

5.- El papel de la violencia. ¿Hubiera tenido lugar la abolición de la trata en el momento en que se produjo sin los sucesos sangrientos de Saint Domingue (y de otras islas antillanas)? En algunos casos esa violencia actuó como revulsivo: “ya veis con qué clase de animales salvajes estáis tratando”, podrían recriminarle ante la contemplación de tales sucesos los esclavistas a los partidarios de la abolición; en otros casos reforzó sin duda la postura que abogaba por la supresión de la trata: “ya veis lo que os espera, si persistís en esa postura inhumana”, podrían advertir los abolicionistas a los partidarios de la esclavitud. Al final fue este segundo argumento el que jugó un papel central. Vemos, pues, cómo el aspecto moral fue en este asunto de la mano con el puramente prudencial. Lo vio con claridad James Stephen cuando apeló “no a la conciencia sino solo a la prudencia de los estadistas británicos”. Cabría realizar aquí una reflexión acerca de la concepción marxista de la violencia como “partera de la historia”, que tantas masacres contribuyó a justificar a lo largo del siglo XX.

6.- Nuevos instrumentos en la lucha ciudadana. En un momento en que los parlamentos eran escasamente representativos, la mayor parte de la población se veía muy limitada a la hora de participar en la toma de decisiones colectivas. El movimiento abolicionista abrió muchas vías para que esa participación adquiriera mayor pujanza: buzoneo, distribución de carteles y afiches, conferencias, giras de lecturas de libros, boicots… Cuando estos medios se mostraron insuficientes para llevar la voz del pueblo al Parlamento (no sólo en el tema de la esclavitud, por supuesto), se procedió entonces a un cambio en la composición del legislativo a través de la Ley de Reforma de 1832. Un año después fue aprobada la ley que eliminaba la esclavitud del Imperio.

Para terminar, una cita de Margaret Mead recogida por Hochschild en su libro: “No debemos dudar nunca de que un pequeño grupo de ciudadanos reflexivos y comprometidos puede cambiar el mundo. De hecho, es lo único que ha conseguido cambiarlo”. Palabras esperanzadoras para quienes se rebelan ante algunas de las terribles injusticias –muchas de ellas también “invisibles”– que asolan aún la escena internacional.

lunes, 16 de febrero de 2009

"Enterrad las cadenas..." (X)


La quinta y última parte del libro de Hochschild se titula “Enterrad las cadenas”, y de su narración hay que retener dos fechas fundamentales: 1807 y 1838. A principios del siglo XIX, señala Hochschild, la situación de los abolicionistas parecía desesperada. Una legislación represiva había paralizado cualquier actividad reformista, y la trata británica de esclavos se acercaba a sus niveles más altos (más de cuarenta mil africanos por año). Sin embargo, a medida que se acercaba el año 1807 las cosas fueron cambiando. El miedo a los sucesos de Saint Domingue y la posible propagación de nuevas revueltas en las colonias británicas jugó un papel destacado. Además, el viejo argumento de que si los británicos abolían la trata, serían los franceses quienes se harían cargo de ella, chocaba contra la mera existencia de la República de Haití. La presión popular también volvió a hacer oír su voz. Según Hochschild el Parlamento tenía además una razón puramente prudencial para acceder a las demandas de la sociedad: “Con el país empantanado en una guerra que estaba poniendo a prueba el tejido social, la élite británica tenía buenos motivos para someterse al sentir nacional accediendo a una demanda que suponía para ella una amenaza bastante menor que la reforma de las flagrantes desigualdades existentes en el país”, desigualdades que habían conducido en Francia a la temida Revolución. De este modo, el 25 de marzo de 1807, veinte años después de la creación de la comisión abolicionista, se aprobaba la ley que abolía por completo la trata de esclavos.

Sin embargo, una cosa era la abolición de la trata y otra muy distinta la de la esclavitud. Tal objetivo parecía demasiado lejano. Mientras tanto, la vida de los esclavos en el Caribe seguía gobernada “por el látigo y el sol”. Sin embargo, las revueltas ante esta situación no tardaron en producirse: en Barbados estalló una violenta rebelión en 1816, y en Demerara (en la actual Guayana) otra en 1823. En la metrópoli, mientras tanto, la antigua comisión había sido reemplazada por una “Sociedad Londinense para Mitigar y Abolir Gradualmente el Estado de Esclavitud en los Dominios Británicos”. Aquí el término clave es “gradual”. Aunque Clarkson formó parte de ella (a sus sesenta y tres años y casi completamente miope, cabalgó 16.000 kilómetros en menos de 12 meses), el carácter gradual de la nueva Sociedad hizo que sus trabajos apenas avanzaran. El pueblo, sin embargo, no estaba para contemporizaciones, y exigía la abolición inmediata. En esta fase la voz de las mujeres (entre ellas, la de Elizabeth Heyrick o la de Lucy Townsend) se hizo notar con fuerza: hacían campaña casa por casa, publicaban panfletos y, entre otras medidas, retomaron el boicot al azúcar. “Quizás los hombres propongan abolir solo gradualmente el peor de los crímenes”, escribió una de ellas, “y mitigar la servidumbre más cruel, pero, ¿por qué íbamos a aceptar nosotras tales atrocidades? […] No debemos hablar de una abolición gradual del asesinato, el libertinaje, la crueldad, la tiranía…”. No hay duda de que las sociedades de mujeres fueron más audaces que las masculinas. Sin embargo, el Parlamento no cedía ante estas demandas (un grupo importante de sus miembros poseía latifundios o mantenía fuertes lazos comerciales con las Indias Occidentales) y a finales de los años 20 el movimiento perdió fuerza.

Fue necesario, por tanto, que el Parlamento cambiara en su composición. En toda Europa soplaban aires de reforma. En 1830 volvieron a levantarse en Francia las barricadas, en protesta por el carácter poco representativo de su Parlamento. En Gran Bretaña los abolicionistas se hicieron conscientes de que su causa estaba estrechamente unida a la de la ampliación del sufragio. Los gradualistas dejaron paso a un movimiento más decidido, que creó una nueva “Comisión de Actividades Antiesclavistas”. Ante estas noticias, estalló en Jamaica una nueva rebelión a finales de 1831. Por fin salió adelante en la metrópoli la Ley de Reforma de 1832. En el nuevo Parlamento las fuerzas antiesclavistas adquirieron mayor peso, por lo que en el verano de 1833 se aprobó el proyecto de ley de emancipación, si bien con dos cautelas: se compensaría a los propietarios de plantaciones con una suma de 20 millones de libras esterlinas (el 40% del presupuesto nacional), y se concedería un plazo de varios años para hacer efectiva la medida. El 1 de agosto de 1838 los 800.000 esclavos del Imperio Británico fueron declarados oficialmente libres. La alegría de los abolicionistas fue mayúscula. William Allen, un cuáquero que había dejado de consumir azúcar en 1789, pudo añadir al fin una cucharadita en una taza de té.

El movimiento abolicionista inglés fue modelo e inspiración para los dirigentes antiesclavistas de otros países, señaladamente de los EE.UU., pero su influencia se hizo notar en el resto del mundo. En pocas décadas la esclavitud desapareció formalmente de la faz de la tierra (en algún país ello condujo incluso a una Guerra Civil), si bien todavía perduran ciertas formas de servidumbre como la trata internacional de blancas, la mano de obra infantil o ciertas formas de trabajo rural semiesclavizado. La actual organización de derechos humanos “Anti-Slavery International”, tiene su cuartel general en Londres, y el nombre de su sede hace honor a la historia que narra Hochschild a lo largo de este libro. Se llama la “Thomas Clarkson House”.

sábado, 14 de febrero de 2009

"Enterrad las cadenas..." (IX)


Supervisor de ganado y cochero en una plantación cercana a Cap François, Toussaint podía considerarse un privilegiado en el momento en que estalló la revuelta. Liberado unos años antes, era propietario él mismo de algunos esclavos. Desvió a los sublevados durante unos días hasta que el administrador de la plantación quedó a salvo y, en ese momento, se unió a la rebelión, no tardando en liderarla. Adoptó el apellido L`Ouverture. Muchos le identificaron con Napoleón, lo que a él no disgustaba en absoluto: bajito, frugal, de mirada atenta, se convirtió en poco tiempo en un líder militar capaz de frenar las tropas de las dos naciones más poderosas de la época. El general De Lacroix, que combatió contra él, dejó escrito: “Dormía solo dos horas por la noche […]. Nunca sabíamos qué hacía, si se marchaba, si se quedaba, a dónde iba o de dónde venía. Mientras recorría la colonia a caballo a la velocidad del rayo… preparaba sus planes y pensaba las cosas a pleno galope”. Uno no puede dejar de pensar en las cabalgadas de Clarkson: ¿se dirigían ambos al mismo lugar, aunque por caminos diferentes?

No tardó Toussaint en convertirse en un maestro de la guerra de guerrillas. Contrató a desertores franceses para que instruyeran a la tropa. Se caracterizaba por imponer entre sus filas una disciplina muy severa: “Todos los oficiales impartían sus órdenes pistola en mano”, escribió De Lacroix, “y tenían poder de vida y muerte sobre sus subordinados”. Si a sus soldados se les acababa la munición, luchaban con piedras o fabricaban arcos y flechas (según el historiador John Thornton, las habilidades militares de estas tropas pueden explicarse si se tiene en cuenta que muchos de aquellos hombres eran africanos de nacimiento, y habían aprendido técnicas guerreras en sus luchas contra los portugueses). En la guerra contra los británicos L`Ouverture se mostró no sólo como un genial estratega y un jefe hábil con su tropa, sino también como un gran diplomático.

Herido en combate en varias ocasiones, las leyendas sobre él iban en aumento. Como temía ser asesinado, solo aceptaba la comida que le ofrecían de sus manos aquellos ayudantes en quienes confiaba. Evitaba las ventanas. Una red de espías velaba constantemente por su seguridad. A través de ellos “lograba hacerse invisible, por así decirlo, donde quiera que se hallaba, y visible donde no se encontraba”. Su identificación con Napoleón era tal (se vestía como un emperador e iba precedido por dos trompeteros con yelmos empenachados de rojo) que le envió una misiva con este encabezamiento: “Del primero de los negros al primero de los blancos”. Desgraciadamente el Corso, dueño efectivo de un país que había proclamado la “Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano”, no era abolicionista, y se limitó a decirle a su cuñado Leclerc, encargado de aplastar a L`Ouverture tras la retirada de los británicos: “Quítanos de encima a esos africanos chapados en oro y no tendremos nada más que desear”.

Ya sabemos que la colonia no fue dominada por los franceses pero L`Ouverture cayó preso. Mientras lo conducían a Francia, dijo al capitán de la nave: “Solo han talado el tronco del árbol de la libertad. Volverá a brotar de sus raíces, pues son profundas y abundantes”. Así fue, en efecto, aunque él no alcanzó a ver por poco tiempo la proclamación de la República de Haití. Pasó sus últimos días en una prisión francesa cercana a la frontera con Suiza. Se negó a hablar con los representantes del Emperador. Murió el 7 de abril de 1803, diez meses después de ser capturado. En Gran Bretaña se había despertado mientras tanto una ola de simpatía hacia su persona. Coleridge escribió que su carácter era más digno que el de Napoleón. En unas improbables “Vidas paralelas” no sabemos cuál de ellas habría salido más favorecida.

viernes, 13 de febrero de 2009

"Enterrad las cadenas..." (VIII)


La cuarta parte del libro de Hochschild se titula “Guerra y revolución”. Tras un capítulo introductorio (“Década desolada”) en el que se narra de modo sucinto el declive sufrido en la metrópoli por el movimiento abolicionista debido a la “creciente paranoia” frente a las ideas revolucionarias, la acción se traslada a otro escenario mucho más agitado: las Indias Occidentales. Con Clarkson cuidando vacas en su granja de Lake District y Wilberforce entregado en Clapham a sus obras de caridad, serán los propios esclavos quienes –haciendo uso del único instrumento que les quedaba: la rebelión violenta– tomen el relevo en la lucha por su liberación. Decía Mirabeau que los blancos de Saint Domingue dormían al “pie del Vesubio”. Pues bien, en el verano de 1791 ese volcán entró al fin en erupción.

Hemos de decir que Saint Domingue (la actual Haití) era la más próspera colonia francesa en las Antillas: sus ocho mil plantaciones sumaban más de un tercio del comercio exterior de Francia. A las 10 de la mañana del 22 de agosto de 1791, y conforme a lo concertado en reuniones secretas mantenidas con anterioridad, estalló la revuelta: los campos de caña de gran parte de la isla fueron incendiados, así como los molinos, casas de calderas, almacenes… Los blancos fueron asesinados en sus lechos, sus mujeres violadas. La violencia sufrida durante décadas era devuelta ahora con creces. Algunos blancos lograron hallar refugio en la principal ciudad norteña: Cap François. Los soldados franceses se vieron impotentes para sofocar el levantamiento. Más de mil plantaciones fueron saqueadas e incendiadas en solo dos meses, y gran parte del norte de la isla cayó bajo el control de los rebeldes.

Esta revuelta presentaba además un rasgo único: los blancos mismos estaban enfrentados entre sí. En plena Revolución Francesa, y ante las noticias contradictorias llegadas desde la metrópoli, blancos realistas y republicanos se enfrentaban en una auténtica guerra civil. Aliados estos últimos con los rebeldes, conquistaron por fin Cap François. Obligado por las circunstancias, el principal funcionario francés de la colonia proclamó el fin de la esclavitud en Saint Domingue, decisión que refrendó el gobierno de París en febrero de 1794. Los ingleses, temerosos de que el ejemplo de esas “doctrinas salvajes y perniciosas de la libertad y la igualdad” cundiera en sus colonias, desembarcan en la isla en septiembre de 1793. Aunque lograron rápidos avances, no contaron con la fuerza conjunta de esclavos, mulatos y franceses republicanos, al mando todos de Toussaint L`Ouverture. La malaria y la fiebre amarilla hicieron también su trabajo. En 1795 el Imperio reforzó sus fuerzas con una flota de barcos de transporte de tropas, la mayor expedición emprendida hasta entonces por Gran Bretaña: 218 barcos, 19.284 soldados. De nada sirvió tal despliegue. En 1798 la Union Jack fue arriada en PortauPrince y Toussaint entró en ella a caballo como libertador.

Los acontecimientos de Saint Domingue se reprodujeron en muchas islas menores del este del Caribe: Guadalupe, Santa Lucía (en cuya “pacificación” necesitó desplegar el Imperio británico a más de doce mil soldados), Jamaica… En 1795 los británicos se enfrentaron en esta isla a una sublevación organizada por un grupo de negros libres, los “cimarrones”. Aunque estos gozaban de libertad en virtud de una serie de tratados firmados sesenta años antes, algunos de ellos fueron capturados por las autoridades de la isla, lo que originó la revuelta. El número de cimarrones sublevados rondaba los quinientos, con solo 150 mosquetes, y se enfrentaban contra un ejército de unos cinco mil soldados. Tras medio año de cruentas luchas (en la que los británicos utilizaron perros sabuesos capaces de penetrar en el difícil terreno calizo donde los rebeldes se refugiaban), se firmó un acuerdo de paz a finales de año, que más tarde no fue respetado ni por el gobernador ni por el parlamento jamaicano.

Tras la marcha de los británicos, Saint Domingue –completamente destrozada– había quedado dividida en una franja meridional, controlada por el general mulato Rigaud, y el resto de la isla, al mando de L`Ouverture. Ambos libraron una guerra civil (la “Guerra de los Cuchillos”), tan brutal como todas las anteriores. Tras la derrota de Rigaud, y cuando parecía factible el inicio de una reconstrucción de la isla, Napoleón (con el beneplácito de Gran Bretaña) envío a principios de 1802 a treinta y cinco mil hombres. Se inició entonces una desesperada guerra de guerrillas. Los franceses lograron capturar a L`Ouverture y enviarlo a prisión, y la esclavitud fue restablecida. Entonces los negros volvieron a sublevarse, luchando incluso sin ayuda de las armas: “Hemos ahorcado a 50 prisioneros;”, escribió el general Leclerc, “estos hombres mueren con un fanatismo increíble; se ríen de la muerte”. La represión de los franceses fue particularmente brutal. Sin embargo, al declararse de nuevo la guerra entre Francia y Gran Bretaña, se suspendió el envío de suministros a la isla y algunas tropas tuvieron que ser retiradas. A finales de 1803 los últimos soldados franceses fueron expulsados de la isla. El 1 de enero de 1804 los dirigentes de Saint Domingue proclamaron en la colonia la República de Haití. Este acontecimiento provocó una avalancha de temores a la insurrección en todo el Caribe, Sudamérica e incluso en Estados Unidos. No hay duda de que la lucha por la abolición escribió aquí sus páginas más cruentas.

martes, 3 de febrero de 2009

"Enterrad las cadenas..." (VII)


Por determinadas circunstancias que no viene al caso mencionar aquí la figura de Wilberforce ha permanecido en la memoria colectiva como la del principal abanderado en la lucha abolicionista. Ya vimos que para Hochschild este encumbramiento implica la comisión de una cierta injusticia histórica, al haber contribuido a oscurecer en parte la figura señera de Thomas Clarkson. Según Hochschild en el movimiento antiesclavista coexisten, no sin una cierta tensión, dos posiciones opuestas: la revolucionaria y la conservadora. En la plutarquiana división del trabajo que acomete nuestro autor, a Wilberforce le corresponde el liderazgo de esta última postura.

Cuando el cáustico James Boswell conoció a Wilberforce en un acto público dejó anotado lo siguiente: “Vi cómo se subía encima de la mesa algo que no parecía abultar más que una gamba pero, conforme le escuchaba, observé que la gamba iba creciendo hasta convertirse en una ballena”. Hombre profundamente religioso, “su sentido del pecado”, señala Hochschild, “parece desconcertante, pues a diferencia de otros conversos evangélicos como John Newton o James Stephen, no hay constancia de que en su juventud llevara una vida libertina. Resulta inútil buscar en ella cualquier fechoría mayor que la de quedarse dormido en la iglesia”. Estaba convencido de que las diversiones populares conducían al pecado, y logró que Jorge III publicara una “Declaración contra el Vicio y la Inmoralidad”. En cuestiones políticas, Wilberforce se oponía a cualquier ampliación del restringidísimo sufragio de la época; los movimientos de masas (como el boicot del azúcar) le causaban espanto; miraba con recelo los acontecimientos de Francia (a veces tuvo que pedir a Clarkson que moderara su entusiasmo) y las matanzas de Santo Domingo provocaron en él un pavor desmesurado. En el tema de la abolición, sin embargo, se mostró siempre firme como una roca, aunque las medidas que adoptó al respecto pecaron siempre de un exceso de cautela.

Como miembro de la Cámara de los Comunes, jugó un papel decisivo en la lucha por la abolición. Por desgracia, aunque era un orador excelente (“la mayor elocuencia natural de Inglaterra”, decía de él Pitt), su ausencia de doblez le incapacitaba para hacer frente a las emboscadas tendidas por los representantes parlamentarios del lobby esclavista, quienes sorteaban sus discursos a base de evasivas y dilaciones. No olvidemos el carácter poco representativo de un Parlamento puesto al servicio de comerciantes y plantadores. Wilberforce apelaba a la virtud británica, mientras que sus oponentes lo hacían a la economía. Durante lo que Hochschild llama la “década desolada”, en la que el movimiento abolicionista languideció ante los temores despertados por la Revolución Francesa, Wilberforce vivió en el pueblo de Clapham junto a un círculo de amigos fieles, todos ellos anglicanos ricos y piadosos (los “Santos”). La mojigatería de este grupo era célebre, y daba pie a numerosas bromas. Una de las acciones que emprendieron fue la de reescribir las obras de Shakespeare “con el fin de excluir todo lo que no fuera apto para ser leído en voz alta por un caballero ante una reunión de damas”.

En 1807 Wilberforce vivió unos de sus momentos más gratos, al ver aprobada por fin en el Parlamento la abolición de la trata de esclavos. El resto de su vida la pasó luchando contra el vicio y el pecado. Protestó por la “indecencia” que ocasionaría el permitir los baños públicos en el Támesis. En política su conservadurismo le llevó a escribir que “el aumento de los salarios era un mal […] suficiente para provocar la ruina […] de la grandeza comercial de nuestro país”. En cuanto a los pobres, deberían saber que “es la mano de Dios la que les ha asignado esa senda más modesta que deben recorrer; y que les corresponde […] soportar sus inconvenientes con resignación”. Su moderación se extendía incluso a las posibles medidas a adoptar contra los castigos infligidos a sus esclavos por los propietarios de las Indias Occidentales: la prohibición completa del uso del látigo le parecía excesiva, y abogaba por azotar a los esclavos sólo “de noche, una vez concluido el trabajo de la jornada”. Su bondad con amigos y allegados no conocía, sin embargo, límite alguno. Según testimonio de Marianne Thornton, su casa estaba siempre “atestada de criados, todos ellos cojos, imposibilitados o ciegos, o salidos de alguna institución benéfica. Había entre ellos un antiguo secretario, a quien mantenía por gratitud; y la esposa de este, porque había cuidado de la pobre Bárbara [la señora Wilberforce]; un antiguo mayordomo por quien, a pesar de que preferían que se fuera, sentía un gran afecto… Podías desesperarte aguardando a que te cambiasen el plato en la cena y escuchar todo el día un coro de campanillas sin que nadie respondiera”. Murió piadosamente en 1833 ("me siento como un reloj casi sin cuerda”, dijo unas semanas antes), sin llegar a ver aprobada la abolición de la esclavitud en los confines del Imperio Británico.

domingo, 1 de febrero de 2009

"Enterras las cadenas..." (VI)


La tercera parte del libro de Hochschild se titula “Una nación entera que grita con una sola voz” y en ella narra el modo en que el sentimiento abolicionista se infiltró por Gran Bretaña en casi todas las capas de la población, presionando a un parlamento que, sin embargo, logró hacerle frente con éxito, gracias en parte al miedo despertado por los excesos de la Revolución Francesa. Esta, en efecto, actuó como revulsivo, justo lo contrario de lo que en un principio habían estimado los abolicionistas. No olvidemos que uno de los argumentos contrarios a la eliminación de la trata fue el de que, al abandonar Gran Bretaña tan lucrativo comercio, Francia se haría cargo del mismo (a lo que el juicioso Wilberforce había ya respondido: “…quienes argumentan de este modo, podrían aducir igualmente que debemos robar, asesinar y cometer aquellos crímenes que, si nosotros no lo hiciéramos, cometería cualquier otro”). Al estallar la Revolución, sin embargo, todos pensaron que Francia se adelantaría a la hora de promover la abolición y, por tanto, que el argumento de Wilberforce no tendría que volver a ser esgrimido ante quienes de un modo tan obstinado se negaban a tomarlo en consideración.

Por lo pronto en el verano de 1789 Clarkson llega a París, donde los abolicionistas franceses le ofrecen una calurosa bienvenida. Dos semanas más tarde se aprueba solemnemente la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Clarkson informa a Londres: “No me sorprendería que los franceses se hicieran a sí mismos el honor de eliminar por votación en una noche ese comercio diabólico”. Contacta con Lafayette y con el mulato Vincent Ogé. Mirabeau solicita su consejo. A pesar de tan prometedores comienzos, y tras una estancia de seis meses, Clarkson descubre una amarga verdad: que los Derechos del Hombre, “de los que tanto se ufanaba Francia, seguían siendo solo para los hombres blancos. El primer paso contra el tráfico de esclavos tendría que darse en Inglaterra”. Al otro lado del Canal, sin embargo, los enemigos de la abolición se habían organizado en lo que Hochschild llama “el grupo de presión más poderoso de la Gran Bretaña de finales del siglo XVIII”. Sus principales adalides fueron hombres como Benastre Tarleton o el duque de Clarence (futuro Guillermo IV). La sesión parlamentaria de 1791 vuelve a cerrarse con un triunfo de los esclavistas, pese a lo endeble de los argumentos utilizados; un ejemplo: ante el gusto de los esclavos por adornarse, se apeló a “cualquier caballero para que se le dijera si era propio de personas desdichadas aficionarse a llevar galas”.

Sin embargo, lo que unos parlamentarios comprometidos con el interés de los hacendados se negaron a considerar fue reclamado masivamente por quienes no compartían ese interés. Como señala Hochschild: “En un momento en que solo una pequeña parte de la población podía votar, los ciudadanos se arrogaron la facultad de actuar ante la inactividad del Parlamento”. Estalla así el boicot del azúcar. Si no el primer boicot de la Historia, fue sin duda el primero en extenderse de aquel modo: se calcula que más de medio millón de británicos dejaron de consumirla. Las mujeres fueron sus más esforzadas defensoras (ante las quejas de algunos maridos), aunque no las únicas: “Un clérigo llevaba siempre una porción de azúcar indio para no tener que utilizar el de producción esclavista si sus parroquianos le invitaban a un té”. Los anuncios de azúcar indicaban si dicho producto estaba producido por “personas libres”. No olvidemos que en el siglo XVIII el azúcar constituía el primer artículo de importación.

Dado el entusiasmo predominante, la sesión parlamentaria de 1792 se presentaba llena de esperanzas. El boicot al azúcar se hallaba en todo su apogeo. Wordsworth escribió que el fervor abolicionista de ese año representaba “a una nación entera que grita con una sola voz”. Las comisiones abolicionistas se multiplicaban por doquier. Lluvias de peticiones caían sobre Londres. Sin embargo, estalla en ese momento la sublevación de Santo Domingo. “Todo el mundo está aterrorizado”, escribe Wilberforce “se me presiona de todas partes para que aplace mi moción hasta el próximo año”. No hay duda de que el eco de estos sangrientos sucesos debilitó la causa. El grupo antiabolicionista aprovechó esta circunstancia para arreciar en su dura campaña mediática. Se imprimieron ocho mil ejemplares de un panfleto que describía a las familias de esclavos como muy felices, todas con “una acogedora casita y un huerto y muchos cerdos y aves de corral”; la muerte en los barcos se fijó en un “desdeñable” 4,5 %; se elogiaron las virtudes nutritivas del azúcar. Por su parte, Clarkson, Sharp y otros presionaron a los parlamentarios. Todo fue inútil. A pesar de la intervención del Primer Ministro Pitt, se introdujo una enmienda a la moción de Wilberforce que incluía la palabra “gradualmente”, lo que en la práctica era una remisión ad kalendas graecas. Además comenzó a identificarse el trabajo de la guillotina al otro lado del Canal (“Las calles de París están sembradas de cadáveres de las víctimas mutiladas […] INGLESES, leed esto atentamente y rogad con fervor para que vuestra feliz Constitución no llegue a ser nunca ultrajada por la despótica tiranía del igualitarismo”, escribía el Times) con el carácter “salvaje” de los negros en Santo Domingo, y todo ello con las proclamas de la lucha antiesclavista esgrimidas por querubines como Wilberforce (a quienes algunos confundidos esclavos jamaicanos se referían como al “rey Wilberforce”, y por quien brindaban utilizando a modo de copa un cráneo de gato). No hay duda de que llegaban tiempos duros para el abolicionismo.